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La multitud la vitoreó. A continuación ayudaron a Big Cyndi a levantarse.

Big Chief Mama y Little Pocahontas fueron a partir de entonces el equipo de lucha más popular. Cada semana escenificaban lo mismo: Esperanza Pocahontas empezaba ganando con su destreza, sus oponentes hacían algo ilegal como echarle arena a los ojos o utilizar un objeto prohibido, y, mientras una de ellas distraía a Big Chief Mama, la otra golpeaba a la sensual belleza Pocahontas hasta que le rasgaba la tira del bikini de piel, y entonces Big Chief Mama lanzaba un grito de guerra y corría al rescate.

Puro entretenimiento.

Cuando dejó el ring, Big Cyndi se hizo gorila de discoteca y a veces salía a escena en algunos clubes de sexo de poca monta. Conocía el lado más sórdido de las calles. Y con eso contaban ahora.

– ¿Qué es este sitio? -preguntó Myron.

Big Cyndi puso su ceño de tótem.

– Hacen muchas cosas, señor Bolitar. Drogas, estafas por Internet, pero más que nada son clubes de sexo.

– Clubes -repitió Myron-. ¿En plural?

Big Cyndi asintió.

– Probablemente seis o siete. ¿Recuerda hace unos años cuando la Calle 42 estaba repleta de escoria?

– Sí.

– Bueno, cuando los echaron de allí, ¿adónde cree que fue a parar la escoria?

Myron miró el salón de manicura.

– ¿Aquí?

– Aquí, allí, por todas partes. A la escoria no se la mata, señor Bolitar, sino se la traslada a un nuevo huésped.

– ¿Y éste es el nuevo huésped?

– Uno de ellos. Aquí, en este mismo edificio, hay clubes que ofrecen una variedad internacional de gustos.

– ¿Qué variedad?

– A ver. Si se quiere mujeres de cabellos muy rubios, se va a On Golden Blonde. Está en el segundo piso, al fondo a la derecha. Si se quiere hombres afroamericanos, se va al tercer piso a un local llamado, esto le gustará, señor Bolitar, Malcolm Sex.

Myron miró a Win. Él se encogió de hombros.

Big Cyndi siguió con su voz de guía turística.

– Quienes quieren fetiches asiáticos lo pasarán bien en el Joy Suck Club…

– Sí -dijo Myron-. Creo que me hago una idea. ¿Cómo entro y encuentro a Katie Rochester?

Big Cyndi lo pensó un momento.

– Puedo hacerme pasar por una solicitante de empleo.

– ¿Disculpa?

Big Cyndi apoyó sus enormes puños en las caderas. Eso significaba que estaban separados dos metros.

– No todos los hombres, señor Bolitar, se pirran por las menudas.

Myron cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz.

– Vale, bien, quizá sí. ¿Alguna otra idea?

Win esperó pacientemente. Myron siempre habría pensado que Win sería intolerante con Big Cyndi, pero hacía años, Win le sorprendió señalando lo que debería ser obvio. «Uno de nuestros peores y más aceptados prejuicios es contra las mujeres gordas. Nunca, jamás, vemos más allá de su gordura.» Y era cierto. Myron se había sentido muy avergonzado con la observación. Y empezó a tratar a Big Cyndi como debía, como a cualquier otra persona. Eso le fastidió a ella. En una ocasión en la que Myron le sonrió, ella le dio un castañazo en el hombro -tan fuerte que estuvo dos días sin levantar el brazo- gritando: «¡Pare ya!».

– Quizá deberías probar un enfoque más directo -dijo Win-. Yo me quedo fuera. Tú dejas el móvil encendido. Big Cyndi y tú intentáis que os dejen entrar.

Big Cyndi asintió.

– Podemos fingir ser una pareja que busca hacer un trío.

Myron estaba a punto de decir algo cuando Big Cyndi añadió:

– Era broma.

– Lo sabía.

Ella arqueó una ceja brillante y se inclinó hacia él. La montaña que iba a Mahoma.

– Pero ahora que he plantado la semilla erótica, señor Bolitar, puede que le cueste funcionar con una menudita.

– Me las arreglaré. Vamos.

Myron cruzó la entrada el primero. Un negro apostado a la puerta, con gafas de sol de diseño, le dijo que se detuviera. Llevaba un auricular en la oreja como si fuera del Servicio Secreto. Cacheó a Myron.

