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– Usted estaba en la ventana, ¿qué ha visto?

Cuando Leonora vaciló e intentó organizar sus pensamientos, él insistió:

– Descríbamelo.

Soltó el codo y le ofreció el brazo. Ella, distraída, apoyó la mano en él y bajaron los escalones. Con el cejo fruncido por la concentración, caminó a su lado hacia la verja delantera.

– Era alto, eso usted ya lo ha visto. Pero me ha dado la impresión de que era joven. -Le lanzó una mirada de soslayo-. Más joven que usted.

Tristan asintió.

– Continúe.

– Era tan alto como Jeremy, pero no mucho más, y delgado más que robusto. Se movía con esa especie de desgarbada gracilidad que los hombres jóvenes tienen a veces y corría bien.

– ¿Rasgos?

– Pelo oscuro. -Vaciló-. Diría que incluso más oscuro que el suyo, posiblemente negro. En cuanto a su rostro… -Miró al frente, recordando la fugaz imagen que había captado-. Buenos rasgos. No aristocráticos, pero tampoco comunes.

Miró a Trentham a los ojos.

– Estoy segura de que era un caballero.

Al salir a la acera y exponerse a las ráfagas de fuerte viento que azotaban la calle, el conde la atrajo hacia él, hacia el cobijo de sus hombros. Bajaron la cabeza y recorrieron rápido los pocos metros que los separaban de la puerta principal del número 14.

Leonora debería haberse resistido y haberse despedido allí de él, pero Trentham abrió la verja y la hizo avanzar antes de que ella pudiera pensar en todas las dificultades que le supondría el hecho de que le permitiera acompañarla hasta la puerta principal.

Pero el jardín, como siempre, la tranquilizó, la convenció de que no habría ningún problema. Como plumeros invertidos, una profusión de hojas bordeaba el camino, aquí y allá una flor de aspecto exótico surgía de un largo y fino tallo. Los arbustos daban forma a los macizos; los árboles acentuaban el diseño elegante. Incluso en esa estación del año, unas pocas flores blancas asomaban por debajo del cobijo de las tupidas hojas verde oscuro.

Aunque la noche era gélida, el viento que azotaba las ramas más altas de los árboles no los alcanzaba gracias a la protección del alto muro de piedra. En el suelo, todo permanecía inmóvil, tranquilo. Cuando doblaron el último recodo del camino, Leonora miró más allá y vio una luz a través de los arbustos y las ramas, que procedía de las ventanas de la biblioteca. Por suerte, dicha estancia estaba lo bastante lejos del otro extremo de la casa, lindando con el número 16, para que no hubiera peligro de que Jeremy o Humphrey oyeran sus pasos sobre la gravilla y se asomaran.

Sin embargo, sí podían oír si se producía un altercado en el porche delantero.

Cuando miró a Trentham, vio que sus ojos también se habían visto atraídos por las ventanas iluminadas. Leonora se detuvo, apartó la mano de su brazo y se colocó frente a él.

– Me despido aquí.

Tristan bajó la mirada hacia ella, pero no le respondió in mediatamente. Por lo que podía ver, tenía tres opciones: podía aceptar su despedida, dar media vuelta y alejarse; o bien, podía cogerla del brazo, llevarla hasta la puerta principal y, con las explicaciones pertinentes y detalladas, dejarla en manos de su tío y de su hermano.

Ambas alternativas le parecían cobardes. La primera por doblegarse ante su negativa a aceptar la protección que necesitaba y salir corriendo, algo que nunca en su vida había hecho. La segunda, porque sabía que ni su tío ni su hermano, por mucho que la joven lograra enfurecerlos, serían capaces de controlarla, no durante más de un día. Todo ello no le dejaba otra salida que la tercera.

Mirándola a los ojos, dejó que lo que sentía endureciera su tono.

– Ir a esperar al ladrón esta noche ha sido increíblemente imprudente.

Ella alzó la cabeza; sus ojos centellearon.

– Sea como fuere, si no lo hubiera hecho, ni siquiera sabríamos qué aspecto tiene. Usted no lo ha visto, yo sí.

– ¿Y qué…? -Su voz había adquirido un tono glacial muy similar al que habría usado para increpar a un subalterno que se hubiera comportado de un modo temerario-. ¿Qué cree que habría pasado si yo no hubiera estado allí?

