– ¿Oeste o Este?
– La que diga Ridgewood.
– Tiene que ser Oeste.
Él se recostó en el asiento. Ella tomó la salida.
– ¿Recuerda la distancia desde aquí?
– No estoy seguro. Tiramos recto un rato. Después empezamos a tomar desvíos. No me acuerdo.
Loren frunció el ceño.
– Usted no parece un tipo despistado, Myron.
– Pues la tenía engañada.
– ¿Dónde estaba antes de que le llamara?
– En una boda.
– ¿Bebió mucho?
– Más de lo que debería.
– ¿Estaba borracho cuando le llamó?
– Probablemente habría pasado la prueba del alcoholímetro.
– Pero digamos que aún notaba el alcohol.
– Sí.
– Tiene gracia, ¿no cree?
– Como una canción de Alanis Morissette -dijo él-. Tengo una pregunta que hacerle.
– No me apetece contestar sus preguntas, Myron.
– Me ha preguntado si conocía a Katie Rochester. ¿Fue por pura rutina, dos chicas desaparecidas, o tiene razones para creer que sus desapariciones estén relacionadas?
– Bromea, ¿no?
– Necesito saberlo…
– Ni hablar. No necesita saber nada. Ahora repítamelo todo. Todo. Lo que dijo Aimee, lo que dijo usted, las llamadas, donde la dejó, todo…
Él lo hizo. En la esquina de Linwood Avenue, Myron vio un coche de policía de Ridgewood que se situaba detrás de ellos. Lance Banner iba en el asiento del pasajero.
– ¿Viene con nosotros por cuestiones de jurisdicción? -preguntó Myron.
– Más por protocolo. ¿Recuerda dónde fue a partir de aquí?
– Creo que doblamos a la derecha en esa enorme piscina.
– Vale. Tengo un mapa en el ordenador. Buscaremos las calles sin salida, a ver qué pasa.
La ciudad natal de Myron, Livingston, era moderna y mayormente judía, una tierra de cultivo convertida en barrios de casas de dos alturas y un gran centro comercial. Ridgewood era de casas victorianas y mayoría blanca protestante, parajes más lujosos y un centro urbano de verdad, con restaurantes y tiendas. Las casas habían sido construidas en épocas diferentes, con árboles a ambos lados de las calles, ampliándose hacia el centro y formando un baldaquín protector. Había más variedad.
¿Le sonaba aquella calle?
Myron frunció el ceño. No estaba seguro. De día había variedad, pero de noche, todo parecía boscoso. Loren entró en una calle sin salida. Myron meneó la cabeza. Después otro y otro. Las calles serpenteaban sin motivo ni planificación, como en un cuadro abstracto.
Más puntos muertos.
– Antes ha dicho que Aimee no parecía ebria -dijo Loren.
– Es cierto.
– ¿Qué parecía?
– Angustiada. -Se incorporó un poco-. Pensé que tal vez hubiera cortado con su novio. Creo que se llama Randy. ¿Ya han hablado con él?
– No.
– ¿Por qué no?
– ¿Tengo que darle explicaciones?
– No se trata de eso, pero una chica desaparece y se investiga…
– No ha habido investigación. Es mayor de edad, no había señales de violencia, sólo hacía unas horas que desapareció…
– Y aparezco yo.
– Exactamente. Sus padres llamaron a sus amigos, por supuesto. Randy Wolf, su novio, no tenía que verla la otra noche. Se quedó en casa con sus padres.
Myron frunció el ceño. Loren Muse lo vio por el retrovisor.
– ¿Qué? -preguntó.
– Una noche de sábado al final del instituto -dijo- ¿y Randy se queda en casa con mamá y papá?
– Hágame un favor, Bolitar. Concéntrese en encontrar la casa, ¿entendido?
En cuanto ella dio la vuelta, Myron sintió la punzada del déjà vu.
– A la derecha. Al final del callejón.
– ¿Es éste?
– No estoy seguro todavía. -Después-. Sí. Sí, es éste.
Loren paró y aparcó. El coche de policía de Ridgewood aparcó detrás de ellos. Myron miró por la ventana.
– Unos metros más adelante.
Loren hizo lo que le pedía. Myron no dejó de mirar la casa.
– ¿Y bien?
Él asintió.
– Es aquí. Abrió la verja que hay a un lado. -Estuvo a punto de añadir: «Fue la última vez que la vi», pero se contuvo.
