– ¿Tenemos un trato?
Leonora parpadeó, volvió a centrarse en su mirada, luego su pecho se hinchó al tomar una profunda inspiración y asintió.
– Muy bien.
Le soltó la muñeca; Leonora prácticamente se la arrebató de la mano.
– Pero con una condición.
Tristan arqueó las cejas, ahora tan altanero como ella.
– ¿Qué?
– Observaré y escucharé y no haré nada más si usted promete venir a verme y contarme lo que haya descubierto en cuanto lo descubra.
Él la miró a los ojos, reflexionó, luego relajó los labios e inclinó la cabeza.
– En cuanto sea posible, le contaré cualquier descubrimiento que haga.
Leonora se sintió más tranquila y se sorprendió por ello. Tristan ocultó una sonrisa y se inclinó.
– Que tenga buen día, señorita Carling.
Ella le sostuvo la mirada un momento más y luego inclinó la cabeza.
– Que tenga un buen día usted también, milord.
Pasaron los días.
Leonora observó y escuchó, pero no sucedió nada. Estaba satisfecha con su acuerdo; en realidad, había poco más que pudiera hacer, aparte de observar y escuchar, y el hecho de saber que si sucedía algo, Trentham esperaba que lo hiciera partícipe del mismo le pareció inesperadamente alentador. Había crecido acostumbrada a actuar sola. De hecho, evitaba que los demás la ayudaran, porque lo más probable era que la estorbaran. Sin embargo, al conde lo consideraba, sin lugar a dudas, muy capaz, y con él implicado, estaba convencida de que solucionarían el tema de los robos.
En el número 12 empezó a aparecer personal y, de vez en cuando Trentham se acercaba a la casa, según la informaba Toby, pero no se aventuró a llamar a la puerta de los Carling.
Lo único que la preocupaba eran los recuerdos del beso de aquella noche. Había intentado olvidarlo, borrarlo de su mente, había sido una aberración por parte de ambos. Sin embargo, olvidar cómo se aceleraba su pulso cada vez que él se acercaba fue mucho más difícil. Y no tenía ni idea de cómo interpretar su comentario sobre que lo que había entre ellos no había desaparecido.
¿Se refería a que pretendía seguir adelante con eso?
No obstante, había afirmado que no estaba interesado en devaneos y, a pesar de su antigua ocupación, Leonora estaba aprendiendo a tomarse sus palabras en serio.
La verdad era que el tacto con que había tratado al viejo soldado Biggs, su discreción al no hablar sobre sus aventuras nocturnas y el encanto sin igual que había mostrado con la señorita Timmins, esforzándose por tranquilizar a la anciana y velar por la seguridad de las dos mujeres, había mejorado en gran medida la opinión que tenía de él.
Quizá Trentham fuese verdaderamente una de esas excepciones que confirman la regla, un militar digno de confianza, uno del que se podía fiar, al menos en ciertos asuntos.
A pesar de eso, no estaba del todo segura de si él realmente le contaría todo lo que descubriera. Aun así, de no ser por aquel hombre, le habría concedido unos cuantos días más de gracia.
Al principio, fue simplemente una sensación, un cosquilleo en la piel, una extraña impresión de ser observada. No sólo en la calle, sino también en el jardín trasero, y esto último la puso nerviosa, porque el primero de los ataques había sucedido en la puerta del jardín delantero; desde entonces, ya no paseaba por allí, había empezado a llevar a Henrietta adondequiera que fuera o, si eso no era posible, a un lacayo.
Con el tiempo, se había calmado. Pero entonces, mientras paseaba por el jardín trasero a última hora de una fría tarde del mes de febrero, atisbó a un hombre casi al fondo del jardín, más allá del seto que dividía el largo terreno. Enmarcada por el arco central del mismo, una figura oscura y esbelta cubierta con una capa oscura la observaba entre las parcelas del huerto.
Leonora se quedó paralizada. No era el mismo hombre que la había abordado en enero, la primera vez junto a la puerta del jardín delantero y la segunda en la calle. Ése era más pequeño, más delgado, por eso pudo resistirse y soltarse.
