Tristan era un experto en seguir gente por la ciudad y entre multitudes; al igual que Deverell. Los dos habían trabajado sobre todo en las ciudades francesas más grandes y sabían que los mejores métodos de persecución eran instintivos.
Jeremy recogería a Humphrey y regresarían a Montrose Place, donde esperarían novedades. Charles ya estaría allí con Duke y debía quedarse al cargo de todo hasta que volvieran con la última información vital.
El caballero extranjero cruzó el puente sobre el lago y continuó hacia las proximidades de St. James's Palace.
– Sígueme el juego en todo -murmuró Tristan con los ojos fijos en la espalda del hombre.
Como había esperado, éste se detuvo justo antes de salir del parque y se agachó como si fuera a sacarse una piedra del zapato.
Tristan rodeó a Leonora con un brazo y le hizo cosquillas, ella soltó una risita y se retorció. Riéndose, él la pegó a su cuerpo y pasó por delante del hombre sin dirigirle una mirada.
Sin aliento, Leonora se apoyó en él mientras continuaban caminando.
– ¿Estaba comprobando si le seguían?
– Sí. Nos detendremos un poco más adelante y discutiremos a qué teatro podemos ir para que pueda adelantarnos de nuevo.
Así lo hicieron; Leonora pensó que habían hecho una buena actuación de dos amantes de clase baja hablando sobre los méritos de los teatros de variedades.
Cuando el hombre volvió a pasar por delante de ellos, Tristan la cogió de la mano y echaron a andar ya a un ritmo más rápido, como si hubieran tomado una decisión.
La zona que rodeaba St. James's Palace estaba repleta de callejuelas que conectaban callejones y patios. El hombre se metió en aquel laberinto caminando con seguridad.
– Esto no funcionará. Vamos a dejar que Deverell continúe. Nosotros nos dirigiremos a Pall Mall. Allí lo alcanzaremos.
Ella sintió cierta inquietud cuando dejaron de seguirlo y continuaron recto cuando él giró a la izquierda. Unas cuantas casas más allá, Leonora miró atrás y vio que Deverell llevaba la misma dirección que el caballero extranjero.
Llegaron a Pall Mall y giraron a la izquierda. Avanzaron muy despacio, atentos a las esquinas de la callejuelas que tenían por delante. No tuvieron que esperar mucho antes de que su presa apareciera. Caminaba incluso más rápido.
– Tiene prisa.
– Está nervioso -comentó Leonora.
– Quizá.
Tristan la hizo avanzar, Deverell volvió a relevarlos en las calles del sur de Piccadilly, y ellos se unieron al gentío que disfrutaba de un paseo por aquella importante vía.
– Aquí es donde podríamos perderlo. Mantente muy atenta.
Leonora le obedeció, examinando la multitud.
– Ahí está Deverell. -Tristan se detuvo y le dio un empujoncito para que mirara en la dirección correcta. Deverell acababa de llegar a Pall Mall y miraba a su alrededor-. ¡Maldita sea! -Tristan se irguió-. Lo hemos perdido. -Empezó a buscar entre la gente sin molestarse en disimular-. ¿Adónde diablos ha ido?
Leonora se acercó a los edificios y miró por el estrecho hueco que la gente dejaba. Captó un destello gris que luego desapareció.
– ¡Allí! -Cogió a Tristan del brazo y señaló hacia adelante-. Dos calles más allá.
Se abrieron paso a empujones, corrieron, llegaron a la esquina, giraron y luego redujeron el paso.
Leonora no se había equivocado, su presa estaba casi al final de la corta calle.
Aceleraron, luego el hombre torció a la derecha y desapareció de la vista. Tristan le hizo una señal a Deverell, que echó a correr.
– Por aquí. -Tristan empujó a Leonora hacia una estrecha callejuela que salía directa a la siguiente calle. Corrieron. Él la llevaba de la mano y la sujetó cuando resbaló.
Cuando llegaron a la otra calle, volvieron a caminar sin prisa mientras recuperaban el aliento. La callejuela por la que el hombre había girado daba a aquella misma calle pero un poco más adelante y esperaron a que el extranjero volviera a aparecer.
Pero no lo hizo.
