Myron quería protestar, pero la verdad se lo impidió. Él había escrito la carta de recomendación. Incluso había llamado a su amigo de admisiones. La gente lo hace continuamente. No significaba que tuvieran que negarle la admisión a Roger Chang. Pero la aritmética era simple: si uno consigue un puesto, el otro no.
La voz de Maxine era suplicante.
– Roger estaba muy enfadado.
– Eso no es una excusa.
– No, no lo es. Hablaré con él. Se disculpará, se lo prometo.
Pero a Myron se le ocurrió otra cosa.
– ¿Estaba enfadado sólo conmigo?
– No comprendo.
– ¿Se enfadó también con Aimee?
Maxine Chang frunció el ceño.
– ¿Por qué lo pregunta?
– Porque la siguiente llamada desde ese teléfono fue al móvil de Aimee Biel. ¿Estaba enfadado Roger con ella? ¿Resentido tal vez?
– No, Roger no. Él no es así.
– Claro, sólo me llamó y me amenazó.
– No significa nada. Sólo se desahogaba.
– Necesito hablar con Roger.
– ¿Qué? No, se lo prohíbo.
– Bien, iré a la policía. Les diré que me ha llamado amenazándome.
Ella se asustó.
– No lo hará.
Lo haría. Tal vez debería hacerlo. Pero todavía no.
– Quiero hablar con él.
– Vendrá después de clase.
– Entonces volveré a las tres. Si no está aquí, iré a la policía.
32
La doctora Edna Skylar recibió a Myron en el vestíbulo del St. Barnabas Medical Center. Llevaba el atavío propio: bata blanca, la chapa con su nombre y el logo del hospital, un estetoscopio colgado del cuello y un sujetapapeles en la mano. También tenía el imponente porte de los médicos, con esa envidiable postura y la ligera sonrisa, además del apretón de manos firme pero no demasiado.
Myron se presentó. Ella le miró a los ojos y dijo:
– Hábleme de la chica desaparecida.
Su voz no dejaba lugar a discusiones. Myron necesitaba que confiara en él, de modo que le contó la historia sin mencionar el nombre de Aimee. Permanecieron en el vestíbulo. Pacientes y visitantes pasaban a su lado, algunos muy cerca.
– Podríamos hablar en un sitio más privado -dijo Myron.
Edna Syklar sonrió, pero sin entusiasmo.
– Estas personas tienen preocupaciones mucho más importantes para ellos que nosotros.
Myron asintió. Vio a un anciano en una silla de ruedas con una máscara de oxígeno, vio a una mujer pálida con una peluca mal puesta que firmaba su ingreso con una expresión al mismo tiempo resignada y desconcertada, como si se preguntara si algún día saldría de allí o si aquello valía la pena.
Edna Skylar le observó.
– Aquí hay mucha muerte -dijo.
– ¿Cómo se arregla? -preguntó Myron.
– ¿Quiere la respuesta estándar, que se consigue despegar lo personal de lo profesional?
– La verdad es que no.
– La verdad es que no lo sé. Mi trabajo es interesante. Nunca me cansa. Veo mucha muerte. Eso tampoco cansa nunca. No me ha ayudado a aceptar mi propia mortalidad ni nada de eso, más bien lo contrario. La muerte es una afrenta constante. La vida es más valiosa de lo que pensamos. Eso es lo que he visto, el valor real de la vida, no las habituales quejas que se oyen. La muerte es el enemigo. No la acepto. La combato.
– ¿Y eso no es agotador?
– Por supuesto. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Galletas? ¿Trabajar en Wall Street? -Miró a su alrededor-. Venga, tiene razón, este ambiente nos distrae. Acompáñeme, pero tengo un día apretado, o sea que siga hablando.
Myron le contó el resto de la historia de la desaparición de Aimee. Lo hizo lo más corto posible, sin mencionar su nombre, pero recalcó recalcar el hecho de que las dos chicas hubieran usado el mismo cajero. Ella le hizo algunas preguntas, básicamente pequeñas aclaraciones. Llegaron a su despacho y se sentaron.
– Parece como si hubiera huido -dijo Edna Skylar.
– Soy consciente de ello.
– Alguien le filtró mi nombre, si no me equivoco.