– Espere en el coche.
Ella salió. Myron observó. Fue a hablar con Banner y el otro, un policía con el emblema de Ridgewood en el uniforme. Hablaron y gesticularon hacia la casa. Después Loren Muse caminó hacia allí. Llamó al timbre. Se abrió la puerta. Myron no vio a nadie al principio. Después salió fuera una mujer. No, no la conocía. Era delgada. Le salían los cabellos por una gorra de béisbol. Parecía que estuviera haciendo ejercicio.
Las dos mujeres hablaron diez minutos largos. Loren miraba de vez en cuando a Myron como si temiera que fuera a escaparse. Pasaron un par de minutos más. Loren y la mujer se estrecharon la mano. La mujer volvió a entrar y cerró la puerta. Loren volvió caminando al coche y abrió la puerta trasera.
– Enséñeme adónde fue Aimee.
– ¿Qué ha dicho?
– ¿Qué cree que ha dicho?
– Que no ha oído hablar de Aimee Biel.
Loren Muse se tocó la nariz con el dedo índice y después le señaló.
– Éste es el lugar -dijo Myron-. Estoy seguro.
Myron siguió el recorrido que había hecho Aimee. Se paró frente a la verja. Recordó que Aimee se había detenido allí, que se había despedido y que algo le había inquietado.
– Debería… -Se calló. Era inútil-. Entró por aquí. Desapareció de mi vista. Después volvió y me hizo un gesto para que me marchara.
– ¿Y usted se marchó?
– Sí.
Loren Muse miró el patio de atrás y luego le acompañó al otro coche patrulla.
– Le llevarán a casa.
– ¿Me da mi móvil?
Ella se lo lanzó. Myron subió al coche, al asiento de atrás. Banner arrancó. Myron cogió la manilla de la puerta.
– Muse.
– ¿Qué?
– Por alguna razón elegiría esta casa -dijo Myron.
Cerró la puerta. Se fueron en silencio. Myron miró la verja, hasta que se fue haciendo pequeña y, finalmente, como Aimee Biel, desaparecía.
17
Dominick Rochester, el padre de Katie, estaba sentado a la cabecera de la mesa del comedor, sus tres hijos también estaban allí, su esposa, Joan, en la cocina, lo cual dejaba dos sillas vacías, la de ella y la de Katie. Dominick masticó la carne y miró la silla, como si la conminara a hacerla aparecer.
Joan salió de la cocina. Llevaba una bandeja de ternera asada. Él señaló su plato casi vacío, pero ella ya le estaba sirviendo. La esposa de Dominick Rochester era ama de casa. No era una mujer trabajadora. Dominick no lo habría tolerado.
Gruñó un gracias. Joan volvió a su asiento. Los chicos masticaban en silencio. Joan se alisó la falda y cogió el tenedor. Dominick la observó. Había sido tan hermosa. Ahora tenía los ojos vidriosos y sumisos. Iba permanentemente encorvada. Bebía demasiado durante el día, aunque creía que él no lo sabía. No importaba. Seguía siendo la madre de sus hijos y no se pasaba de la raya. Así que lo dejaba estar.
Sonó el teléfono. Joan Rochester se puso en pie de un salto, pero Dominick le hizo una señal con la mano para que se sentara. Se secó la cara como si fuera un parabrisas y se levantó de la silla. Dominick era un hombre grueso. No gordo. Grueso. Grueso de cuello, hombros, torso, brazos y muslos.
Odiaba su apellido: Rochester. Su padre se lo había cambiado porque sonaba muy étnico. Pero su viejo era débil, un fracasado. Dominick pensó en volver a recuperarlo, pero eso también sería señal de debilidad. Como si le preocupara demasiado lo que pensaran los demás. En el mundo de Dominick, nunca se mostraba debilidad. Habían pisoteado a su padre. Le obligaron a cerrar su barbería, se habían burlado de él. Su padre creía estar por encima de todo eso. Dominick no lo creía.
O cortas cabezas o te cortan la tuya. No haces preguntas ni razonas con ellos, al menos al principio. Al principio cortas cabezas. Cortas cabezas y te dejas pelotear hasta que te respetan. Después razonas con ellos. Les muestras lo dispuesto que estás a tener éxito. Les das a entender que no te da miedo la sangre, ni siquiera la tuya. Vas a ganar y sonríes a través de la sangre. Lo cual llama su atención.