Выбрать главу

Harry Davis levantó la cara ensangrentada.

– No sé dónde está Aimee, lo juro.

Antes de que Myron pudiera hacer nada, Erik apuntó su arma al suelo y disparó. El sonido resonó con fuerza en la pequeña habitación.

Harry Davis gritó. Un gemido de la señora Davis emergió bajo la mordaza.

Los ojos de Myron se abrieron más al ver el zapato de Davis. Tenía un agujero cerca de la punta del dedo gordo. Empezó a salir sangre. Myron levantó el arma y apuntó a Erik a la cabeza.

– Baja el arma.

– No.

Lo dijo con sencillez. Erik miró a Harry Davis. El hombre sufría, pero tenía la cabeza levantada y los ojos más enfocados.

– ¿Te has acostado con mi hija?

– ¡Nunca!

– Dice la verdad, Erik.

Erik se volvió hacia Myron.

– ¿Cómo lo sabes?

– Fue otro profesor, un tipo llamado Drew Van Dyne. Trabaja en la tienda de música adonde ella va a menudo.

Erik pareció confundido.

– Pero, cuando acompañaste a Aimee, ella se dirigió aquí, ¿no?

– Sí.

– ¿Por qué?

Los dos miraron a Harry Davis. Le salía sangre del zapato, manando lentamente. Myron se preguntó si los vecinos habrían oído el tiro y se les habría ocurrido llamar a la policía. Lo dudaba. La gente de esos barrios supone que un ruido así es el tubo de escape de un coche o un petardo, algo explicable y seguro.

– No es lo que cree -dijo Harry Davis.

– ¿Qué?

Y entonces Harry Davis volvió los ojos hacia su esposa. Myron lo comprendió. Llevó a Erik a un lado.

– Ya lo has conseguido -dijo Myron-. Está dispuesto a hablar.

– ¿Y?

– Que no hablará frente a su mujer. Y si le ha hecho algo a Aimee, no te lo dirá a ti.

Erik todavía tenía la misma sonrisita en la cara.

– ¿Quieres encargarte tú?

– No se trata de encargarse -dijo Myron-, sino de conseguir información.

Erik sorprendió a Myron entonces, porque asintió.

– Tienes razón.

Myron le miró como si esperara una frase definitiva.

– Crees que se trata de mí -dijo Erik-. Pero no es así. Se trata de mi hija. Se trata de lo que haría por salvarla. Mataría a ese hombre sin dudarlo, mataría a su mujer, qué demonios, Myron, te mataría a ti también. Pero eso no serviría de nada. Tienes razón. Lo he conseguido. Pero si queremos que hable, su esposa y yo saldremos de la habitación.

Erik fue hacia la señora Davis. Ella se encogió.

Harry Davis gritó:

– ¡Déjala en paz!

Erik no le hizo caso. Se agachó y ayudó a la señora Davis a levantarse. Luego se dirigió a éclass="underline"

– Tu esposa y yo esperaremos en la otra habitación.

Fueron a la cocina y cerró la puerta. Myron quería desatar a Davis, pero aquellas abrazaderas eran difíciles de quitar a mano. Cogió una manta y detuvo la sangre que salía del pie.

– No me duele mucho.

Su voz era un poco vaga. Curiosamente, él también parecía más relajado. Myron lo había experimentado. Sin duda la confesión es beneficiosa para el alma. El hombre estaba cargado de pesados secretos. Se sentiría mejor, al menos temporalmente, descargándose de ellos.

– Hace veintidós años que enseño en el instituto -dijo Davis sin que se lo pidieran-. Me encanta. El sueldo no es mucho y no es un trabajo prestigioso, pero adoro a los alumnos. Me encanta enseñar, me encanta ayudarles, me gusta que vuelvan a verme.

Se calló.

– ¿Por qué vino Aimee aquí la otra noche? -preguntó Myron.

No pareció oírle.

– Piénselo, señor Bolitar. Veinte años y pico con alumnos de instituto. No digo niños porque muchos ya no lo son. Tienen dieciséis, diecisiete e incluso dieciocho años, edad suficiente para hacer el servicio militar y votar. Y a menos que seas ciego, te das cuentas de que ellas son mujeres y no chicas. ¿Ha visto alguna vez los bañadores del Sports Illustrated? ¿Se ha fijado en las pasarelas de moda? Esas modelos tienen la misma edad que las bonitas y frescas chicas con las que estoy cinco días a la semana, diez meses al año. Mujeres, señor Bolitar, no chicas. No estamos hablando de una atracción enfermiza o de pedofilia.

