El mensaje estaba claro. Para escapar de la pequeña oficina, Stolemore tendría que enfrentarse a uno o a otro. Y aunque el agente era un hombre pesado, más corpulento que él o que Charles, no les cabía ninguna duda de que no lo conseguiría.
Tristan sonrió, no con humor, aunque de un modo bastante dulce.
– Lo único que queremos es información.
Stolemore se humedeció los labios mientras los miraba alternativamente.
– ¿Sobre qué?
Su voz sonó áspera, crispada por el miedo.
Tristan hizo una pausa, como si saboreara el sonido, luego respondió en voz baja:
– Quiero el nombre y todos los datos que tenga de la persona o personas que deseaban comprar el número catorce de Montrose Place.
Stolemore tragó saliva y volvió a echarse hacia atrás mientras miraba a uno y a otro.
– Yo no hablo de mis clientes. Me juego mi reputación si doy información de ese tipo.
De nuevo, Tristan esperó, sin apartar los ojos del rostro del hombre. Cuando el silencio se prolongó hasta volverse tenso, tensando también los nervios de Stolemore, le preguntó con suavidad:
– ¿Y qué imagina que le va a costar no complacernos?
El agente palideció aún más; los moretones de la paliza propinada por los mismos a quienes intentaba proteger eran claramente visibles en su pálida piel. Se volvió hacia Charles como si calculara sus posibilidades; un instante más tarde, volvió a mirar a Tristan. Tras sus ojos brilló la perplejidad.
– ¿Quiénes son ustedes?
Tristan respondió con tono firme, sin inflexiones.
– Somos unos caballeros a los que no les gusta ver que alguien se aprovecha de inocentes. Basta con decir que las recientes actividades de su cliente no nos han sentado nada bien.
– De hecho -intervino Charles. Su voz sonó como un grave ronroneo-, se podría decir que nos han hecho perder la calma.
Sus últimas palabras eran una clara amenaza.
Stolemore miró a Charles, luego volvió rápidamente la atención a Tristan.
– Muy bien. Se lo diré, pero a condición de que no le digan que fui yo quien les dio su nombre.
– Puedo asegurarle que cuando lo atrapemos no perderemos el tiempo en discutir cómo lo encontramos. -Tristan alzó las cejas-. De hecho, puedo garantizarle que en ese momento tendrá asuntos mucho más urgentes que atender.
Stolemore reprimió un bufido nervioso y abrió un cajón de su escritorio. Cuando Tristan y Charles se movieron, silenciosos y amenazadores, el hombre se paralizó, luego los miró inquieto. Se habían colocado de tal modo que ahora se encontraba entre los dos.
– Es sólo un libro -dijo con voz ronca-. ¡Lo juro!
Pasó un segundo, luego Tristan asintió.
– Sáquelo.
Sin apenas respirar, Stolemore sacó muy despacio un libro de contabilidad del cajón. La tensión disminuyó un poco; el agente colocó el libro sobre la mesa y lo abrió. Buscó, pasando apresuradamente las páginas, luego deslizó el dedo por una y se detuvo.
– Escríbalo -le ordenó Tristan.
Stolemore obedeció, aunque él ya había leído la anotación y la había memorizado. Cuando el hombre acabó y le pasó el trozo de papel con la dirección, sonrió, de un modo agradable esta vez, y lo cogió.
– Así… -sostuvo la mirada de Stolemore mientras se metía el papel en el bolsillo interior del abrigo- si alguien le pregunta, puede jurar sin ningún cargo de conciencia que usted no le ha dicho el nombre o la dirección a nadie. Y bien, ¿qué aspecto tenía? Sólo era uno, por lo que veo.
El agente asintió y señaló con la cabeza hacia el bolsillo en el que había desaparecido el papel.
– Sólo él. Un tipo muy desagradable. Parecía un caballero, pelo negro, piel clara, ojos castaños. Bien vestido, pero no de la calidad de Mayfair. Pensé que era uno de esos encopetados que vienen del campo; se comportaba con la suficiente arrogancia. Joven, pero malvado e irascible. -Alzó una mano hacia los moretones que tenía en un ojo-. Por lo que mí respecta, mejor si no lo vuelvo a ver nunca.
