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– Dime qué quieres que te confirme.

Myron se lo dijo. Mientras lo decía, se dio cuenta de que llevaba el mismo coche detrás desde que había salido de Riker Hill.

– ¿Lo harás?

– Eres un pelmazo, ¿lo sabías?

– Como siempre -dijo Myron.

– Sí, pero solías dar unos saltos fantásticos. ¿Qué tienes ahora?

– ¿Magnetismo animal en estado puro y un carisma sobrenatural?

– Tengo que colgar.

Colgó y Myron se arrancó el auricular del manos libres. El coche seguía detrás de él, tal vez a unos setenta metros.

¿Qué pasaba actualmente con los seguimientos? En los viejos tiempos, un pretendiente te mandaba flores o dulces. Myron se entretuvo un momento pensándolo, pero no era un buen momento. El coche le seguía desde Riker Hill. Eso significaba que probablemente era uno de los gorilas de Dominick Rochester otra vez. Lo pensó un momento. Si Rochester había puesto a un hombre a seguirle, probablemente viera que había estado con su esposa. Myron pensó en llamar a Joan Rochester para decírselo pero decidió no hacerlo. Como había dicho Joan, llevaba mucho tiempo con él. Sabría cómo solucionarlo.

Estaba en Northfield Avenue en dirección a Nueva York. No tenía tiempo para esto, pero necesitaba deshacerse de su seguidor lo más rápido posible. En el cine, se impondría una persecución o alguna especie de giro veloz de noventa grados. En la vida real eso no sirve, sobre todo cuando necesitas llegar a un sitio rápidamente y no deseas llamar la atención de la policía.

Pero había formas.

El profesor de la tienda de música, Drew Van Dyne, vivía en West Orange, no muy lejos de allí. Zorra ya estaría en su puesto. Myron cogió el móvil y llamó. Zorra contestó al primer timbre.

– Hola, guapo -dijo.

– Doy por supuesto que no ha habido actividad en casa de los Van Dyne.

– Exacto, guapo. Zorra está aquí sentada, muerta de aburrimiento.

Zorra siempre se refería a sí misma en tercera persona. Tenía una voz grave, un acento marcado y mucha saliva en la boca. No era un sonido agradable.

– Un coche me sigue -dijo Myron.

– ¿Y Zorra puede ayudar?

– Oh sí -dijo Myron-. Zorra puede ayudar mucho.

Myron le explicó el plan, un plan escalofriantemente simple. Zorra rió y empezó a toser.

– ¿Le gusta a Zorra? -dijo Myron, imitando sin darse cuenta, como siempre le pasaba con ella, su forma de hablar.

– A Zorra le gusta. A Zorra le gusta mucho.

Como le llevaría unos minutos organizarlo, Myron dio unas vueltas innecesarias. Dos minutos después, dobló a la derecha en Pleasant Valley Way. Enfrente, vio a Zorra de pie junto a la pizzería. Llevaba su peluca rubia de los treinta, fumaba un cigarrillo con boquilla y parecía Veronica Lake tras una noche de borrachera, si Veronica Lake hubiera medido metro ochenta, tuviera una sombra igualita a la de Homer Simpson y fuera muy fea.

Al pasar a su lado, Zorra guiñó el ojo y levantó un pie un poquito. Myron reconoció el gesto. La primera vez que se vieron, ella le rajó el pecho con la hoja de la «aguja». Pero, en fin, Win le perdonó la vida. Ahora eran colegas. Esperanza lo comparaba con sus días de ring, cuando un luchador con fama de malo se convertía de repente en una buena persona.

Myron puso el intermitente izquierdo y paró a un lado de la calle, a dos manzanas de distancia. Bajó la ventana para poder oír. Zorra estaba de pie junto a una plaza de aparcamiento. Fue todo muy natural. El coche que le seguía paró en aquella misma plaza.

El resto fue, como habían comentado, escalofriantemente simple. Zorra se acercó a la parte trasera del coche. Llevaba tacones altos desde hacía quince años, pero seguía caminando como un potro recién nacido con un mal trip.

Myron observó la escena por el retrovisor.

Zorra desenvainó la daga de su tacón de aguja. Levantó una pierna y golpeó el neumático. Myron oyó el bufido del aire. Rápidamente se acercó a la otra rueda e hizo lo mismo. Después se le ocurrió algo que no formaba parte del plan. Esperó a ver si el conductor salía y la abordaba.

