Claire se acercó hasta la puerta. Myron fue hacia ella.
– Sabes que yo no… -dijo Myron.
– Dentro. -Claire siguió caminado hacia la puerta-. Quiero que me lo cuentes todo aquí dentro.
El fiscal del condado de Essex, Ed Steinberg, el jefe de Loren, la estaba esperando cuando ella regresó a la oficina.
– ¿Y bien?
Ella le puso al día. Steinberg era un hombre grueso, con un vientre prominente, pero tenía aspecto de osito al que se quiere abrazar. Por supuesto estaba casado. Hacía mucho tiempo que Loren no conocía a ningún hombre deseable que no lo estuviera.
Cuando acabó, Steinberg dijo:
– Yo he investigado un poco más a Bolitar. ¿Sabías que él y su amigo Win habían trabajado para los federales?
– Corrían rumores -dijo ella.
– He hablado con Joan Thurston. -Era la fiscal del estado de Nueva Jersey-. Hay mucho de cotilleo, supongo, pero en suma, todos creen que Win está pasado de vueltas, pero que Bolitar es una persona decente.
– Eso es lo que me han dicho a mí también -dijo Loren.
– ¿Te crees su historia?
– En general, sí, creo que sí. Es demasiado absurda. Además, como dijo él mismo, ¿sería tan tonto de dejar tantas pistas un tipo con su experiencia?
– ¿Crees que es una trampa?
Loren hizo una mueca.
– Tampoco parece eso. Aimee Biel le llamó. En tal caso tendría que estar metida.
Steinberg entrelazó las manos sobre la mesa. Iba remangado. Sus antebrazos eran gruesos y tan cubiertos de vello que parecían una piel.
– Entonces lo más probable es que se haya fugado, ¿no?
– Lo más probable -dijo Loren.
– ¿Y que utilizara el mismo cajero que Katie Rochester?
Loren se encogió de hombros.
– No creo que sea una coincidencia.
– Tal vez se conocían.
– Según los padres, no.
– Eso no significa nada -dijo Steinberg-. Los padres no saben nada de sus hijos. Créeme, tengo hijas adolescentes. Los padres que aseguran saberlo todo de sus hijos normalmente son los que menos saben. -Se agitó en la silla-. ¿Habéis encontrado algo en la casa o el coche de Bolitar?
– Todavía están en ello -dijo Loren-. Pero ¿qué van a encontrar? Sabemos que ella estuvo en la casa y en el coche.
– ¿Se encarga del registro la policía local?
Ella asintió.
– Pues que se encargue también del resto. De hecho ni siquiera tenemos un caso, con una chica de esa edad, ¿no?
– No.
– Bien, pues ya está decidido. Pásalo a la policía local. Quiero que te concentres en los homicidios de East Orange.
Steinberg le habló del caso. Ella escuchó e intentó concentrarse. Era un caso importante, no había duda. Un doble asesinato. Tal vez un peligroso asesino en serie había vuelto a la zona. Era del tipo de casos que le encantaba. Le llevaría todo su tiempo. Lo sabía. Y conocía las probabilidades. Aimee Biel había retirado dinero antes de llamar a Myron. Eso significaba que probablemente no la había secuestrado, que estaba perfectamente, y que, en definitiva, ella no debería involucrarse más.
Dicen que las penas y las preocupaciones envejecen, pero con Claire Biel sucedía lo contrario. La piel se le estiraba tanto en los pómulos que la sangre parecía no fluir. No tenía arrugas en la cara. Estaba pálida y casi esquelética.
Myron tuvo un recuerdo banal. Clase de estudio, último año. Estaban sentados hablando y él la hacía reír. Normalmente Claire era silenciosa y a menudo distraída. Hablaba en voz baja. Pero cuando él le encontraba el punto, como al remedar las tonterías de sus películas favoritas, Claire se reía tanto que se le saltaban las lágrimas. Y él no paraba. Le gustaba hacerla reír. Le encantaba ver su alegría en estado puro cuando se soltaba así.
Claire le miró. De vez en cuando todos volvemos atrás en la vida a momentos como ése, cuando todo era perfecto. Intentas volver y averiguar cómo empezó y qué camino tomaste y cómo acabaste aquí, si hubo un momento al que pudieras volver y de algún modo cambiar y plaf, ya no estarías aquí, sino en un lugar mejor.
