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Él no dijo nada.

– ¿Qué vas a hacer al respecto? -preguntó ella.

– ¿Qué?

– Te he preguntado qué ibas a hacer al respecto.

Él abrió la boca, la cerró, y volvió a intentarlo.

– No lo sé.

– Sí lo sabes. -De repente los ojos de Claire estaban nítidos y centrados-. La policía tiene dos alternativas, pero ya lo estoy viendo, van a dejarlo. Aimee sacó dinero de un cajero antes de llamarte, así que la etiquetarán de fugitiva o pensarán que estás involucrado. O ambas cosas. Quizá la ayudaras a fugarse. Eres su novio. De todos modos, tiene dieciocho años. No van a buscarla con mucho ahínco. No la encontrarán. Tendrán otras prioridades.

– ¿Qué quieres que haga?

– Encuéntrala.

– Yo no salvo a la gente. Tú misma lo has dicho.

– Pues será mejor que empieces a hacerlo. Mi hija ha desaparecido por tu culpa. Te considero responsable.

Myron meneó la cabeza. Pero ella no se dejó conmover.

– Se lo hiciste prometer. En esta misma casa. Se lo hiciste prometer. Ahora haz tú lo mismo, maldita sea. Prométeme que encontrarás a mi hija. Prométeme que la traerás a casa.

Y un momento después -el último «y si» realmente- Myron lo prometió.

19

Ali Wilder por fin había dejado de pensar en la inminente visita de Myron el rato suficiente para llamar a su editor, un hombre al que se refería generosamente como Calígula.

– Este párrafo no lo entiendo, Ali.

Ella reprimió un suspiro.

– ¿Qué le pasa, Craig?

Craig era el nombre que el editor utilizaba para presentarse, pero Ali estaba segura de que en realidad se llamaba Calígula.

Antes del once de septiembre, Ali tenía un buen trabajo en una revista importante de la ciudad. Tras la muerte de Kevin, no vio la forma de poder mantenerlo. Erin y Jack la necesitaban en casa. Pidió una excedencia y después se convirtió en periodista free lance, y escribía sobre todo para revistas. Al principio todo el mundo le ofrecía trabajos. Ella los rechazaba por lo que ahora veía como un absurdo orgullo. Detestaba que le hicieran encargos «por compasión». Se sentía por encima de ello. Ahora se arrepentía.

Calígula se aclaró la garganta, haciendo un sonoro ruido, y leyó el párrafo en voz alta:

– «La ciudad más cercana es Paradero. Imagínense Paradero, que rima con vertedero, como lo que quedaría en la carretera si un águila ratonera se comiera Las Vegas y escupiera las partes malas. Cursilería como forma de arte. Un burdel se hace parecer una hamburguesería de la cadena White Castle, lo que ya es como un mal juego de palabras. Rótulos gigantes con vaqueros compiten con rótulos de tiendas de petardos, casinos, parques de caravanas y ternera en salsa. El único queso disponible son los quesitos.»

Tras una pausa significativa, Calígula dijo:

– Empecemos por la última línea.

– Ajá.

– ¿Dices que el único queso que se encuentra en la ciudad son los quesitos?

– Sí -dijo Ali.

– ¿Estás segura?

– ¿Disculpa?

– ¿Has ido al supermercado?

– No. -Ali empezó a morderse una uña-. No es una afirmación de un hecho. Sólo pretendo dar una idea de la ciudad.

– ¿Escribiendo falsedades?

Ali sabía dónde acabaría aquello. Esperó. Calígula no la decepcionó.

– ¿Cómo sabes, Ali, que no tienen otra clase de queso en la ciudad? ¿Has mirado todos los estantes del supermercado? Y aunque lo hubieras hecho, ¿has considerado que alguien puede comprar en una ciudad cercana y llevarse otro queso a Paradero? ¿O que pueden pedirlo por correo? ¿Entiendes lo que te digo?

Ali cerró los ojos.

– Publicamos eso de que los quesitos son el único queso disponible en la ciudad, y de repente recibo una llamada del alcalde y me dice «Eh, eso no es cierto. Tenemos toda clase de variedades. Tenemos Gouda y suizo y Cheddar y Provolone…»

– Lo he entendido, Craig.

