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– La segunda vez… -sir Humphrey retomó el relato de los hechos-, Henrietta montó un escándalo. Aunque no estaba del todo segura de que hubiera alguien ahí, ¿eh, vieja amiga? -Acarició la cabeza de la soñolienta perra con el zapato-. Se asustó, podría haber sido cualquier cosa, pero, desde luego, nos despertó a todos.

Tristan desvió la mirada de la plácida perra al rostro de Leonora. Interpretó sus labios tensos, la expresión hermética y evasiva. Mantenía las manos apretadas en el regazo, pero no hizo ademán de intervenir.

Estaba demasiado bien educada para discutir con su tío y su hermano delante de él, un extraño. Seguramente, había renunciado ya a la batalla de minar su indiferente y distraída confianza.

– Sea como fuere -concluyó Jeremy alegremente-, el ladrón hace tiempo que ha desaparecido. Ahora, por aquí, de noche, reina un silencio sepulcral.

Tristan miró al joven a los ojos y decidió que estaba de acuerdo con Leonora. Necesitaría más que sospechas para convencer a sir Humphrey o a Jeremy de que prestaran atención a cualquier advertencia; por consiguiente, no dijo nada de Stolemore en los minutos restantes de su visita, que llegó a su fin de un modo natural. Se levantó, se despidió y luego miró a la joven. Tanto ella como Jeremy se pusieron de pie también, pero era con Leonora con quien él deseaba hablar. A solas.

Mantuvo la mirada fija en ella y dejó que el silencio se prolongara; su testaruda resistencia fue evidente para él, pero la capitulación llegó lo bastante rápido como para que tanto su tío como su hermano permanecieran totalmente ajenos a la batalla que se había librado ante sus propias narices.

– Acompañaré a lord Trentham a la puerta. -La mirada que le dirigió era gélida como el hielo y sus palabras cortantes.

Ni sir Humphrey ni Jeremy se dieron cuenta. Cuando, con una elegante inclinación de cabeza, Tristan les dio la espalda, pudo ver en sus ojos que ya estaban sumergiéndose en el mundo en el que vivían habitualmente.

Cada vez estaba más claro quién llevaba las riendas en aquella casa.

Leonora abrió la puerta de la biblioteca para acompañarlo al vestíbulo de la entrada. Henrietta levantó la cabeza, pero, por una vez, no la siguió, sino que volvió a acomodarse ante el fuego. La deserción sorprendió a Leonora por lo inusual, pero no tenía tiempo de reflexionar sobre aquello, porque debía despedir a un conde dictatorial.

Envuelta en una glacial calma, se dirigió a la puerta principal y se detuvo; Castor pasó junto a ella y se dispuso a abrir la puerta. Con la cabeza alta, Leonora miró a los ojos color avellana de Trentham.

– Gracias por su visita. Le deseo que tenga un buen día, milord.

Él sonrió, pero había algo más que encanto en su expresión y le tendió la mano.

Ella vaciló, pero él aguardó hasta que las buenas maneras la obligaron a ofrecerle la suya.

La sonrisa tan poco de fiar del conde se amplió cuando se la apretó con fuerza.

– ¿Podría dedicarme unos pocos minutos de su tiempo?

Bajo sus pesados párpados, su mirada era dura y clara. No tenía intención de soltarla hasta que cediera a sus deseos. Leonora intentó liberar sus dedos, Trentham apretó con un poco más de fuerza, lo suficiente para garantizarle que no lo conseguiría. No lo haría hasta que él se lo permitiera.

Leonora se indignó. Dejó que el reproche se reflejara en sus ojos. ¿Cómo se atrevía?

Las comisuras de los labios del conde se curvaron.

– Tengo información que le parecerá interesante.

Ella vaciló dos segundos. Luego, siguiendo el principio de no tirar piedras sobre su propio tejado, se volvió hacia Castor.

– Acompañaré a lord Trentham hasta la verja del jardín. No cierres con llave.

El mayordomo se inclinó y abrió. Leonora permitió que el conde saliera primero y éste se detuvo en el porche. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, él volvió la vista hacia atrás mientras la soltaba, luego la miró a los ojos y señaló el jardín.

– Sus jardines son asombrosos. ¿Quién los ha plantado y por qué?