Una reacción, repentina y aguda, lo atravesó; hasta ese momento no se había permitido imaginar esa posibilidad. Cuando esa furia lo dominó, entornó los ojos y dio un paso hacia ella para intimidarla.

– Déjeme que le plantee una hipótesis y corríjame si me equivoco. Al oír la pelea en el sótano, usted habría bajado corriendo para meterse directamente en la boca del lobo, en medio de la refriega. Y entonces, ¿qué? -Dio otro paso y Leonora retrocedió, pero sólo un poco. Luego, tensó la espalda y levantó aún más la cabeza, mirándolo desafiante.

Tristan, a su vez, bajó la cabeza, acercó más la cara a la de ella y gruñó.

– Dejando aparte lo que le ha sucedido a Biggs, tras haber visto todas las molestias que el ladrón se tomó con Stolemore, puedo asegurarle que no habría sido agradable. ¿Qué… qué imagina que le habría pasado?

Su voz no se había elevado, sino que se había hecho más profunda, más áspera. Ganó poder cuando sus palabras le transmitieron la realidad del peligro que había corrido.

Con la espalda rígida y la mirada tan fría como la noche, Leonora dijo:

– Nada.

Tristan parpadeó.

– ¿Nada?

– Habría hecho que Henrietta lo atacara.

Él bajó la mirada hacia la perra, que suspiró pesadamente y luego se sentó.

– Como he dicho, esos supuestos intrusos son mi problema. Soy perfectamente capaz de encargarme por mí misma de cualquier cosa que surja.

Tristan apartó la mirada de la perra para dirigirla hacia ella.

– No tenía intención de llevarse a Henrietta con usted.

Leonora no sucumbió a la tentación de apartar la vista.

– No obstante, tal como han ido las cosas, lo he hecho. Así que no he corrido ningún peligro.

Algo cambió en el rostro de Trentham, en sus ojos.

– ¿Por el simple hecho de que Henrietta esté con usted, ya no corre ningún peligro?

Su voz había vuelto a sonar fría y dura, pero inexpresiva, como si toda la pasión que había habido en ella un momento antes hubiera desaparecido, se hubiera consumido.

Leonora pensó sus palabras, vaciló, pero no encontró ningún motivo para no asentir.

– Exacto.

– Piénselo de nuevo.

Ella había olvidado lo rápido que podía moverse. Lo impotente que podía hacerla sentirse.

Lo total y completamente impotente que estaba, atrapada entre sus brazos, pegada a él que la besaba sin piedad.

El impulso de resistirse surgió, pero se extinguió antes de que pudiera reaccionar. Sintió que se ahogaba bajo una gran oleada de sentimientos. Los de ella y los de él.

Algo entre ellos se encendió; no ira, ni conmoción, sino algo más próximo a la ávida curiosidad.

Cerró las manos sobre su abrigo, agarrándolo con fuerza y sujetándose a él cuando una fuerte oleada de sensaciones la elevó, la dominó y la atrapó, no sólo con sus brazos sino con una miríada de hebras de fascinación, con el movimiento de sus labios, fríos y duros sobre los suyos, con la inquieta flexión de sus dedos sobre los antebrazos, como si anhelara ir más allá, explorar y acariciar, como si anhelara atraerla aún más cerca.

Una avalancha de escalofríos descendió en cascada, atravesándola; la excitación provocó a sus nervios, aumentó su fascinación. Ya la habían besado antes, pero nunca así. Nunca había surgido el placer ni había sentido ese codicioso deseo con una caricia tan simple.

Los labios de Trentham se movieron sobre los suyos, implacables, despiadados, hasta que ella cedió a la obvia presión y los abrió. Su mundo se sacudió cuando él la obligó a abrirlos más y le buscó la lengua con la suya.

Leonora se tensó. Trentham lo ignoró, acarició, luego tanteó. Algo en el interior de ella se balanceó, se tambaleó, quebrándose luego. La sensación se derramó por sus venas, fluyendo sin cesar, caliente, abrasadora, brillante. Otro destello, otra aguda conmoción de sensaciones. Habría soltado un grito ahogado, pero él la pegó a su cuerpo con su férreo brazo, que la recorrió y se tensó, distrayéndola mientras profundizaba más el beso.