– Y Roquefort y azul y mozzarella…

– Craig…

– …y vaya, ¿qué me dices de queso en crema?

– ¿Crema?

– Queso en crema, por el amor de Dios. Es una clase de queso, ¿no? Queso en crema. Incluso un pueblo de palurdos tendrá queso en crema. ¿Te enteras?

– Sí, ajá. -Más mordisqueo de uña-. Ya.

– Así que esa línea se tacha. -Oyó cómo la tachaba con el bolígrafo-. Ahora hablemos de la línea anterior, la de los parques de caravanas y la ternera en salsa.

Calígula era bajito. Ali detestaba a los editores bajos. Solía bromear de ello con Kevin. Kevin era su primer lector. Su trabajo era decirle que todo lo que escribía era una maravilla. Ali, como casi todos los escritores, era insegura. Necesitaba oír sus elogios. Cualquier crítica mientras escribía la dejaba paralizada. Kevin lo comprendía. Así que Kevin mostraba entusiasmo. Y cuando ella batallaba con sus editores, especialmente los cortos de miras y estatura como Calígula, Kevin siempre se ponía de su lado.

Se preguntó si a Myron le gustaría lo que escribía.

Él le había pedido que le enseñara algún artículo, pero ella lo había ido aplazando. Él había salido con Jessica Culver, una de las novelistas más famosas del país, motivo de críticas de la primera página del New York Times Book Review. Sus libros salían en todas las listas de los premios literarios más importantes. Y por si eso no fuera suficiente, como si Jessica Culver no estuviera totalmente por encima de Ali Wilder profesionalmente, era una mujer absurdamente hermosa.

¿Cómo podía Ali hacerle frente a eso?

Sonó el timbre. Miró el reloj. Demasiado pronto para que fuera Myron.

– Craig, ¿puedo llamarte más tarde?

Calígula suspiró.

– Bien, de acuerdo. Mientras, corregiré esto un poco.

Ali pestañeó al oírlo. Recordó un viejo chiste: Estás en una isla desierta con un editor. Te mueres de hambre. Sólo te queda un vaso de zumo de naranja. Pasan los días. Estás a punto de morir. Vas a beberte el zumo cuando el editor te arranca el vaso de la mano y se mea dentro. Tú le miras, estupefacto. «Toma -dice el editor devolviéndote el vaso-. Necesitaba un arreglillo.»

Volvió a sonar el timbre. Erin bajó la escalera corriendo y gritó:

– Ya abro yo.

Ali colgó. Erin abrió la puerta. Ali vio que se ponía rígida. Bajó corriendo la escalera.

Había dos hombres en la puerta. Mostraban sendas placas de policía.

– ¿Qué puedo hacer por ustedes? -dijo Ali.

– ¿Son ustedes Ali y Erin Wilder?

A Ali le fallaron las piernas. No, esto no era un flash-back de cómo se había enterado de la muerte de Kevin. Pero había algo de déjà vu. Se volvió a mirar a su hija. Erin estaba blanca.

– Soy Lance Banner, detective de policía de Livingston. Él es John Greenhall, detective de Kasselton.

– ¿Qué sucede?

– Querríamos hacerles unas preguntas, si no les importa.

– ¿Sobre qué?

– ¿Podemos pasar?

– Primero quiero saber a qué han venido.

– Queríamos hacerles unas preguntas sobre Myron Bolitar -dijo Banner.

Ali asintió, intentando adivinar de qué iba aquello. Se volvió hacia su hija.

– Erin, sube un momento y déjame hablar con estos policías, ¿de acuerdo?

– Disculpe, señora.

Era Banner.

– ¿Sí?

– Las preguntas que queremos hacer -dijo, cruzando la puerta e indicando a Erin con la cabeza- también son para su hija.

Myron estaba en el dormitorio de Aimee.

La casa de los Biel quedaba a poca distancia a pie de la suya. Claire y Erik habían vuelto en coche antes que él. Myron habló con Win unos minutos y le pidió que averiguara lo que tenía la policía sobre Katie Rochester y Aimee. Después les siguió caminando.