Ambos levantaron la cabeza y parpadearon del mismo modo inexpresivo.
– Ha venido a vernos el conde Trentham. -Se acercó al sillón de su tío mientras aguardaba con paciencia a que sus cerebros regresaran al mundo real-. Es uno de nuestros nuevos vecinos en el número doce. -Los ojos de ambos la siguieron, aún inexpresivos-. Ya os expliqué que un grupo de caballeros compró la casa. Trentham es uno de ellos. Creo que ha estado supervisando las reformas.
– Ah… comprendo. -Humphrey cerró el libro y lo dejó a un lado, junto al monóculo-. Un detalle por su parte venir a visitarnos.
Leonora se colocó detrás del asiento de su tío y no se le escapó la expresión perpleja de los ojos de Jeremy, que eran totalmente pardos, no de color avellana. Reconfortantes, aunque no tan penetrantes como los del caballero que entró en la estancia detrás de Castor.
– El conde de Trentham.
Una vez hecho el anuncio, el mayordomo se inclinó retirándose y cerrando la puerta tras de sí.
Trentham se había detenido en la entrada, mientras recorría con la mirada a los presentes; cuando se oyó el clic de la puerta, sonrió y, con su encantadora máscara, se acercó al grupo que estaba junto al hogar.
Leonora vaciló, repentinamente insegura.
La mirada del conde se entretuvo en su rostro, a la espera… luego miró a Humphrey, que se agarró a los brazos del sillón y, con un evidente esfuerzo, empezó a levantarse. Rápidamente su sobrina se acercó para echarle una mano.
– Por favor, no se moleste, sir Humphrey. -Con un elegante gesto, Trentham le indicó al anciano que no se moviera-. Agradezco que me hayan recibido. -Se inclinó, respondiendo al saludo formal de lord Carling-. Pasaba por aquí y he pensado que me perdonarían la informalidad, dado que somos vecinos.
– Por supuesto, por supuesto. Encantado de conocerle. Tengo entendido que está haciendo algunos cambios en el número doce antes de instalarse.
– Puramente estéticos, para hacer el lugar más habitable.
El anciano señaló a Jeremy.
– Permítame que le presente a mi sobrino, Jeremy Carling.
Éste, que se había levantado, rodeó la mesa y le estrechó la mano. En un principio, se mostró educado y correcto, pero cuando su mirada se encontró con la de Trentham, sus ojos se abrieron como platos y el interés resplandeció en su rostro.
– Pues ¡claro! Es usted militar, ¿verdad?
Leonora miró al conde, lo estudió. ¿Cómo podría habérsele pasado? Sólo su postura debería haberla alertado, pero eso combinado con el leve bronceado y las manos callosas…
Su instinto de conservación se despertó y la hizo retroceder mentalmente.
– Ex militar. -Con Jeremy claramente a la espera e interesado por saber más, Trentham añadió-: Era comandante en el regimiento de la Guardia Real.
– ¿Se ha retirado? -Jeremy sentía lo que Leonora consideraba un insano interés por las recientes campañas.
– Después de Waterloo, muchos de nosotros lo hemos hecho.
– ¿Sus amigos también pertenecían a la Guardia Real?
– Sí. -Trentham miró a Humphrey y continuó-: Por eso hemos comprado el número doce. Deseábamos un lugar para reunirnos más privado y tranquilo que nuestros clubes. Ya no estamos acostumbrados al ajetreo de la vida en la ciudad.
– Sí, bueno, eso puedo comprenderlo. -Humphrey, a quien nunca le había gustado el ambiente de la alta sociedad, asintió con profunda emoción-. Si buscan paz y tranquilidad, han venido al rincón perfecto de Londres.
Entonces, el anciano se volvió, alzó la mirada hacia Leonora y sonrió.
– Casi me había olvidado de ti, querida mía. -Volvió a mirar al conde-. Mi sobrina, Leonora.
Ella le hizo una reverencia.
La mirada de Trentham se mantuvo clavada en la suya mientras se inclinaba.
– La verdad es que antes me he encontrado a la señorita Carling en la calle.
¿Que se había encontrado? Leonora saltó antes de que Humphrey o Jeremy pudieran preguntar.
