Siempre vestía con elegancia. Sin embargo, era una elegancia discreta, no necesitaba ni deseaba llamar la atención. De hecho, evitaba hacerlo. Incluso sus manos, que, en opinión de Leonora, quizá eran su mejor rasgo, estaban adornadas sólo por un sencillo sello de oro.
Lo más destacado en aquel hombre, ella lo definiría sin lugar a dudas, como una discreta y elegante fuerza. Era como un aura que emanaba de él, no fruto de su ropa o sus modales, sino algo inherente, innato, que se manifestaba. Esa discreta fuerza le pareció atractiva de repente. Reconfortante también.
Sus labios se curvaron en una dulce sonrisa cuando volvió a dirigir la mirada hacia ella. Arqueó una ceja, pero Leonora negó con la cabeza y permaneció en silencio. Relajados en los sillones, en la quietud de la biblioteca, se estudiaron el uno al otro.
Y algo cambió.
Leonora sintió que la excitación, una insidiosa emoción, la invadía lentamente; un sutil latigazo, la tentación de un placer ilícito. El calor surgió. De repente, sintió que le costaba respirar.
Siguieron mirándose a los ojos. Ninguno se movió.
Finalmente, fue ella quien rompió el hechizo al desviar la vista hacia las llamas de la chimenea. Tomó aire. Se recordó que no debía ponerse en ridículo; estaban en casa de él, en su biblioteca, no la seduciría bajo su propio techo, con sus sirvientes y las ancianas a su cargo allí.
Trentham se movió y se irguió.
– ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
– He cruzado el parque andando. -Lo miró-. Me ha parecido el camino más seguro.
Él asintió y se levantó.
– La llevaré a casa. Tengo que ir a echar un vistazo al número doce.
Observó cómo tiraba de la campanilla y daba órdenes a su amable mayordomo. Cuando se volvió de nuevo hacia ella, Leonora aprovechó para preguntarle:
– ¿Ha averiguado algo?
Trentham negó con la cabeza.
– He estado investigando varias posibilidades. He intentado averiguar si existe algún rumor sobre hombres que busquen algo en Montrose Place.
– ¿Y existe alguno?
– No. -La miró a los ojos-. Tampoco lo esperaba. Hubiera sido demasiado fácil.
Ella hizo una mueca y se levantó cuando Havers regresó para anunciar que el coche de dos caballos estaba preparado.
Mientras Leonora se ponía la pelliza y él el abrigo y ordenaba a un sirviente que fuera a buscarle los guantes para conducir, Tristan se exprimió el cerebro en busca de cualquier posibilidad que no hubiera explorado, cualquier puerta abierta que no hubiera visto. Había hablado con unos cuantos sirvientes antiguos y otros que aún trabajaban allí, en busca de información; estaba seguro de que se enfrentaban a algo concreto relacionado con Montrose Place, porque no había ningún rumor de bandas o individuos que se comportaran de un modo similar en ninguna otra parte de la capital. Lo que daba más fuerza a su suposición de que había algo en el número 14 que el misterioso ladrón deseaba.
Mientras rodeaban el parque en su coche de caballos, le explicó a ella sus deducciones.
Leonora frunció el cejo.
– He preguntado a los sirvientes. -Levantó la cabeza y se sujetó un mechón de pelo suelto que se le agitaba con la brisa-. Nadie tiene ni idea de qué puede haber en la casa especialmente valioso. Más allá de la respuesta obvia, que sería algo de la biblioteca.
Tristan la observó, luego desvió la mirada a los caballos. Al cabo de un momento, le preguntó:
– ¿Es posible que su tío y su hermano oculten algo importante? ¿Por ejemplo, que hubieran hecho un descubrimiento y desearan mantenerlo en secreto durante un tiempo?
Ella negó con la cabeza.
– A menudo, hago de anfitriona en sus cenas de eruditos. Hay mucha competencia y rivalidad en su campo, pero en vez de ser reservados respecto a sus descubrimientos, suelen gritar a los cuatro vientos cualquier nuevo hallazgo, aunque sea de poca importancia, y lo hacen en cuanto tienen la primera oportunidad.
