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– Señor D.

– Déjeme en paz.

– Usted y yo tenemos que hablar.

Van Dyne salió del coche. Davis siguió caminando.

– Sabe lo que sucederá si habla con Bolitar, ¿no?

– No he hablado -dijo Davis, con los dientes apretados.

– ¿Lo hará?

– Suba a su coche, Drew. Déjeme en paz de una vez.

Drew Van Dyne meneó la cabeza.

– Recuérdelo, señor D. Tiene mucho que perder.

– Como usted no cesa de recordarme.

– Más que ninguno de nosotros.

– No. -Davis había llegado a su coche. Subió y antes de cerrar la puerta, dijo-: Aimee es quien más tiene que perder, ¿no cree?

Aquello hizo callar a Van Dyne. Ladeó la cabeza.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Piénselo -dijo Davis.

Cerró la puerta y se fue. Drew Van Dyne respiró hondo y volvió a su coche. Aimee era quien más tenía que perder… Le hizo pensar. Arrancó el coche e iba a marcharse cuando vio que la puerta de la escuela se abría de nuevo.

La madre de Aimee salió por la misma puerta por donde el adorado educador Harry Davis había salido como una tromba hacía unos minutos. Y detrás de ella, Myron Bolitar.

La voz del teléfono, la que le había avisado antes. «No hagas estupideces. Está todo controlado.»

A él no se lo parecía en absoluto.

Drew Van Dyne buscó la radio del coche como si estuviera bajo el agua y necesitara oxígeno. El CD se puso en marcha con lo último de Coldplay. Se alejó, dejando que la agradable voz de Chris Martin lo arrullara.

El pánico no le abandonaba.

En estos casos era cuando normalmente tomaba decisiones equivocadas. Siempre metía la pata. Lo sabía. Debía retroceder y reflexionar. Pero así vivía él su vida. Era como un accidente de coche a cámara lenta. Ves lo que te espera. Va a ocurrir una catástrofe y no puedes parar ni esquivarla. Estás indefenso.

Al final, Drew Van Dyne hizo la llamada.

– Diga.

– Puede que tengamos problemas -dijo.

Al otro lado de la línea, Drew Van Dyne oyó suspirar al otro.

– Dime -dijo Big Jake.

Myron dejó a Claire en casa antes de ir al Livingston Mall. Esperaba encontrar a Drew Van Dyne en Planet Music. No tuvo suerte. Esta vez el chico del poncho no quiso hablar, pero Sally Ann dijo que había visto llegar a Drew Van Dyne, que había hablado un momento con el del poncho y después se había vuelto a marchar. Myron tenía el teléfono de la casa de Van Dyne. Llamó pero no respondió nadie.

Llamó a Win.

– Necesitamos encontrarle.

– Estamos dispersando demasiados esfuerzos.

– ¿A quién podemos poner a vigilar la casa de Van Dyne?

– ¿Qué te parece Zorra? -preguntó Win.

Zorra era un ex agente del Mossad, un asesino de los israelíes y un travestido que llevaba zapatos de tacón de aguja, literalmente. Muchos travestidos son encantadores. Zorra no era uno de ellos.

– No sé si pasaría inadvertido en los suburbios.

– Zorra sí.

– Vale, lo que tú creas.

– ¿Adónde vas?

– A Chang's Dry Cleaning. Necesito hablar con Roger.

– Llamaré a Zorra.

Había mucho trajín en Chang's. Maxine vio entrar a Myron y le hizo un gesto con la cabeza para que se acercara. Myron se saltó la cola y la siguió a la trastienda. El olor de productos químicos y tela era sofocante. Era como si las partículas de polvo se te pegaran a los pulmones. Se sintió aliviado cuando ella abrió la puerta trasera.

Roger estaba sentado en una caja en el callejón. Tenía la cabeza baja. Maxine se cruzó de brazos y dijo:

– Roger, ¿tienes algo que decir al señor Bolitar?

Roger era una chico flacucho. Sus brazos eran como cañas sin ninguna definición. No levantó la cabeza.

– Siento haber hecho esas llamadas -dijo.

Era como un niño que hubiera roto la ventana de un vecino con una pelota perdida y su madre le hubiera arrastrado al otro lado de la calle a pedir disculpas. Myron no quería eso. Se volvió hacia Maxine.

– Quiero hablar con él a solas.