Ella supuso que, por alguna razón, deseaba asegurarse de que nadie los oyera. Bajó la escalera a su lado.

– Cedric Carling, un primo lejano. Era un famoso botánico.

– ¿A qué se dedican su tío y su hermano?

Leonora se lo explicó mientras recorrían el serpenteante camino hasta la verja.

Trentham arqueó las cejas y la miró.

– Procede de una familia de autoridades en temas poco comunes. -Sus ojos color avellana la interrogaron-. ¿Cuál es su especialidad?

Leonora alzó la cabeza y se detuvo. Lo miró directamente a los ojos.

– Dijo que disponía de cierta información que pensaba que podía interesarme.

Su tono era frío como el hielo. Él sonrió, por una vez sin ningún encanto ni perspicacia. El gesto, extrañamente reconfortante, la llenó de emoción. La desarmó, pero luchó contra su efecto, mantuvo la mirada fija en la de él y observó cómo toda la frivolidad desaparecía y la seriedad se adueñaba de sus ojos.

– He visto a Stolemore. Había recibido una buena paliza hacía muy poco. Por lo que ha dado a entender, creo que debido a su fracaso en proporcionarle la casa de su tío a su misterioso comprador.

La noticia la conmocionó más de lo que le gustaría reconocer.

– ¿Le ha dado alguna pista de quién…?

Tristan negó con la cabeza.

– Nada. -Sus ojos buscaron los de ella y apretó los labios. Al cabo de un momento, murmuró-: Deseaba advertirla.

Leonora estudió su rostro y se obligó a preguntar:

– ¿De qué?

De nuevo, sus rasgos parecieron tallados en granito.

– A diferencia de su tío y su hermano, no creo que su ladrón haya abandonado el campo de batalla.

Tristan había hecho todo lo posible, ni siquiera pretendía hacer tanto. En realidad, no tenía derecho. Dada la situación de la familia Carling, quizá no hubiera debido involucrarse.

A la mañana siguiente, sentado a la cabecera de la mesa en la sala del desayuno de la mansión Trentham, hojeaba ocioso las páginas de las noticias mientras mantenía el oído puesto en los parloteos de tres de las seis mujeres que vivían con él y que habían decidido acompañarlo en su colación, aunque él mantenía la cabeza gacha.

Era muy consciente de que debería estar reconociendo el terreno social para buscar una esposa adecuada. Sin embargo, no lograba experimentar el menor entusiasmo por la tarea. Por supuesto, todas sus queridas ancianas lo observaban como halcones, a la espera de cualquier señal que les indicara que deseaba ayuda.

Debía reconocer que lo habían sorprendido al mostrarse tan respetuosas y no forzarlo a aceptar su ayuda por el momento y, sinceramente, esperaba que siguieran en esa línea.

– Millie, pásame la mermelada, por favor. ¿Habéis oído que a lady Warrington le han copiado su collar de rubíes?

– ¿Copiado? Santo Dios, ¿estás segura?

– Me lo dijo Cynthia Cunningham. Juró que era cierto.

Sus escandalizados comentarios se apagaron cuando la mente de Tristan regresó a los acontecimientos del día anterior.

No había previsto regresar a Montrose Place después de ver a Stolemore. Había abandonado el local en Motcomb Street totalmente absorto en sus pensamientos, y cuando alzó la vista, se encontraba en Montrose Place, en la puerta del número 14. Cedió a su instinto y entró.

A posteriori, se alegraba de haberlo hecho. El rostro de Leonora Carling cuando le habló de sus sospechas lo acompañó hasta mucho después de haberse marchado.

– ¿Visteis a la señorita Levacombe haciéndole ojitos a lord Mott?

Tristan levantó el periódico y lo sostuvo ante su rostro.

A él mismo lo había sorprendido su buena disposición, incondicional e inmediata, a usar la fuerza para sonsacarle in formación a Stolemore. Tenía que reconocer que lo habían entrenado para ser totalmente despiadado en su búsqueda de información vital. Lo que lo asombraba era que, por algún extraño giro de su mente, la información referente a las amenazas contra Leonora Carling hubiesen adquirido esa categoría para él cuando, antes del día anterior, ese estatus sólo lo habían alcanzado el rey y su país.