Tristan asintió.
– Así que es poco probable.
– Sí, pero… si lo que sugiere es que podría ser que Humphrey o Jeremy se hubieran topado con algo bastante valioso y no sean conscientes de ello, o que quizá sí lo sean, pero no le atribuyan el valor que realmente tiene… -lo miró- tendría que estar de acuerdo con usted.
– Muy bien. -Habían llegado a Montrose Place; se detuvo en la puerta del número 12-. Tendremos que suponer que algo de ese tipo es el quid de la cuestión.
Le lanzó las riendas al lacayo, que había saltado de la parte de atrás del carruaje y llegaba corriendo. A continuación, se apeó y la ayudó a bajar.
Cogidos del brazo, la acompañó a la puerta del número 14. Allí, Leonora retrocedió y se volvió hacia él.
– ¿Qué cree que deberíamos hacer?
La miró directamente a los ojos. No vio rastro de su máscara habitual. Al cabo de un segundo, respondió en voz baja:
– No lo sé.
Su dura mirada estaba clavada en la de ella, le cogió la mano y entrelazó los dedos con los suyos. A Leonora, el pulso se le aceleró ante el contacto. Trentham se llevó su mano a los labios y le rozó los dedos con ellos. Luego, sin prisa, volvió a acariciarle la piel con los labios, saboreándola descaradamente.
Por un momento, ella sintió que se mareaba.
Los ojos de Trentham estudiaron los suyos, luego murmuró con voz profunda y grave:
– Déjeme que piense. Vendré a verla mañana y podremos discutir cuál es el mejor procedimiento que seguir.
La piel le ardía en el lugar donde sus labios la habían rozado. Logró asentir con la cabeza y retrocedió. Él dejó que sus dedos se deslizaran por los de ella. Leonora abrió la verja y entró. Luego, lo observó a través de la misma.
– Hasta mañana, entonces.
El pulso le martilleaba con fuerza y se lo notaba palpitar en la punta de los dedos. Se dio la vuelta y se alejó por el camino hacia la casa.
CAPÍTULO 05
– ¿Es aquí?
Tristan asintió a Charles St. Austell y abrió la puerta del local de Stolemore. Cuando se pasó por uno de los clubes más pequeños, el Guards, la noche anterior, ya había decidido hacerle una visita a Stolemore y mostrarse un poco más persuasivo. Encontrarse a Charles había sido un golpe de suerte demasiado bueno para desaprovecharlo. Cualquiera de los dos podía ser lo bastante amenazador como para convencer casi a cualquiera de que hablara; si iban juntos, no cabía duda de que el hombre les diría todo lo que desearan saber.
Cuando Tristan le explicó sus planes, Charles accedió de inmediato a acompañarlo. De hecho, se podría decir que se mostró más que dispuesto a ayudar y a volver a poner en práctica sus peculiares talentos.
La puerta se abrió hacia adentro y Tristan entró primero. Esa vez, Stolemore estaba detrás de su mesa. Alzó la vista al oír sonar la campanilla y entrecerró los ojos al reconocer a Tristan, que avanzó con la mirada fija en el desventurado agente. Los ojos de éste se abrieron como platos y, cuando desvió la mirada hacia Charles, palideció y se puso rígido.
Tristan oyó a su amigo moverse detrás de él, pero no se giró. Sus sentidos le informaron de que había dado la vuelta al cartel de madera que había en la puerta, informando de que el local estaba cerrado luego le llegó el sonido de los aros metálicos sobre la madera y la estancia se oscureció cuando Charles cerró las cortinas de las ventanas delanteras.
La expresión de Stolemore, con los ojos llenos de temor, indicaba que comprendía muy bien su amenaza. Se agarró del borde de la mesa y echó la silla hacia atrás.
Con el rabillo del ojo, Tristan observó cómo Charles atravesaba el despacho sin hacer ruido y se apoyaba con los brazos cruzados en el marco de la entrada que daba al interior de la vivienda, donde también había una cortina. Su sonrisa habría podido ser la de un demonio.