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– ¿No reclutas a chicas en los institutos?

Rufus se rió.

– Ojalá. ¿Quiere saber dónde las recluto?

Myron esperó.

– En reuniones de alcohólicos anónimos. En centros de rehabilitación. Esos sitios son como salas de espera de castings, no sé si me entiende. Me siento atrás, tomo café de ese tan malo y escucho. Hablo con ellas durante las pausas, les dejo una tarjeta y espero a que vuelvan a caer en la bebida. Siempre lo hacen. Y allí estoy yo, preparado para recogerlas.

Myron miró a Katie.

– Uaua, qué bárbaro.

– Usted no le conoce -dijo ella.

– Sí, seguro que tiene un fondo. -Myron sintió la comezón en los dedos otra vez, pero se la tragó-. ¿Cómo os conocisteis?

Rufus meneó la cabeza.

– No fue así.

– Estamos enamorados -dijo Katie-. Conoce a mi padre por negocios. Vino a casa y en cuanto nos vimos… -Sonrió y parecía más bonita, joven, feliz y tonta.

– Amor a primera vista -dijo Rufus.

Myron le miró.

– ¿Qué? -dijo él-. ¿No le parece posible?

– No, Rufus, pareces un gran partido.

Rufus meneó la cabeza.

– Esto es sólo un trabajo para mí. Nada más. Katie y el bebé son mi vida. ¿Lo entiende?

Myron siguió sin decir nada. Metió la mano en el bolsillo y sacó la foto de Aimee Biel.

– Échale una mirada, Rufus.

La miró.

– ¿Está aquí?

– Tío, lo juro por mi hijo no nato que nunca he visto a esta chavala y que no sé dónde está.

– Si estás mintiendo…

– Ya está bien de amenazas, ¿vale? Es una chica desaparecida. La policía la busca. Sus padres la buscan. ¿Se cree que quiero tantos problemas?

– Es una chica desaparecida -repitió Myron-. Su padre removerá cielo y tierra por encontrarla. Y la policía también está interesada.

– Pero esto es diferente -dijo Rufus, y su tono se volvió suplicante-. La quiero. Cruzaría el fuego por Katie. ¿No lo ve? Pero esa otra… no vale la pena. Si la tuviera aquí, la devolvería. No quiero jaleos.

Por triste y patético que fuera, tenía sentido.

– Aimee Biel usó el mismo cajero -volvió a decir Myron-. ¿Tiene alguna explicación?

Los dos negaron con la cabeza.

– ¿Se lo dijiste a alguien?

– ¿Lo del cajero? -preguntó Katie.

– Sí.

– Creo que no.

Myron volvió a arrodillarse.

– Escúchame, Katie. No creo en coincidencias. Tiene que haber una razón por la que Aimee Biel fuera a ese cajero. Hay una relación entre vosotras dos.

– Apenas conocía a Aimee. Sí, vale, íbamos al mismo instituto, pero no salíamos juntas ni nada. A veces la veía por el centro comercial, pero ni siquiera nos saludábamos. En el instituto siempre iba con su novio.

– Randy Wolf.

– Sí.

– ¿Le conoces?

– Claro. Es el chico de oro del instituto con un padre rico que le sacaba de todos los apuros. ¿Sabe cómo apodan a Randy?

Myron recordaba haber oído algo en el aparcamiento del instituto.

– Farmboy o algo así.

– Pharm, no Farm Boy. Es con PH, no con F. ¿Sabe por qué?

– No.

– Es una abreviatura de Pharmacist. * Randy es el mayor traficante del Livingston High. -Katie sonrió-. Mire, ¿sabe cuál es mi relación con Aimee Biel? Ésta es la única que se me ocurre. Su novio me vendió drogas.

– Espera. -Myron sintió como si la habitación empezara a rodar lentamente-. ¿Qué has dicho de su padre?

– Big Jake Wolf, un pez gordo de la ciudad.

Myron asintió, casi temeroso de seguir.

– ¿Qué has dicho de sacar a Randy de apuros? -Su propia voz, de repente, le parecía muy lejana.

– Es sólo un rumor.

– Cuéntame.

– ¿Usted qué cree? Un profesor pilló a Randy traficando en el campus. Le denunció a la policía. Su padre los compró, y al profesor también, creo. Todos dijeron que no querían arruinar el futuro de un quarterback.

Myron siguió asintiendo.

– ¿Quién era el profesor?