– Espero que no intente justificar las relaciones sexuales con las alumnas -dijo Myron.

Davis negó con la cabeza.

– Sólo quiero poner en su contexto lo que voy a decir.

– No necesito contexto, Harry.

Él casi se rió.

– Entiende lo que le digo más de lo que quiere reconocer, creo. La cuestión es que soy un hombre normal, y con eso quiero decir que soy un heterosexual con necesidades y deseos afines. Estoy rodeado año tras años de mujeres hermosas, alucinantes, que llevan ropa ajustada y tejanos de cintura baja y escotes vertiginosos y los ombligos al aire. Todos los días, señor Bolitar. Me sonríen. Flirtean conmigo. Y se supone que los profesores tenemos que ser fuertes y resistir día tras otro.

– Déjeme adivinar -dijo Myron-. Usted dejó de resistir.

– No pretendo ganarme su simpatía. Lo que le digo es que la posición en que estamos no es natural. Si ves a una chica de diecisiete años sexy caminando por la calle, la miras. La deseas. Incluso fantaseas.

– Pero -dijo Myron- no haces nada.

– Pero ¿por qué no haces nada? ¿Porque está mal, o porque no puedes? Imagínese ahora que ve a centenares de chicas como ésa todos los días desde hace años. Desde el inicio de los tiempos, el hombre ha luchado por ser poderoso y rico. ¿Por qué? Los antropólogos dirían que lo hacemos para atraer a más y mejores hembras. Es la naturaleza. No mirar, no desear, no sentirse atraído te convertiría en un bicho raro. ¿No cree?

– No tengo tiempo para esto, Harry. Ya sabe que está mal.

– Lo sé -dijo- y durante veinte años he controlado esos impulsos. Me he conformado con mirar, imaginar y fantasear.

– ¿Y después?

– Hace dos años tuve una alumna maravillosa, inteligente y guapa. No era Aimee, no. No le diré su nombre, no tiene por qué saberlo. Se sentaba en primera fila y era como un premio. Me miraba como si yo fuera un dios. Se dejaba los dos primeros botones de la blusa desabrochados…

Davis cerró los ojos.

– Se abandonó a sus necesidades naturales -dijo Myron.

– No conozco a muchos hombres que se hubieran resistido.

– ¿Y eso qué tiene que ver con Aimee Biel?

– Nada, al menos directamente. Aquella joven y yo tuvimos una aventura. No entraré en detalles.

– Gracias.

– Pero un día sus padres nos descubrieron. Como se puede imaginar, fue un desastre. Estaban como locos. Se lo dijeron a mi esposa. Donna todavía no me ha perdonado del todo, pero acordamos pagar para que callaran. Ellos también deseaban discreción, les preocupaba la reputación de su hija. Así que nos pusimos de acuerdo en no decir nada. Ella fue a la universidad y yo seguí enseñando. Y aprendí la lección.

~¿Y?

– Lo dejé atrás. Pensará que soy un monstruo, pero no lo soy. He tenido tiempo de pensar en ello. Usted cree que sólo intento racionalizar, pero es más que eso. Soy un buen profesor. Me dijo que era impresionante ser Profesor del Año y que yo lo había ganado más veces que ningún otro profesor en la historia del instituto. Y es que los alumnos me preocupan. No es una contradicción tener esas necesidades y preocuparse por los alumnos. Ya sabe lo perceptivos que son los adolescentes. Detectan a un impostor a la legua. Me votan y acuden a mí cuando tienen un problema porque saben que me preocupo sinceramente.

A Myron le entraron ganas de vomitar ante aquellos argumentos, con razón en parte, aunque perversa.

– Así que siguió enseñando -dijo, intentando que volviera al tema-. Lo dejó atrás y…

– Y entonces cometí otro error -dijo. Volvió a sonreír y mostró sangre en los dientes-. No, no es lo que cree. No tuve otra aventura.

– ¿Entonces qué?

– Pillé a un chico vendiendo hierba. Y lo denuncié al director y a la policía.