– Lord Trentham se marchaba cuando yo salía y ha tenido la amabilidad de presentarse.
Sus miradas se encontraron de nuevo, directa, brevemente. La joven la desvió hacia su tío.
Éste estaba evaluando a Trentham y fue evidente que aprobaba lo que vio. Le señaló el diván, al otro lado del hogar.
– Siéntese, por favor.
Trentham miró a Leonora y le señaló el diván.
– ¿Señorita Carling?
Era de dos plazas y no había otro lugar donde sentarse, así que tendría que hacerlo a su lado. Lo miró a los ojos.
– ¿Quizá debería pedir que prepararan algo de té?
La sonrisa de él adquirió cierto toque de impaciencia.
– Por mí, no. Se lo ruego.
– Ni por mí.
Jeremy apenas negó con la cabeza mientras regresaba a su silla.
Leonora tomó aire con la cabeza alta, en un gesto disuasorio, y salió de detrás del sillón para dirigirse al extremo del diván más cercano al fuego y a Henrietta, que estaba tumbada como un peludo ovillo. Muy correctamente, el conde aguardó a que ella se sentara y luego hizo lo propio a su lado.
No se le acercó a propósito; no tuvo que hacerlo. Debido a la estrechez del diván, le rozaba el hombro con el suyo. Leonora notó que le faltaba el aire; la calidez que manaba del punto de contacto se extendió, deslizándose bajo su piel.
– Tengo entendido -comentó Trentham en cuanto acomodó con elegancia las largas piernas- que alguien ha tenido un considerable interés por comprar esta casa.
Humphrey inclinó la cabeza y su mirada se desvió hacia su sobrina.
Ella esbozó una inocente sonrisa e hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
– Lord Trentham iba a reunirse con Stolemore y yo le he mencionado que nos conocíamos.
El anciano bufó.
– ¡Por supuesto! Ese sinvergüenza cabeza de chorlito. No había forma de meterle en su dura mollera que no estábamos interesados en vender. Por fortuna, Leonora lo convenció.
Eso último fue expresado con gran vaguedad, por lo que Tristan llegó a la conclusión de que sir Humphrey no tenía una verdadera idea de lo insistente que había sido Stolemore, o de hasta qué punto se había visto obligada a llegar su sobrina para disuadirlo.
Miró de nuevo los libros apilados sobre la mesa, los montones similares junto al asiento de Humphrey, los documentos y el desorden que hablaban elocuentemente de una vida erudita. Y de una abstracción erudita también.
Jeremy se inclinó hacia adelante, con los brazos cruzados sobre un libro abierto.
– Entonces, ¿estuvo usted en Waterloo? -preguntó.
– Sólo en la retaguardia. -La lejana retaguardia. En pleno campo enemigo-. Fue una extensa batalla.
Con los ojos brillándole de entusiasmo, el joven le preguntó más y sondeó; hacía mucho tiempo que Tristan dominaba el arte de satisfacer las preguntas habituales sin atrancarse, de dar la impresión que había sido un oficial de regimiento normal cuando, en realidad, nada estaba más lejos de la realidad.
– Al final, los aliados merecieron ganar y los franceses perder. La estrategia superior y el compromiso superior prevalecieron.
Aunque se perdieron demasiadas vidas en el proceso. Miró a Leonora; ésta tenía los ojos clavados en el fuego. Era evidente que se estaba abstrayendo de la conversación. Tristan era muy consciente de que las madres prudentes advertían a sus hijas que se alejaran de los militares. Dada su edad, sin duda había oído todas las historias, así que no debería haberlo sorprendido que se pusiera a atizar el fuego, ignorándolos decidida.
Sin embargo…
– Por lo que sé… -Volvió a dirigir la atención hacia sir Humphrey- ha habido una serie de incidentes en el vecindario. -Los dos hombres lo miraron. Eran incuestionablemente inteligentes, pero no entendían a qué se refería, así que se vio obligado a concretar-. Robos frustrados, creo.
– Oh. -Jeremy sonrió desdeñoso-. Eso. Sólo un aspirante a ladrón probando suerte, en mi opinión. La primera vez, el personal aún estaba por aquí. Lo oyeron y lo vieron, pero huelga decir que no se detuvo para decirles su nombre.