– No lo sé.

– ¿No oíste ningún rumor?

– No.

Pero Myron tenía una idea de quién podía ser.

Hizo varias preguntas pero no sabían nada más. Randy y Big Jake Wolf. Todo volvía a ellos, al profesor/asesor Harry Davis y al músico/profesor/comprador de lencería Drew Van Dyne. Volvía a aquella ciudad, Livingston, y a los jóvenes que se rebelaban y a la tensión que sufrían por triunfar.

Al final, Myron miró a Rufus.

– Déjanos solos un minuto.

– Ni hablar.

Pero Katie había recuperado algo de su aplomo.

– No pasa nada, Rufus.

Él se levantó.

– Estaré al otro lado de la puerta -dijo- con mis socios. ¿Entendido?

Myron reprimió la respuesta y esperó a que estuvieran solos. Pensó en Dominick Rochester, en cómo se esforzaba por buscar a su hija pensando si estaría en un lugar como ése con un hombre como Rufus, y en que su exagerada reacción, su deseo de encontrar a su hija, era muy comprensible.

Myron se acercó al oído de Katie y susurró:

– Te sacaré de aquí.

Ella se apartó e hizo una mueca.

– ¿De qué me habla?

– Sé que quieres huir de tu padre, pero este tipo no es la solución.

– ¿Cómo sabe usted la solución para mí?

– Regenta un burdel, por el amor de Dios. Casi te pega.

– Rufus me quiere.

– Puedo sacarte de aquí.

– No me iría -dijo ella-. Prefiero morir que vivir sin Rufus. ¿Queda suficientemente claro para usted?

– Katie…

– Márchese.

Myron se levantó.

– ¿Sabe qué? -añadió ella-. Tal vez Aimee y yo nos parezcamos más de lo que cree.

– ¿Cómo?

– Tal vez ella tampoco necesite que la rescaten.

«Ambas lo necesitáis», pensó Myron.

44

Big Cyndi se quedó y enseñó la fotografía de Aimee por el vecindario, por si acaso. Los empleados en esos ramos ilícitos no hablarían con la policía ni con Myron, pero sí con Big Cyndi. Tenía sus dones.

Myron y Win volvieron a los coches.

– ¿Vuelves al apartamento? -preguntó Win.

Myron negó con la cabeza.

– Tengo cosas que hacer.

– Sustituiré a Zorra.

– Gracias. -Después miró a la casa y añadió-: No me gusta dejarla aquí.

– Katie Rochester es mayor de edad.

– Tiene dieciocho años.

– Eso.

– ¿Qué me estás diciendo? ¿Tienes dieciocho y ya te las arreglas? ¿No rescatamos a adultos?

– No -dijo Win-. Rescatamos a quien podemos. A quien tiene problemas y pide ayuda porque la necesita. No, repito, no rescatamos a quien toma decisiones con las que no estamos de acuerdo. Las malas decisiones forman parte de la vida.

Siguieron caminando y Myron dijo:

– Sabes cuánto me gusta leer el periódico en Starbucks, ¿no?

Win asintió.

– Todos los adolescentes que van por allí fuman. Todos. Me siento y les observo, y cuando encienden un cigarrillo sin siquiera pensarlo, como si fuera lo más natural del mundo, pienso para mí: «Myron, deberías decir algo». Debería levantarme y disculparme por interrumpir y suplicarles que dejen de fumar en ese mismo momento porque luego será mucho más difícil. Quiero sacudirles y hacerles entender lo estúpidos que son. Hablarles de todas las personas que conozco, personas que vivían bien y eran felices, como Peter Jennings, un gran tipo por lo que me han dicho, y que tenía una vida estupenda y la perdió por haber empezado a fumar joven. Quiero gritarles toda la letanía de los problemas de salud a los que tendrán que enfrentarse inevitablemente por lo que hacen ahora con tanta despreocupación.

Win no dijo nada. Miró hacia adelante y mantuvo el paso.

– Pero después pienso que no debo meterme donde no me llaman. No quieren oírlo. ¿Y quién soy yo de todos modos? Un tío cualquiera. No soy lo bastante importante para hacer que lo dejen. Probablemente me mandarían a paseo. Así que, por supuesto, me callo. Miro hacia otro lado y vuelvo a mi periódico y mi café y, mientras, esos chicos están, a mi lado, matándose lentamente. Y yo les dejo.

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* Farmacéutico. (N. de la T.)