Выбрать главу

– Hola -dijo.

– Hola.

Silencio.

– Siento lo de antes -dijo Ali.

– No te disculpes.

– No, me he portado como una histérica. Sé lo que pretendías con las chicas.

– No quería involucrar a Erin.

– No pasa nada. No sé si debería preocuparme, pero sólo tengo ganas de verte.

– Yo también.

– ¿Vienes?

– Ahora no puedo.

– Ah.

– Y creo que estaré trabajando hasta tarde.

– Myron…

– Sí.

– No me importa que sea muy tarde.

Él sonrió.

– Ven a la hora que sea -dijo Ali-. Te esperaré. Y si me duermo, tira piedrecitas a mi ventana y despiértame. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Cuídate.

– Ali…

– ¿Sí?

– Te quiero.

Primero cogió aire suavemente y después, con una voz un poco cantarina:

– Yo también te quiero, Myron.

Y de repente fue como si Jessica fuera una espiral de humo.

La oficina de Dominick Rochester era una cochera de autobuses escolares.

Fuera de su ventana se veía una plétora de amarillo. Ese lugar era su tapadera. Los autobuses escolares obraban maravillas. Si llevas críos en los asientos, puedes cargar prácticamente lo que sea en el maletero. Los policías paran y registran un camión. Nunca paran un autobús escolar.

Sonó el teléfono. Rochester contestó y dijo:

– Diga.

– ¿Quería que vigilara su casa?

Eso quería. Joan bebía cada día más. Puede que fuera desde la desaparición de Katie, pero Dominick ya no estaba seguro. Por eso había puesto a un hombre a vigilarla. Por si acaso.

– Sí. ¿Qué?

– Antes ha ido un hombre a hablar con su esposa.

– ¿Antes?

– Sí.

– ¿Cuánto antes?

– Un par de horas más o menos.

– ¿Por qué no me has llamado?

– No me pareció importante. Lo apunté, pero pensé que sólo quería que le llamara si era importante.

– ¿Cómo era él?

– Se llama Myron Bolitar. Le reconocí. Era jugador de baloncesto.

Dominick se acercó más el teléfono, apretándolo contra la oreja como si quisiera viajar con él.

– ¿Cuánto rato ha estado dentro?

– Quince minutos.

– ¿Ellos dos solos?

– Sí. Oh, no se preocupe, señor Rochester. Les he vigilado. Se han quedado abajo, si estaba pensando en eso. No hubo.… -Se calló, sin saber cómo decirlo.

Dominick casi se rió. Ese tonto creía que hacía vigilar a su esposa por si le engañaba. Vaya, eso tenía gracia. Pero se preguntó: ¿A qué había ido Bolitar y por qué se había quedado tanto rato?

¿Y qué le habría dicho Joan?

– ¿Algo más?

– Bueno, de eso se trata, señor Rochester.

– ¿De qué se trata?

– Hay algo más. Bueno, apunté lo de la visita de Bolitar, pero como podía verle no me preocupé mucho.

– ¿Y ahora?

– Bueno, estoy siguiendo a la señora Rochester. Ha ido a un parque. A Riker Hill. ¿Lo conoce?

– Mis hijos iban allí a la escuela elemental.

– Bien, vale. Está sentada en un banco. Pero no está sola. Está sentada con el mismo tipo. Con Myron Bolitar.

Silencio.

– ¿Señor Rochester?

– Pon un hombre a seguir a Bolitar también. Quiero que le sigan. Quiero que les sigan a los dos.

Durante la Guerra Fría, el Riker Hill Art Park, situado en el mismo centro de los suburbios, había sido una base de control militar para misiles de defensa aérea. El ejército lo llamaba Nike Battery Missile Site NY-80. Ni más ni menos. Desde 1954 hasta el final del sistema de defensa aérea Nike en 1974, el lugar había estado operativo para misiles Hercules y Ajax. Muchos de los edificios y barracones originales del ejército de Estados Unidos sirven ahora de estudios donde la pintura, la escultura y la artesanía florecen en una sede municipal.

Hacía años, a Myron le parecía conmovedor y curiosamente consolador que una reliquia de guerra albergara a artistas pero ahora el mundo era diferente. En los ochenta y los noventa, todo era amable y pintoresco. Ahora aquel «progreso» parecía un simbolismo falso.

Cerca de la antigua torre del radar militar, Myron estaba en un banco con Joan Rochester. No habían hecho más que saludarse con la cabeza. Esperaban. Joan Rochester acunaba su móvil como si fuera un animal herido. Myron miró el reloj. En cualquier momento, Katie Rochester llamaría a su madre.

Joan Rochester apartó la mirada.

– Se pregunta por qué sigo con él.

La verdad era que no. Primero, por horrible que fuera aquella situación, todavía se sentía un poco atolondrado por la llamada de Ali. Sabía que era egoísta, pero era la primera vez en siete años que decía a una mujer que la quería. Intentaba apartar eso de su cabeza y concentrarse en la tarea que tenía entre manos, pero no podía evitar sentir cierto vértigo con la respuesta de ella.

Segundo, y tal vez más relevante, ya hacía tiempo que Myron no intentaba comprender las relaciones. Había leído acerca del síndrome de la mujer maltratada y tal vez eso era lo que sucedía en este caso y fuera un grito de ayuda. Pero, por algún motivo, en este caso concreto, no le importaba lo suficiente para responder.

– Hace mucho tiempo que estoy con Dom. Mucho.

Joan Rochester se calló. Tras unos segundos, abrió la boca para seguir hablando, pero el teléfono que tenía en la mano vibró. Lo miró como si se hubiera materializado inesperadamente. Vibró de nuevo y después sonó.

– Conteste -dijo Myron.

Joan Rochester asintió y apretó la tecla verde. Se llevó el teléfono al oído y dijo:

– Diga.

Myron se inclinó acercándose a ella. Oía la voz al otro extremo de la línea -sonaba joven y femenina- pero no distinguía ninguna palabra.

– Oh, cariño -dijo Joan Rochester, relajando la expresión al sonido de la voz de su hija-. Me alegro de que estés a salvo. Sí. Sí, bien. Escúchame un segundo, por favor. Esto es muy importante.

Más charla al otro extremo.

– Hay alguien aquí conmigo…

La voz al otro extremo se animó.

– Por favor, Katie, escúchame. Se llama Myron Bolitar. Es de Livingston. No quiere hacerte ningún daño. Cómo lo ha averiguado… es complicado… No, claro que no le he dicho nada. Tiene los registros telefónicos o algo así. No estoy muy segura, pero dice que se lo dirá a papá.

Unas palabras muy excitadas ahora.

– No, no, no le ha dicho nada todavía. Sólo quiere hablar contigo un momento. Creo que deberías escucharle. Dice que se trata de la otra chica desaparecida, Aimee Biel. La está buscando… Lo sé, lo sé, se lo he dicho. Oye…, espera un momento. Te lo paso.

Joan Rochester iba a entregarle el teléfono. Myron reaccionó arrancándoselo de la mano, temeroso de perder la tenue conexión. Puso su voz más calmada y dijo:

– Hola, Katie. Me llamo Myron.

Parecía un invitado nocturno en una calmada tertulia cultural de radio.

Katie, en cambio, estaba un pelo más histérica.

– ¿Qué quiere de mí?

– Sólo hacerte unas preguntas.

– No sé nada de Aimee Biel.

– Si pudieras decirme…

– Está localizando la llamada, ¿no? -Su voz estaba al borde de la histeria-. Para mi padre. ¡Me hace hablar para localizar la llamada!