– No -susurró Myron para sí mismo-. Vete.

Se lo había dicho muy claro. Pincha las ruedas y corre. No te metas en una pelea. Zorra era mortal. Si el tipo bajaba del coche -probablemente un macho acostumbrado a partir cabezas- Zorra le haría pedacitos. Olvidemos las cuestiones morales un momento. No necesitaban llamar la atención de la policía.

El gorila del coche gritó:

– ¡Eh! ¿Qué coño…? -Empezó a salir del auto.

Myron se volvió y sacó la cabeza por la ventana. Zorra lucía su sonrisa. Dobló un poco las rodillas. Myron gritó. Zorra levantó la cabeza y le miró. Myron notó su anticipación, el deseo de atacar. Meneó la cabeza con toda la firmeza de que fue capaz.

Pasó otro segundo. El gorila cerró la puerta de un portazo.

– ¡Maldita puta!

Myron siguió sacudiendo la cabeza, ahora con más apremio. El gorila dio un paso. Myron captó la mirada de Zorra, que asintió de mala gana y echó a correr.

– ¡Eh! -El gorila fue tras ella-. ¡Alto!

Myron puso el coche en marcha.

El gorila miró hacia atrás, inseguro, sin saber qué hacer, y después tomó la decisión que probablemente le salvó la vida. Volvió corriendo al coche.

Pero con las ruedas traseras pinchadas, no iría lejos.

Myron se dirigió a su encuentro con la desaparecida Katie Rochester.

41

Drew Van Dyne estaba en el salón de la familia de Big Jake Wolf e intentaba planificar su próximo paso.

Jake le había dado una Corona Light. Drew frunció el ceño. Una Corona de verdad aún, pero ¿una cerveza mexicana light? ¿Por qué no ofrecer directamente agua de pipí? Drew se la tomó de todos modos.

Aquella habitación hedía a Big Jake. Había una cabeza de ciervo colgada sobre la chimenea. Trofeos de golf y tenis se alineaban sobre la repisa. La alfombra era alguna especie de piel de oso. El televisor era enorme, al menos medía dos metros. Por todas partes había diminutos y caros altavoces. Algo clásico emergía del reproductor digital. Una máquina de palomitas de tómbola con luces parpadeantes brillaba en un rincón. Había feas estatuas doradas y helechos. Todo se había elegido no siguiendo la moda o por su función, sino por lo que parecía más ostentoso y más caro.

En la mesita auxiliar había una foto de la espectacular esposa de Jake Wolf. Drew la levantó y meneó la cabeza. En la fotografía, Lorraine Wolf llevaba bikini. Otro de los trofeos de Jake, pensó. Una foto de tu propia esposa en bikini en una mesita auxiliar del salón, ¿quién demonios hace eso?

– He charlado con Harry Davis -dijo Wolf. Él también tenía una Corona Light pero con una rodaja de limón en el gollete. Regla de Van Dyne para el consumo de alcohoclass="underline" si una cerveza necesita fruta añadida, elige otra-. No va a hablar.

Drew no dijo nada.

– ¿No le crees?

Drew se encogió de hombros y bebió su cerveza.

– Es el que más tiene que perder.

– ¿Tú crees?

– ¿Tú no?

– Se lo he recordado a Harry. ¿Sabes lo que ha dicho?

Jake se encogió de hombros.

– Ha dicho que quizás era Aimee Biel quien más tenía que perder.

– Drew dejó su cerveza, evitando aposta el posavasos-. ¿Tú qué crees?

Big Jake señaló a Drew con su dedo rechoncho.

– ¿De quién sería la culpa?

Silencio.

Jake se acercó a la ventana. Señaló con un gesto de la barbilla la casa de al lado.

– ¿Ves esa casa?

– ¿Qué pasa?

– Es un maldito castillo.

– La tuya tampoco está mal, Jake.

Jake dibujó una sonrisita.

– No como ésa.

Drew habría querido decir que todo es relativo, que él, Drew Van Dyane, vivía en una madriguera más pequeña que el garaje de Wolf, pero ¿para qué molestarse? Drew también podría haber dicho que no tenía pista de tenis ni tres coches ni estatuas doradas ni salón de cine o ni siquiera una esposa de verdad desde la separación, y mucho menos con un cuerpo tan espectacular para lucirlo en bikini.