– Caramba -dijo Myron, ¿tanto rollo por una manicura?

El hombre cogió el móvil de Myron.

– No se permite sacar fotos -dijo.

– No tiene cámara.

El negro sonrió.

– Se lo devolverán a la salida.

Siguió sonriendo hasta que Big Cyndi llenó el umbral. Entonces la sonrisa desapareció y fue sustituida por algo más parecido al terror. Big Cyndi se introdujo como lo haría un gigante en una casa de muñecas. Se irguió, levantó los brazos sobre la cabeza y separó las piernas. La Lycra blanca gritó agónicamente. Big Cyndi guiñó el ojo al negro.

– Cachéame, grandullón -dijo-. Estoy a punto.

El traje era tan ajustado que parecía una segunda piel. Si Big Cyndi estaba a punto, el hombre no quería saber para qué.

– Está bien, señorita. Pase.

Myron volvió a pensar en lo que había dicho Win, en el prejuicio aceptado. Había algo personal en sus palabras, pero cuando Myron intentó ahondar en ello, Win se había cerrado. De todos modos, cuatro años después, Esperanza había querido que Big Cyndi se encargara de algunos clientes. Aparte de Myron y Esperanza, había estado en MB Reps más que nadie. Era bastante lógico. Pero Myron sabía que sería un desastre. Y lo fue. Nadie se sentía cómodo con Big Cyndi como representante. Se quejaban de su ropa extravagante, de su maquillaje, de su forma de hablar -le gustaba aullar-, pero aunque hubiera prescindido de todo eso, ¿habría cambiado algo?

El negro se llevó una mano a la oreja. Alguien le hablaba por el auricular. De repente puso un brazo sobre el hombro de Myron.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor?

Myron decidió mantener el enfoque directo.

– Busco a una mujer llamada Katie Rochester.

– No hay nadie aquí con ese nombre.

– Sí, está aquí -dijo Myron-. Ha entrado por esta misma puerta hace veinte minutos.

El negro dio un paso más hacia Myron.

– ¿Me está llamando mentiroso?

Myron estuvo tentado de clavarle la rodilla en la entrepierna, pero eso no ayudaría.

– Oiga, podemos hacer toda la comedia de machos, pero ¿para qué? Sé que ha entrado aquí. Sé por qué se esconde. No le deseo ningún mal. Podemos hacer esto de dos maneras. Una, ella puede hablar conmigo un momento y se acabó. No diré nada sobre su paradero. Dos, bueno, tengo a varios hombres apostados fuera. Si me echa de aquí llamaré a su padre. Él traerá a algunos más. La cosa se pondrá fea. A nadie le interesa. Sólo quiero hablar.

El negro se quedó quieto.

– Otra cosa -dijo Myron-. Si teme que trabaje para su padre, pregúntele esto: si su padre supiera que está aquí, ¿sería tan sutil?

Más duda.

Myron abrió los brazos.

– Estoy en su casa. No voy armado. ¿Qué daño puedo hacerle?

El hombre esperó otro segundo. Después dijo:

– ¿Ha terminado?

– También podríamos estar interesados en un trío -dijo Big Cyndi.

Myron la hizo callar con una mirada. Ella se encogió de hombros y se calló.

– Espere aquí.

El hombre fue hacia una puerta de acero. Se oyó un zumbido. La abrió y entró. Tardó cinco minutos. Acudió un tipo calvo con gafas de sol, nervioso. Big Cyndi le miró fijamente. Se lamió los labios. Se agarró lo que podrían ser sus pechos. Myron meneó la cabeza, temiendo que cayera de rodillas y fingiera quién-sabe-qué, cuando por suerte la puerta se abrió. El hombre de las gafas señaló a Myron.

– Venga conmigo -dijo. Se volvió hacia Big Cyndi-: Solo.

A Big Cyndi no le hizo gracia. Myron la tranquilizó con una mirada y entró en la otra habitación. La puerta de acero se cerró detrás de él. Myron echó un vistazo y exclamó.

– Uau.

Había cuatro hombres. De tamaño variado. Muchos tatuajes. Algunos sonreían. Otros hacían muecas de disgusto. Todos llevaban vaqueros y camisetas negras. No iban afeitados. Myron intentó adivinar quién era el jefe. En una pelea de grupo, mucha gente va equivocadamente a por el más débil. Eso es siempre un error. Además, si los tipos eran buenos, dará igual lo que hagas.