Tan silencioso como un ladrón, se acercó al primer arco y, oculto a la vista, se detuvo para escuchar. Hasta él llegó un parloteo de voces femeninas, el grupo estaba al fondo de la estancia, donde, a través de un gran ventanal, la luz de la mañana bañaba dos divanes y varios sillones. Le costó un momento adaptar el oído para distinguir las voces. Ethelreda estaba allí, Millie, Flora, Constance, Helen, y sí, Edith también. Charlaban sobre nudos, ¿nudos franceses? ¿Qué era eso? Y el punto de hoja y no entendía qué más…
Hablaban de bordados.
Frunció el cejo. Todas bordaban como mártires, pero era el único campo en el que surgía una verdadera competencia entre las ancianas; nunca las había oído hablar de su interés común antes, y mucho menos con tanto entusiasmo.
Entonces, oyó otra voz y su sorpresa fue absoluta.
– Me temo que nunca he sido capaz de conseguir que los hilos queden así.
Leonora.
– Ah, bueno, querida, lo que tienes que hacer…
No escuchó el resto del consejo de Ethelreda, estaba demasiado ocupado especulando sobre qué podría haber llevado a la joven allí.
La conversación en la salita de estar continuó: Leonora pedía consejo y sus queridas ancianas se lo daban encantadas.
Vívida en su mente estaba la pieza de bordado abandonada en la salita en Montrose Place. Puede que ella no tuviera talento para el bordado, pero él habría jurado que tampoco tenía ningún interés real.
Le picó la curiosidad. El arreglo floral más cercano era lo bastante alto como para ocultarlo. Dos pasos rápidos y se encontró detrás del mismo. Miró entre las lilas y los crisantemos y vio a Leonora sentada en medio de uno de los divanes, rodeada por todas partes por sus queridas tías.
La luz del sol invernal le daba en la espalda, un centelleante haz que se derramaba sobre ella y arrancaba reflejos granates de su pelo oscuro, mientras dejaba el rostro y los delicados rasgos sumidos en tenues y misteriosas sombras. Con aquel vestido rojo oscuro, parecía una madonna medieval, la encarnación de la pasión y la virtud femenina, de la fuerza y la fragilidad de la mujer. Tenía la cabeza gacha y examinaba un tapete bordado que descansaba sobre sus rodillas.
Tristan observó cómo animaba a su anciana audiencia a que le explicara más cosas, a participar. También la vio intervenir, acabando con cualquier repentino brote de rivalidad y calmando a ambas partes con observaciones diplomáticas. Las tenía cautivadas.
«Y no sólo a ellas.»
Tristan se sobresaltó cuando esas palabras resonaron en su mente. Pero así y todo no se dio media vuelta y se marchó, sino que se limitó a quedarse allí, en silencio, observándola a través de las flores.
– ¡Ah, milord!
Con unos reflejos incomparables, Tristan dio un paso hacia adelante y se volvió dando la espalda al salón. Podrían verlo, pero el movimiento haría que pareciera que pasaba por allí en ese momento.
Miró a su mayordomo con cara de resignación.
– ¿Sí, Havers?
– Ha venido una dama, milord. La señorita Carling.
– ¡Ah! ¡Trentham!
Se volvió cuando Ethelreda lo llamó. Millie se levantó y le hizo señas.
– Tenemos aquí a la señorita Carling.
Las seis le dedicaron una amplia sonrisa. Tristan despidió a Havers con un gesto de la cabeza, bajó los escalones y se acercó al grupo no muy seguro de la impresión que se estaba llevando. Parecía como si creyeran que habían mantenido cautiva a Leonora sólo para él, atrapada, acorralada, como si le hubieran estado guardando una sorpresa especial.
La joven se levantó con un ligero rubor en las mejillas.
– Sus tías han sido muy amables al hacerme compañía. -Lo miró a los ojos-. He venido porque se han producido ciertos acontecimientos en Montrose Place que creo que debería conocer.
– Sí, por supuesto. Gracias por venir. Retirémonos a la biblioteca y allí podrá explicármelos. -Le ofreció la mano y ella alargó la suya al tiempo que inclinaba la cabeza.