Fueron hasta la esquina y se volvieron hacia la callejuela. Deverell estaba apoyado en una baranda en el otro extremo. Del hombre que habían estado siguiendo no había ni rastro. Deverell se incorporó y se acercó a ellos; sólo le costó unos pocos minutos alcanzarlos. Su rostro se veía adusto.
– Cuando he llegado aquí, había desaparecido.
Leonora se desanimó.
– Entonces, lo hemos perdido.
– No -replicó Tristan-. No del todo. Esperad aquí.
Cruzó la calle para acercarse a un barrendero apoyado en su escoba en mitad de la corta calle. Tristan metió la mano en el bolsillo interior de su desaliñada chaqueta y cogió un soberano; sostuvo la moneda entre los dedos, donde el barrendero pudiera verla mientras se apoyaba en la baranda, a su lado.
– ¿Conoces el nombre del caballero de gris que ha entrado en la casa del otro lado de la calle?
El hombre lo miró con recelo, pero el brillo del oro despejó todas sus dudas.
– Exactamente no sé cómo se llama. Es un tipo estirado. Pero he oído al portero llamarlo conde no-sé-qué, algo impronunciable que empieza por «F».
Tristan asintió.
– Eso ya me vale. -Le dejó caer la moneda en la palma de la mano y regresó junto a Leonora y Deverell sin esforzarse por reprimir una sonrisa petulante.
– ¿Y bien? -Como era de esperar, fue la luz de su vida quien lo presionó.
Tristan sonrió.
– El portero de la casa, la de en medio de la calle, conoce al hombre de gris como «conde no-sé-qué», algo impronunciable que empieza por «F».
Leonora frunció el cejo, miró hacia la casa en cuestión y finalmente se lo quedó mirando con los ojos entornados.
– ¿Y?
La sonrisa de Tristan se amplió; se sentía increíblemente bien.
– Ésa es la casa Hapsburg.
A las siete de la tarde, Tristan hizo pasar a Leonora a la antesala de la oficina de Dalziel, oculta en las profundidades de Whitehall.
– Veamos cuánto nos hace esperar.
Ella se arregló la falda sobre el banco de madera en el que Tristan la hizo acomodarse.
– Habría supuesto que era puntual.
Él se sentó a su lado y esbozó una sonrisa irónica.
– No tiene nada que ver con la puntualidad.
Leonora lo contempló.
– Ah. Es uno de esos extraños juegos a los que los hombres jugáis.
Tristan no dijo nada, se limitó a sonreír y se recostó en el asiento.
Sólo tuvieron que esperar cinco minutos.
La puerta se abrió y apareció un hombre elegante. Los vio, se quedó quieto un momento y luego, con grácil gesto, los invitó a pasar.
Tristan se levantó y ayudó a Leonora a levantarse mientras se colocaba su mano sobre el brazo. La condujo al interior de la oficina y se detuvo ante la mesa y las dos sillas colocadas delante.
Después de cerrar la puerta, Dalziel se acercó a ellos.
– La señorita Carling, supongo.
– Sí. -Leonora le tendió la mano y lo miró a los ojos, unos ojos tan penetrantes como los de Tristan-. Es un placer conocerlo.
El hombre desvió brevemente la vista hacia el rostro de Tristan; sus finos labios estaban levemente curvados cuando inclinó la cabeza y les señaló las sillas.
A continuación, rodeó la mesa y también se sentó.
– Entonces, ¿quién estaba tras los incidentes de Montrose Place?
– Un conde no-sé-qué, algo impronunciable que empieza con «F».
Imperturbable, Dalziel arqueó las cejas.
Tristan esbozó una fría sonrisa.
– Lo conocen en la casa Hapsburg.
– Ah.
– Y… -Sacó del bolsillo el dibujo que, para sorpresa de todos, Humphrey había hecho del conde-. Esto debería ayudar a identificarlo, es un retrato muy bueno.
Dalziel lo cogió, lo estudió y después asintió.
– Excelente. ¿Y aceptó la fórmula falsa?
– Por lo que sabemos, sí. A cambio, le entregó sus deudas a Martinbury.
– Bien. ¿Y Martinbury está de camino al norte?