– ¿Has averiguado algo?
– La verdad es que no, pero ¿te importa que te cambie el coche?
– Por supuesto que no. Iba a llamarte de todos modos. Rochester acaba de marcharse.
– ¿Y?
– Hemos hablado un rato, intentando descubrir alguna relación entre Aimee y Katie. Pero ha surgido otra cosa. Algo que debería hablar contigo.
– En un par de minutos estaré en tu casa.
– Te esperaré fuera.
En cuanto Myron bajó del coche, Claire le lanzó las llaves del otro.
– Creo que Katie Rochester huyó de casa.
– ¿Por qué lo dices?
– ¿Has conocido a su padre?
– Sí.
– Eso lo dice todo, ¿no?
– Tal vez.
– Pero, más que nada, ¿has conocido a la madre?
– No.
– Se llama Joan. Tiene un gesto… como si esperara que le dieran un bofetón.
– ¿Habéis descubierto alguna relación entre las chicas?
– A las dos les gustaba pasar el rato en el centro comercial.
– ¿Eso es todo?
Claire se encogió de hombros. Estaba horrible. La piel le tiraba todavía más. Parecía que hubiera perdido cinco kilos en un día. Su cuerpo se balanceaba al caminar, como si una fuerte ráfaga fuera a derribarla.
– Almorzaban a la misma hora. Fueron a una clase juntas en los últimos cuatro años, la de pe con el señor Valentine. Nada más.
Myron meneó la cabeza.
– Has dicho que había surgido algo.
– La madre. Joan Rochester.
– ¿Qué le pasa?
– Puede pasar desapercibido porque, como he dicho, se encoge y parece asustada todo el rato.
– ¿Qué pasa desapercibido?
– Le tiene miedo al marido.
– ¿Y qué? A mí también me da miedo.
– Sí, vale, pero hay otra cosa. Le tiene miedo, sí, pero no está asustada por su hija. No tengo pruebas, pero ésa es la sensación que he tenido. Mira, ¿recuerdas cuando mi madre tuvo el cáncer?
En el último año de instituto. La pobre mujer había muerto al cabo de seis meses.
– Por supuesto.
– Conocía a gente que pasaba por lo mismo, un grupo de apoyo de familiares. Un día hicimos un picnic, adonde podías llevar amigos. Pero era raro, sabías exactamente quién estaba pasando por aquel tormento y quien era sólo amigo. Conocías a un compañero de sufrimientos y lo sabías. Era una vibración.
– ¿Y Joan Rochester no capta esa vibración?
– Tiene otras, pero no la de «mi hija ha desaparecido». He intentado verla a solas. Le he pedido que me ayudara con el café. Pero no he averiguado nada. Te juro que pasa algo. Está asustada, pero no como yo.
Myron se lo pensó. Había un millón de explicaciones, sobre todo la más obvia -las personas reaccionan de forma diferente al estrés-, pero confiaba en la intuición de Claire. La cuestión era: ¿qué significaba? ¿Y qué podía hacer al respecto?
– Deja que lo piense -dijo por fin.
– ¿Has hablado con el señor Davis?
– Todavía no.
– ¿Y con Randy?
– Estoy en ello. Por eso necesito tu coche. La policía me ha echado del campus del instituto esta mañana.
– ¿Por qué?
No quería hablarle del padre de Randy, de modo que dijo:
– Todavía no estoy seguro. Mira, deja que me ponga en marcha, ¿vale?
Claire asintió y cerró los ojos.
– Estará bien -dijo Myron, acercándose a ella.
– Por favor. -Claire levantó una mano-. No pierdas el tiempo consolándome, ¿de acuerdo?
Myron asintió y subió al todo terreno. Meditó sobre su siguiente destino. Tal vez volver al instituto y hablar con el director, y que llamara a Randy o a Harry Davis a su despacho. Pero después, ¿qué?
Sonó el móvil. De nuevo el identificador de llamadas no le dio información. La tecnología de identificación de llamadas era inútil. Las personas que deseabas evitar se limitaban a anular el servicio.
– ¿Diga?
– Hola, guapo, he recibido tu mensaje.
