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Myron estaba a punto de soltarle una explicación a lo Berruti sobre cómo se localizan en realidad las llamadas, pero Katie no le dio la oportunidad.

– ¡Déjenos en paz!

Y colgó.

Como otro estereotipo gastado de la tele, Myron dijo:

– Oiga. Oiga. -Aun sabiendo que Katie Rochester había colgado y se había ido.

Se quedaron en silencio un par de minutos. Después Myron le devolvió el teléfono.

– Lo siento -dijo Joan Rochester.

Myron asintió.

– Lo he intentado.

– Lo sé.

Ella se puso de pie.

– ¿Se lo va a decir a Dom?

– No -dijo Myron.

– Gracias.

Él asintió otra vez. Ella se alejó. Myron se puso en pie y se fue en dirección contraria. Sacó su móvil y apretó el uno de marcación rápida. Contestó Win.

– Al habla.

– ¿Era Katie Rochester?

Ya se esperaba algo así, que Katie no quisiera colaborar. Estaba preparado. Win entraba en acción en Manhattan, dispuesto a hacer el seguimiento. De hecho era mejor así. Ella iría directamente a su escondite. Win la seguiría y lo descubriría.

– Parecía ella -dijo Win-. Iba con un novio de cabello oscuro.

– ¿Y ahora?

– Después de colgar, ella y el supuesto novio se han ido caminando. Por cierto, el novio lleva un arma con funda en la axila.

Eso no era bueno.

– ¿Vas detrás de ellos?

– Haré como si no me lo hubieras preguntado.

– Voy para allá.

40

Joan Rochester tomó un trago de la petaca que guardaba bajo el asiento del coche.

Estaba entrando en el jardín. Podía haber esperado a entrar en la casa pero no lo hizo. Estaba aturdida, hacía tanto tiempo que vivía aturdida que no recordaba si alguna vez había tenido la cabeza realmente despejada. No importaba. Uno se acostumbra. Te acostumbras tanto al aturdimiento que se convierte en lo normal, y sería la cabeza despejada lo que la desconcertaría.

Se quedó en el coche y miró hacia la casa. La miró como si la viera por primera vez. Allí era donde vivía. Sonaba muy simple, pero era así. Era allí donde transcurría su vida. No era especial. Parecía impersonal. Ella vivía allí. Ella había ayudado a elegirla. Y ahora que la miraba, se preguntaba por qué.

Joan cerró los ojos e intentó imaginar algo diferente. ¿Cómo había llegado aquí? Era consciente de que no había sucedido de repente. El cambio nunca es espectacular. Eran pequeños cambios, tan graduales como imperceptibles para el ojo humano. Así le había sucedido a Joan Delnuto Rochester, la chica más guapa de Bloomfield High.

Te enamoras de un hombre porque es todo lo que no era tu padre. Es fuerte y determinado y eso te gusta. Te hace volar. No te das cuenta de lo mucho que se está imponiendo en tu vida, que empiezas a ser sólo una extensión de él, no una entidad separada o, como sueñas, una entidad más grande, dos que son uno por amor, como en una novela romántica. Cedes en cosa pequeñas, después en otras más grandes, al final en todo. Tu risa empieza a escasear hasta desaparecer. Tu sonrisa se apaga hasta que es sólo una imitación de la alegría, algo que se aplica como una máscara.

Pero ¿cuándo había doblado esa oscura esquina?

No lograba encontrar el punto en la línea temporal. Lo rememoró, pero no podía localizar un momento en que pudieran haber cambiado las cosas. Era inevitable, suponía, desde el día que se conocieron. No hubo ningún momento en el que hubiera podido enfrentarse a él. No hubo batalla que hubiera podido librar que hubiera cambiado nada.

Si pudiera volver atrás en el tiempo, ¿se alejaría la primera vez que él le pidió salir? ¿Diría que no? ¿Cogería otro novio, como aquel simpático Mike Braun, que ahora vivía en Parsippany? La respuesta probablemente era que no. Sus hijos no habrían nacido. Los hijos, por supuesto, lo cambian todo. No puedes desear que nada hubiera pasado, porque ésa sería la última traición. ¿Cómo podrías seguir viviendo contigo misma deseando que tus hijos no hubieran nacido?