La alejó de sus ancianas paladinas y se despidió de éstas con un gesto de la cabeza.
– Gracias por entretener a la señorita Carling en mi ausencia.
No tenía ninguna duda de cuáles eran los pensamientos que se escondían tras aquellas alegres sonrisas.
– Oh, ha sido un placer.
– Sí, es tan encantadora…
– Venga a visitarnos de nuevo, querida.
Sonrieron e inclinaron la cabeza; Leonora les devolvió la sonrisa, agradecida, y luego dejó que Trentham le colocara la mano sobre el brazo y la guiara. Juntos subieron los escalones hasta el pasillo y Tristan no necesitó mirar atrás para saber que seis pares de ojos los observaban aún ávidamente. Cuando llegaron al vestíbulo principal, Leonora lo miró.
– No sabía que tuviera una familia tan amplia.
– No la tengo. -Abrió la puerta de la biblioteca y la hizo pasar-. Ése es el problema. Sólo estamos ellas y yo. Y también las otras.
Leonora apartó la mano de su brazo y se volvió para mirarlo.
– ¿Las otras?
Él le señaló con una mano los sillones que se encontraban frente al llameante hogar.
– Hay ocho más en Mallingham Manor, mi casa en Surrey.
Leonora se dio la vuelta y se sentó. La sonrisa de Trentham desapareció cuando se acomodó en el sillón opuesto.
– Ahora, vayamos al grano. ¿Por qué ha venido?
Ella vio en su cara todo lo que había ido a buscar: consuelo, fuerza, aptitud. Tomó aire, se recostó en su asiento y se lo explicó.
Trentham no la interrumpió; cuando acabó, le hizo una serie de preguntas para aclarar dónde y cuándo se había sentido observada. En ningún momento intentó poner en duda sus palabras. Trató todo lo que le dijo como un hecho, no como una fantasía.
– ¿Y está segura de que era el ladrón?
– Sin duda. Sólo lo vi brevemente cuando se movió, pero lo hizo con la misma agilidad. -Lo miró a los ojos-. Estoy segura de que era él.
Trentham asintió.
– ¿Supongo que no le ha contado a su tío o a su hermano nada de esto?
Leonora arqueó las cejas con gesto de fingida altanería.
– Pues resulta que sí.
Cuando no dijo nada más, Trentham insistió:
– ¿Y?
Su sonrisa no fue tan alegre como le habría gustado.
– Cuando les mencioné que me sentía observada, sonrieron y me dijeron que estaba reaccionando de un modo exagerado a los recientes acontecimientos. Humphrey me dio unas palmaditas en el hombro y me dijo que no debería preocuparme por cosas así, que no había necesidad, que todo volvería pronto a la normalidad.
»En cuanto al hombre al fondo del jardín, estaban seguros de que me habría confundido. Un efecto de la luz, el movimiento de las sombras. Una imaginación demasiado activa. Me dijeron que no debería leer tantas novelas de la señora Radcliffe. Además, Jeremy señaló, como si se tratase de una prueba definitiva, que la puerta del jardín trasero siempre está cerrada con llave.
– ¿Es así?
– Sí. -Clavó la mirada en los ojos color avellana de él-. Pero el muro está cubierto de hiedra a ambos lados. Cualquier hombre razonablemente ágil no tendría ninguna dificultad en trepar por ahí.
– Lo que encajaría con el ruido sordo que oyó.
– Exacto.
Trentham se echó hacia atrás, apoyó el codo en un brazo del sillón, se sujetó la barbilla y empezó a darse golpecitos en los labios con un largo dedo. Tenía la vista perdida. Sus ojos brillaban, duros, casi cristalinos bajo los pesados párpados. Sabía que ella estaba allí, no la ignoraba, pero en ese momento estaba absorto.
Nunca antes había tenido una oportunidad así de estudiarlo, de asimilar la realidad de la fuerza que contenía aquel gran cuerpo, de apreciar la amplitud de sus hombros, disimulada por la chaqueta, confeccionada de un modo soberbio, o las largas y fibrosas piernas, con aquellos músculos resaltados por unos ajustados pantalones de gamuza que desaparecían en unas resplandecientes botas altas. Tenía los pies muy grandes.