Era Gail Berruti, su contacto de la compañía telefónica. Había olvidado por completo las llamadas que le llamaban «cabrón». Ahora parecían inofensivas, sólo una broma de niños, aunque quizá, sólo quizá, guardara una relación. Según Claire, Myron llevaba destrucción. Tal vez alguien relacionado con su pasado hubiera decidido vengarse y había involucrado a Aimee en ello.
Era la peor de las especulaciones.
– Hacía siglos que no sabía nada de ti -dijo Berruti.
– Sí, he estado ocupado.
– O desocupado, diría yo. ¿Cómo estás?
– Estoy bien. ¿Has podido rastrear los números?
– No es un rastreo, Myron. Me decías eso en tu mensaje. «Rastrea el número.» No es un rastreo. Sólo he tenido que buscarlo.
– Como tú quieras.
– No «como tú quieras». Ya lo sabes. Es como en la tele. ¿Has visto alguna vez rastrear un número en la tele? Siempre dicen que mantengas al otro al teléfono para poder rastrear la llamada. Eso es una estupidez. Se localiza enseguida. De inmediato. No se tarda nada. ¿Por qué hacen eso?
– Para mantener el suspense -dijo Myron.
– Es una imbecilidad. En la tele lo hacen todo al revés. El otro día estaba viendo una serie de polis y tardaban cinco minutos en hacer una prueba de ADN. Mi marido trabaja en el laboratorio forense de John Jay. Tienen suerte si consiguen una confirmación de ADN en un mes. En cambio lo del teléfono, que se puede hacer en minutos mirando un ordenador, para eso tardan años. Y los malos siempre cuelgan justo antes de que los localicen. ¿Has visto alguna vez que funcione el rastreo? Nunca. Me pone enferma.
Myron intentó que Berruti volviera al tema.
– ¿Me has buscado el número?
– Lo tengo aquí. Pero es curioso: ¿para qué lo necesitas?
– ¿Desde cuando te preocupa eso?
– Tienes razón. Vale, vamos al grano. Primero, quienquiera que fuera quería permanecer anónimo. La llamada se hizo desde una cabina.
– ¿Dónde?
– La situación es cerca del 110 de Linvingston Avenue, en Livingston, Nueva Jersey.
El centro de la ciudad, pensó Myron. Cerca de su Starbucks y su tintorería. Myron no sabía qué pensar. ¿Un punto muerto? Tal vez. Pero se le ocurrió una idea.
– Necesito que me hagas dos favores más, Gail -dijo Myron.
– Un favor significa gratis.
– Semántica -dijo Myron-. Sabes que siempre te compenso.
– Sí, lo sé. ¿Qué necesitas?
Harry Davis daba una clase sobre A Separate Peace de John Knowles. Intentaba concentrarse, pero las palabras le salían como si las leyera de un apuntador en una lengua que no comprendiera del todo. Los alumnos tomaban notas. Se preguntó si verían que no estaba del todo allí, que sólo cubría el expediente. Sospechaba que no se enteraban, eso era lo más triste.
¿Por qué querría hablar con él Myron Bolitar?
No le conocía personalmente, pero no te paseabas por los pasillos del instituto durante más de dos décadas sin saber quién era. Toda una leyenda. Ostentaba todos los récords de baloncesto de la escuela.
¿Por qué quería hablar con él?
Randy Wolf sabía quién era. Su padre le había advertido que no hablara con él. ¿Por qué?
– Señor D. Eh, señor D.
La voz atravesó la niebla de su cabeza.
– Sí, Sam.
– ¿Puedo ir al baño?
– Ve.
Harry Davis se detuvo entonces. Dejó la tiza y miró las caras de los alumnos. No, no sonreían. La mayoría miraba la libreta de apuntes. Vladimir Khomenko, un alumno de intercambio, apoyaba la cabeza en la mesa, probablemente durmiendo. Otros miraban por la ventana. Algunos estaban tan caídos en las sillas, con las columnas como de gelatina, que a Davis le sorprendía que no resbalaran al suelo.
Pero les quería. A unos más que a otros. Aunque todos le importaban. Eran toda su vida. Y por primera vez, después de tantos años, Harry Davis empezaba a sentir que se le escapaba aquello de las manos.