– Más o menos.
– Así que tiene cierta idea de lo que vi.
– Sólo lo básico. Su explicación convenció a los investigadores de que Katie era una fugitiva. Me pregunto si vio algo que le hiciera pensar otra cosa.
– No. Y lo he repasado mentalmente cientos de veces.
– Es consciente de que las víctimas de secuestro suelen identificarse con sus secuestradores -dijo Myron.
– Lo sé. El síndrome de Estocolmo y todos sus extraños efectos. Pero no parecía el caso. Katie no parecía especialmente agotada. El lenguaje corporal era normal. Sus ojos no transmitían pánico ni ninguna clase de apasionamiento provocado por un culto. Sus ojos eran claros, de hecho. No vi señales de drogas, aunque es evidente que fue todo muy breve.
– ¿Dónde la vio exactamente por primera vez?
– En la Octava Avenida cerca de la Calle 21.
– ¿Y se dirigía al metro?
– Sí.
– En esa estación pasan dos líneas.
– Ella iba a coger la C.
La línea C cruza básicamente Manhattan de norte a sur. Eso no ayudaba mucho.
– Hábleme del hombre que iba con ella.
– De treinta a treinta y cinco años. Altura mediana. Guapo. Cabellos largos y oscuros. Barba de dos días.
– ¿Cicatrices, tatuajes, algo así?
Edna Skylar negó con la cabeza y le contó la historia, que iba por la calle con su marido, que Katie estaba distinta, mayor, más sofisticada, con un peinado diferente, que no estaba segura de que fuera Katie hasta que pronunció las palabras definitivas: «No le diga a nadie que me ha visto».
– ¿Y dice que parecía asustada?
– Sí.
– ¿Pero no del hombre que estaba con ella?
– Exactamente. ¿Puedo hacerle una pregunta?
– Claro.
– Sé algunas cosas de usted -dijo-. No, no soy seguidora del baloncesto, pero Google hace maravillas. Lo utilizo mucho. Con los pacientes también. Si veo a alguien nuevo, echo una mirada en la red.
– Bien.
– Mi pregunta es: ¿por qué intenta encontrar a la chica?
– Soy amigo de la familia.
– Pero ¿por qué usted?
– Es difícil de explicar.
Edna Skylar se lo pensó un segundo, como si no estuviera segura de poder aceptar una respuesta tan vaga.
– ¿Cómo se lo han tomado los padres?
– No muy bien.
– Probablemente su hija esté a salvo. Como Katie.
– Podría ser.
– Debería decirles eso. Ofrecerles un poco de consuelo. Que sepan que estará bien.
– No creo que sirva para nada.
Ella apartó la mirada y mudó su expresión.
– Doctora Skylar.
– Uno de mis hijos huyó -dijo Edna Skylar-. Tenía diecisiete años. ¿Es cosa de la naturaleza frente a la educación? Bueno, yo he sido muy mala madre. Lo sé. Pero mi hijo fue un problema desde el primer día. Se metía en peleas. Robaba en las tiendas. Le arrestaron a los dieciséis por robar un coche. Estaba metido en drogas, aunque yo no me enteré de nada en su momento. En esa época todavía no se hablaba de trastornos de atención, ni se hacía tomar Ritalin a los niños ni nada. De haber sido posible, creo que lo habría hecho. En cambio reaccioné apartándome y esperando que madurara algún día. No me involucré en su vida. No le orienté.
Lo dijo con naturalidad.
– En fin, cuando se escapó, no hice nada. Casi lo esperaba. Pasó una semana. Dos semanas. No llamó. No sabía donde estaba. Los hijos son una bendición, pero también parten el corazón de forma inimaginable.
Edna Skylar calló.
– ¿Qué fue de él? -preguntó Myron.
– Nada excesivamente terrible. Finalmente llamó. Estaba en la Costa Oeste intentando convertirse en una gran estrella. Necesitaba dinero. Se quedó allí dos años. Fracasó en todo lo que intentó. Entonces volvió. Sigue siendo un desastre. Intento amarle, preocuparme por él, pero… -Se encogió de hombros-. La medicina es algo natural para mí. La maternidad no.
Edna Skylar miró a Myron. Él vio que no había terminado y esperó.