– No puedo permitirlo.

– Pues iré a la policía.

Primero Joan Rochester, ahora Maxine Chang: Myron se estaba especializando en amenazar a madres aterrorizadas. A lo mejor empezaría a abofetearlas y a sentirse un gran hombre.

Pero Myron no pestañeó. Maxine Chang sí.

– Esperaré dentro.

– Gracias.

El callejón apestaba, como todos, a basura antigua y orina seca. Myron esperó a que Roger le mirara. Pero no lo hizo.

– No sólo me llamaste a mí -dijo Myron-. También llamaste a Aimee Biel, ¿no?

Él asintió sin levantar la cabeza.

– ¿Por qué?

– Le devolvía una llamada.

Myron puso cara de escepticismo. Dado que el chico seguía con la cabeza baja, el esfuerzo cayó en saco roto.

– Mírame, Roger.

Él levantó la cabeza lentamente.

– ¿Debo entender que Aimee Biel te llamó primero?

– La vi en la escuela. Me dijo que teníamos que hablar.

– ¿Sobre qué?

Él se encogió de hombros.

– Sólo dijo que teníamos que hablar.

– ¿Y por qué no lo hicisteis?

– ¿Por qué no hicimos qué?

– Hablar. Allí y entonces.

– Estábamos en el pasillo. Había mucha gente. Ella quería hablar en privado.

– Ya. ¿Y la llamaste?

– Sí.

– ¿Y qué te dijo?

– Fue raro. Quería saber mis notas y mis actividades extracurriculares. Era como si quisiera confirmarlas. Todos nos conocemos más o menos. Y todos hablan. De modo que ya lo sabía casi todo.

– ¿Sólo eso?

– Sólo hablamos un par de minutos. Tenía que irse. Pero me dijo que lo sentía.

– ¿Qué?

– Que no pudiera ir a Duke. -Volvió a bajar la cabeza.

– Tienes mucha rabia acumulada, Roger.

– Usted no lo entiende.

– Explícamelo.

– Olvídelo.

– Ya me gustaría, pero me llamaste tú.

Roger Chang miró el callejón como si no lo hubiera visto nunca. Le tembló la nariz y su cara se contorsionó molesta. Finalmente miró a Myron.

– Siempre soy el pringado asiático, ¿entiende? Nací en este país. No soy un inmigrante. Cuando hablo, la gente espera que lo haga como en una vieja película de Charlie Chan. Y en esta ciudad, si no tienes dinero o eres bueno en algún deporte… Veo cómo se sacrifica mi madre, cómo trabaja. Y pienso que si consigo aguantar, si trabajo mucho en la escuela sin preocuparme por las cosas que me pierdo, sólo estudiar, sacrificarme, todo irá bien y me marcharé de aquí. No sé por qué me he obsesionado con Duke pero es así. Era mi único objetivo. Cuando llegara allí, podría relajarme un poco. Saldría de esta tienda…

Se le quebró la voz.

– Ojalá hubieras hablado conmigo -dijo Myron.

– No me gusta pedir ayuda.

Myron quería decir que tenía que hacer algo más que eso, tal vez una terapia para controlar su ira, pero él no estaba en el lugar del muchacho. Tampoco tenía tiempo.

– ¿Va a denunciarme? -preguntó Roger.

– No. -Después-: Podrías estar en la lista de espera.

– Ya la han anulado.

– Oh -dijo Myron-. Mira, sé que ahora parece cuestión de vida o muerte, pero la universidad adonde vayas no es lo más importante. Estoy seguro de que te gustará Rutgers.

– Sí, claro.

No parecía convencido. Por una parte Myron estaba enfadado, pero por otra -cada vez más- recordaba la acusación de Maxine. Había una posibilidad bastante grande de que ayudando a Aimee, Myron hubiera destruido el sueño de ese chico. No podía olvidarse de eso, ¿no?

– Si dentro de un año quieres cambiar -dijo Myron-, te escribiré una carta.

Esperó a que Roger reaccionara. No lo hizo. Así que le dejó solo con el hedor del callejón tras la tintorería de su madre.

39

Myron iba a encontrarse con Joan Rochester -ella no quería estar en casa cuando llamara su hija por miedo a que su marido estuviera cerca- cuando sonó su móvil. Miró el identificador de llamadas y su corazón se paró un segundo cuando vio el nombre: ali wilder.