– Cuéntame -dijo Claire.
Se lo contó todo. Empezó por la fiesta en su casa, que las había oído hablar en el sótano, la promesa, la llamada a cualquier hora. No omitió nada. Le contó la parada en la estación de servicio. Incluso que Aimee le había dicho que las cosas no iban bien con ellos.
Claire se mantuvo rígida. No dijo nada. Le temblaban levemente los labios. De vez en cuando cerraba los ojos. A veces pestañeaba como si esperara un golpe pero no fuera capaz de defenderse de él.
Cuando terminó se quedaron en silencio. Claire no hizo preguntas. Se quedó quieta y parecía muy frágil. Myron dio un paso hacia ella, pero enseguida se dio cuenta de que era mejor no acercarse.
– Tú sabes que nunca le haría daño -dijo él.
Ella no contestó.
– Claire…
– ¿Recuerdas aquella vez que quedamos en Little Park, junto a la rotonda?
Myron esperó un instante.
– Quedábamos allí a menudo, Claire.
– En el parque. Aimee tenía tres años. Pasó un camión de chucherías y le compraste unas almendras garrapiñadas.
– Que no le gustaron nada.
Claire sonrió.
– ¿Lo recuerdas?
– Sí.
– ¿Te acuerdas de mí entonces?
Myron lo pensó.
– No sé adónde quieres ir a parar.
– Aimee no conocía sus límites. Lo probaba todo. Quería bajar por aquel tobogán con la escalera tan grande y era demasiado pequeña, o eso creía yo. Era mi primer hijo. Me moría de miedo todo el rato. Pero no podía detenerla. De modo que la dejé subir, pero le dije que estaría detrás de ella, ¿te acuerdas? Tú te burlaste de mí.
Él asintió.
– Antes de que naciera ella, me juré no ser una de esas madres sobreprotectoras. Lo juré. Pero Aimee sube por esa escalera y yo me coloco detrás de ella, con las manos en su trasero. Por si acaso. Por si acaso resbalaba, porque estés donde estés, incluso en un lugar tan inocente como un patio de juegos, todos los padres se imaginan lo peor, su piececito resbalando en un peldaño, sus deditos dejando la barandilla y su cuerpecito cayendo y dándose de cabeza y el cuello torcido… -Se le cortó la voz-. -Así que me quedé detrás, preparada para lo que fuera.
Claire se paró y le miró.
– Nunca le haría daño -dijo Myron.
– Lo sé -dijo ella bajito.
Aquello debería haberle aliviado. Pero no fue así. Había algo en su tono que le mantenía alerta.
– No le harías ningún daño, ya lo sé. -Sus ojos se encendieron-. Pero tampoco estás exento de culpa.
Él no supo qué responder.
– ¿Por qué no te has casado? -preguntó.
– ¿Y eso qué diablos tiene que ver?
– Eres uno de los hombres más buenos y amables que conozco. Te encantan los niños. Eres hetero. ¿Por qué no te has casado todavía?
Myron se contuvo. Claire estaba en shock, se dijo. Su hija había desaparecido. Se estaba desahogando.
– Porque llevas la destrucción contigo, Myron. Siempre que estás tú, alguien acaba mal. Creo que por eso no te has casado.
– ¿Crees… que… que estoy maldito?
– No, nada de eso. Pero mi hijita ha desaparecido. -Ahora sus palabras eran lentas y sopesaba cada una-. Fuiste el último que la viste. Prometiste protegerla.
Él se quedó quieto.
– Podrías habérmelo dicho -dijo Claire.
– Le prometí…
– No -dijo ella, levantando una mano-. Eso no es una excusa. Aimee no lo habría sabido nunca. Podrías haberme dicho confidencialmente: «Mira, le he dicho a Aimee que me llamara si tenía algún problema». Yo lo habría comprendido. Me habría gustado, porque entonces habría sido como si yo estuviera protegiéndola, como en la escalera. La habría podido proteger tal como lo hacen los padres. Un padre, Myron, no un amigo de la familia.
Él quería defenderse, pero no encontraba argumentos.
– Pero no lo hiciste -siguió ella, atacándole con cada palabra-. Y le prometiste no decírselo a sus padres. Después la acompañaste a no sé dónde y la dejaste allí, pero no te quedaste vigilando como habría hecho yo. ¿Lo entiendes? No cuidaste de mi hija. Y ha desaparecido.