Tristan inclinó la cabeza.
– Veremos qué podemos hacer al respecto.
Se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Charles lo siguió. Fuera, en la calle, se detuvieron y Charles hizo una mueca.
– Por mucho que me apetezca ir a echarle un vistazo a nuestro bastión… -su diabólica sonrisa desapareció- y a nuestra encantadora vecina, tengo que regresar a Cornualles.
– Gracias. -Tristan le tendió la mano.
Charles se la estrechó.
– Estoy a tu entera disposición. -Un leve autorreproche tiñó su sonrisa-. Lo cierto es que, aunque fuera un asunto menor, he disfrutado. Siento que me estoy oxidando en el campo y te aseguro que hablo literalmente.
– Lo cierto es que la adaptación nunca es fácil, y aún es peor para nosotros.
– Al menos, tú tienes algo con lo que mantenerte ocupado. Lo único que tengo yo son ovejas, vacas y hermanas.
Tristan se rió ante el patente disgusto de su amigo. Le dio una palmada en el hombro y se despidieron. Charles se dirigió de nuevo a Mayfair mientras que Tristan se alejaba en dirección contraria. A Montrose Place. Aún no eran las diez de la mañana. Primero iría a ver qué tal le iba a Gasthorpe, el ex sargento mayor que habían contratado como mayordomo del club Bastion, con los últimos preparativos y luego iría a ver a Leonora, tal como le había prometido. Y, como también le había prometido, hablarían sobre qué pasos deberían dar a continuación.
A las once en punto, llamó a la puerta del número 14. El mayordomo lo acompañó al salón; cuando entró, Leonora se levantó del diván.
– Buenos días -lo saludó, mientras él se inclinaba sobre su mano.
El sol había logrado librarse de las nubes y los rayos de luz que jugaban sobre el follaje atrajeron la mirada de Tristan hacia el jardín trasero.
– Demos un paseo. -No le soltó la mano-. Me gustaría ver ese muro posterior suyo.
Leonora vaciló, aunque luego inclinó la cabeza. Habría abierto la marcha si Trentham le hubiera soltado los dedos, pero no lo hizo. En vez de eso, le sujetó la mano con más firmeza.
Ella le lanzó una breve mirada mientras caminaban el uno junto al otro hacia las puertas de cristal. Cuando bajaron los escalones, él le colocó la mano sobre el brazo, consciente de su pulso, del modo en que tembló bajo sus dedos.
– Tenemos que atravesar aquel arco en los setos. -Señaló Leonora-. El muro está al final de los huertos.
Se trataba de unos huertos extensos. Con Henrietta siguiéndolos, avanzaron por el camino central, pasaron hileras de calabazas, seguidas por innumerables hileras en barbecho, largos montículos cubiertos de hojas y otros rastrojos, a la espera de que regresara la primavera.
Trentham se detuvo.
– ¿Dónde estaba él cuando lo vio?
Leonora miró a su alrededor, luego señaló un lugar, un poco más adelante, a medio metro de distancia del muro posterior.
– Debía de estar por ahí.
La soltó y se volvió para retroceder por el camino. Pasó por el arco hacia la pequeña extensión de césped.
– Dijo que dio media vuelta y desapareció de su vista. ¿En qué dirección se marchó? ¿Se acercó al muro?
– No, se fue hacia un lado. Si se hubiera vuelto y hubiera seguido por el camino, lo habría podido ver durante más tiempo.
Él asintió mientras examinaba el terreno en la dirección que ella le había indicado.
– Eso fue hace dos días. -No había llovido desde entonces-. ¿Ha estado trabajando aquí su jardinero?
– No en estos últimos días. No hay mucho que hacer aquí en invierno.
Trentham le apoyó una mano en el brazo y se lo apretó brevemente.
– Espere aquí. -Continuó por el camino. Avanzaba con cuidado por el borde del mismo-. Avíseme cuando llegue al lugar donde se encontraba el hombre.