El que la observaba en ese momento parecía infinitamente más amenazador. Permanecía en silencio y, aunque estaba inmóvil, se trataba de la inmovilidad propia de un depredador que aguardaba su momento. Sólo los separaba una pequeña extensión de césped y Leonora tuvo que resistir al impulso de llevarse una mano a la garganta, luchar contra el instinto de salir corriendo, contra la convicción de que, si lo hacía, él se abalanzaría sobre ella.
Henrietta se acercó sin prisa, vio al hombre y gruñó. La vibrante advertencia continuó aumentando de manera sutil. Finalmente, el animal se enfureció y se colocó entre ella y el intruso, que continuó inmóvil un instante más, luego se dio la vuelta y desapareció de la vista.
Leonora miró a Henrietta. El corazón le martilleaba incómodamente. El animal continuó alerta hasta que un lejano ruido sordo llegó a sus oídos. Un instante después, la perra ladró, se relajó y se volvió con calma en dirección a las puertas de la salita.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Leonora y, con los ojos muy abiertos, escrutando cada sombra, entró a toda prisa en la casa.
A la mañana siguiente, a las once, la hora más temprana a la que era aceptable ir de visita, llamó al timbre de la elegante casa de Green Street que, según le había dicho el muchacho que barría en la esquina, pertenecía al conde de Trentham.
Un mayordomo imponente aunque de aspecto amable abrió la puerta.
– ¿Sí, señora?
Leonora se irguió.
– Buenos días. Soy la señorita Carling, de Montrose Place. Deseo hablar con lord Trentham, por favor.
El mayordomo pareció verdaderamente apesadumbrado.
– Por desgracia, ahora mismo su señoría no está.
– Oh. -Había supuesto que estaría en casa, que, como muchos hombres modernos, era improbable que pusiera un pie en la calle antes del mediodía. Tras un momento de duda durante el cual no se le ocurrió nada, ninguna otra vía de acción, miró al mayordomo-. ¿Sabe si tiene previsto regresar pronto?
– Me aventuraría a decir que su señoría estará de vuelta en menos de una hora, señorita. -Debió de ver su determinación, porque abrió más la puerta-. ¿Desea esperarle?
– Gracias. -Leonora permitió que un deje de aprobación tiñera sus palabras. El mayordomo tenía un rostro de lo más amable. Cruzó el umbral y, al instante, la impresionó lo espacioso y luminoso que era el vestíbulo, todo ello subrayado por el elegante mobiliario.
El hombre cerró la puerta y le dedicó una alentadora sonrisa.
– Si me acompaña, señorita.
Ella inclinó la cabeza y lo siguió por el pasillo. De repente, se dio cuenta de que se sentía más calmada.
Tristan regresó a Green Street poco después del mediodía, no había adelantado mucho y cada vez estaba más preocupado. Subió la escalera, sacó su llave y entró. Aún no se había acostumbrado a esperar a que Havers le abriera la puerta y lo liberara del bastón y el abrigo, todo cosas que él era perfectamente capaz de hacer por sí mismo.
Colocó el bastón en el perchero, dejó el abrigo sobre una silla y se dirigió sin hacer ruido a su estudio, con la esperanza de pasar delante de la salita de estar sin que lo viera ninguna de sus queridas ancianas. Una esperanza demasiado tenue, porque, independientemente de lo que estuvieran haciendo, siempre parecían percibir su presencia y alzaban la vista justo a tiempo para sonreírle y abordarlo.
Por desgracia, no había otro camino para llegar a su estudio y Tristan había llegado a la conclusión de que su tío abuelo, que había hecho reformas en la casa, era un masoquista.
La salita de estar era una estancia llena de luz, construida como una ampliación de la casa principal. Estaba unos cuantos escalones por debajo del nivel del pasillo, separada de éste por tres grandes arcos. Dos albergaban enormes arreglos florales en urnas, que le proporcionaban algo de cobertura, pero el del medio era una despejada entrada.