Tomó otro trago.

La verdad era que Joan Rochester deseaba que su marido muriera. Soñaba con ello. Porque era su única posibilidad de escapar. Ni pensar en esa tontería de la mujer maltratada que se enfrenta a su hombre. Sería un suicidio. Nunca podría abandonarle. La encontraría, le pegaría y la encerraría. Haría quién sabe qué a sus hijos. Se lo haría pagar.

Joan a veces fantaseaba sobre coger a sus hijos y buscar uno de esos refugios para mujeres maltratadas de la ciudad. Pero ¿después qué? Soñaba con entregar pruebas al estado contra Dom -las tenía, sin duda- pero ni siquiera Protección de Testigos le serviría. Él les encontraría. Seguro.

Era esa clase de hombre.

Bajó del coche. Caminaba con paso incierto, pero eso también se había convertido en la norma. Se dirigió hacia la puerta principal. Metió la llave y entró. Se volvió para cerrar la puerta. Cuando se volvió de nuevo, Dominick estaba de pie frente a ella.

Joan Rochester se llevó la mano al corazón.

– Me has asustado.

Él se acercó. Por un momento ella creyó que iba a besarla. Pero no era eso. Dominick dobló la rodilla. Su mano derecha se cerró en un puño. Se giró para lanzar el golpe utilizando la fuerza de las caderas. Le clavó los nudillos en el riñón.

Joan abrió la boca en un grito silencioso. Le fallaron las rodillas. Cayó al suelo. Dominick la agarró de los cabellos. La levantó y preparó el puño. Volvió a clavarlo en su espalda, esta vez con más fuerza.

Ella se deslizó hacia el suelo como un saco de arena.

– Vas a decirme dónde está Katie -dijo Dominick.

Y volvió a golpearla.

Myron estaba en el coche, hablando por teléfono con Wheat Manson, su antiguo compañero de equipo en Duke, quien ahora trabajaba en la oficina de admisiones como ayudante del decano, cuando se dio cuenta de que le seguían otra vez.

Wheat Manson había sido un veloz jugador ofensivo de las calles de Atlanta. Lo había pasado bien en Durham, Carolina del Norte, y nunca había vuelto a casa. Los dos viejos amigos intercambiaron algunas impresiones rápidas hasta que Myron fue al grano.

– Tengo que hacerte una pregunta un poco rara -dijo.

– Venga.

– No te me ofendas.

– Pues no me preguntes nada ofensivo -dijo Wheat.

– ¿Aimee Biel ha sido admitida gracias a mí?

Wheat gimió.

– Oh no, no me has preguntado eso.

– Necesito saberlo.

– Oh no, no me lo has preguntado.

– Mira, olvídalo un momento. Necesito que me mandes por fax dos expedientes. El de Aimee Biel. Y el de Roger Chang.

– ¿Quién?

– Es otro estudiante del Livingston High.

– Déjame adivinar. A Roger no lo han admitido.

– Tenía mejores notas, una puntuación más alta…

– Myron…

– ¿Qué?

– No vamos a entrar en eso. ¿Me entiendes? Es confidencial. No te mandaré ningún expediente. No hablaré de los candidatos. Te recordaré que la admisión no es sólo una cuestión de notas o exámenes, que hay intangibles. Como dos chicos que entraron más gracias a su habilidad para meter una esfera por un aro metálico que por sus calificaciones y notas. Nosotros deberíamos saberlo mejor que nadie. Y ahora, sólo ligeramente ofendido, me despido de ti.

– Espera, sólo un segundo.

– No te mandaré ningún expediente.

– No tienes que hacerlo. Te diré algo de ambos candidatos. Sólo quiero que mires el ordenador y me confirmes que lo que digo es cierto.

– ¿De qué demonios hablas?

– Confía en mí en esto. Wheat, no te pido información. Sólo que me confirmes algo.

Wheat suspiró.

– Ahora no estoy en el despacho.

– Hazlo cuando puedas.