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Encontró un camino y lo siguió.

Eran las cuatro, y fuera, tras los muros de cristal, la luz se apagaba rápidamente. Trentham no tardaría, pero no podía entender por qué iba a sentirse impulsado a regresar a casa antes de que anocheciera. Sin embargo, el mayordomo se había mostrado bastante seguro en ese punto.

Llegó al final del camino y se encontró en una zona despejada y rodeada de altos macizos de arbustos y flores. Había un estanque circular en el suelo; la pequeña fuente del centro era la responsable del sonido. Más allá del estanque, un amplio banco lleno de almohadones seguía la curva que trazaba el muro acristalado. Se acercó y se sentó sobre ellos. Eran mullidos, cómodos, perfectos para sus propósitos. Reflexionó, luego se levantó y recorrió otro de los caminos que seguía el curvado muro exterior. Mejor que se encontrara a Trentham de pie, así podría guiarlo hacia aquel asiento junto a la pared acristalada…

Un destello de movimiento en el jardín atrajo su mirada. Se detuvo y miró, pero no pudo ver nada inusual. Las sombras se habían intensificado mientras paseaba; ahora, la oscuridad se arremolinaba bajos los árboles.

Entonces, de uno de aquellos rincones oscuros, surgió un hombre. Alto, moreno, delgado, llevaba un abrigo destrozado y unos pantalones de pana, y una maltrecha gorra le cubría la cabeza. Miró furtivamente a su alrededor mientras se acercaba de prisa a la casa.

Leonora jadeó. Los pensamientos sobre otro ladrón inundaron su mente; los recuerdos del hombre que la había atacado dos veces la dejaron sin respiración. Aquél era mucho más corpulento; si le ponía las manos encima, no podría zafarse de él. Y sus largas piernas lo estaban llevando directo al invernadero.

El pánico la dejó paralizada entre las sombras de las plantas. La puerta estaría cerrada con llave, se dijo a sí misma. El mayordomo de Trentham era excelente…

El hombre llegó a la puerta, cogió el pomo y lo giró. La puerta se abrió hacia adentro y él entró.

La tenue luz del lejano pasillo lo alcanzó cuando cerró, se dio la vuelta y se irguió.

– ¡Dios santo!

La exclamación estalló desde el tenso pecho de Leonora, que se quedó mirándolo incapaz de creer lo que veían sus ojos.

Trentham volvió la cabeza ante su exclamación.

Se quedó mirándola, luego apretó los labios y frunció el cejo. El reconocimiento fue, entonces, completo.

– ¡Chist! -Le indicó por señas que guardara silencio, escudriñó el pasillo y luego, sin hacer ruido, se acercó a ella-. A riesgo de repetirme, ¿qué diablos haces aquí?

Leonora se limitó a contemplarlo, la suciedad en su rostro, la oscura sombra de la barba en la mandíbula. Una mancha de hollín le subía desde una ceja y desaparecía bajo el pelo, que ahora caía lacio bajo aquella gorra, una desgastada monstruosidad a cuadros que era aún peor de cerca.

Bajó la vista para contemplar el abrigo, destrozado y muy sucio, los pantalones de pana, los calcetines de punto y las hoscas botas de trabajo que Trentham calzaba. Luego lo recorrió de nuevo con los ojos hasta volver a encontrarse con los de él, con su irritada mirada.

– Responde a mi pregunta y yo responderé a las tuyas. ¿De dónde vienes con ese aspecto?

Trentham apretó los labios.

– ¿Qué aspecto tengo?

– Pareces un peón del más peligroso barrio en la ciudad. -Un claro aroma le llegó; Leonora olisqueó-. Quizá de los muelles.

– Muy aguda -gruñó él-. Y ahora, ¿qué te ha traído hasta aquí? ¿Has descubierto algo?

Ella negó con la cabeza.

– Quería ver tu invernadero. Me dijiste que me lo enseñarías.

La tensión, la aprensión que lo había atravesado al verla allí, desapareció. Se miró e hizo una mueca.

– Has venido en mal momento.

Leonora frunció el cejo con la mirada clavada una vez más en su vergonzosa indumentaria.

– Pero ¿qué has estado haciendo, Tristan? ¿Adónde has ido vestido así?

– Como tú tan perspicazmente has supuesto, he estado en los muelles. -Buscando cualquier pista, cualquier rastro, cualquier rumor sobre un tal Montgomery Mountford.

– Eres un poco mayor para permitirte estas aventuritas. -Alzó la vista y lo miró a los ojos-. ¿Haces estas cosas a menudo?

– No. -Ya no. No había esperado tener que ponerse aquella ropa nunca más, pero al hacerlo esa mañana se había sentido peculiarmente justificado en su negativa de tirarla-. He estado visitando el tipo de antros que los supuestos ladrones frecuentan.

– Oh, entiendo. -Volvió a mirarlo, ahora con un abierto y ávido interés-. ¿Has averiguado algo?

– No directamente, pero he hecho correr la voz…

– Oh, entonces, ¿la joven está aquí, Havers? -se oyó.

Ethelreda. Tristan maldijo entre dientes.

– Le haremos compañía hasta que nuestro querido Tristan regrese.

– No hay necesidad de que espere como un alma en pena, sola.

– ¿Señorita Carling? ¿Está ahí?

Él volvió a maldecir. Estaban todas y venían directas hacia ellos.

– ¡Por Dios santo! -masculló. Fue a coger a Leonora, pero entonces recordó que tenía las manos sucias. Las mantuvo lejos de ella-. Tendrás que distraerlas.

Era un claro ruego; la miró a los ojos, infundiendo a su expresión hasta la última brizna de suplicante candor de que era capaz.

Leonora lo miró.

– Ellas no saben que vas por ahí haciéndote pasar por un patán, ¿verdad?

– No. Y les dará un ataque si me ven así.

Un ataque sería lo mínimo; Ethelreda tenía la horrible costumbre de desvanecerse.

Se acercaban por el camino, avanzando inexorablemente.

Tristan extendió las manos, suplicante.

– Por favor.

Ella sonrió. Despacio.

– De acuerdo. Te salvaré. -Se dio la vuelta y se dirigió hacia el lugar de donde provenían el parloteo femenino, luego por encima del hombro, lo miró a los ojos.

– Pero me debes un favor.

– Lo que sea. -Suspiró aliviado-. Pero sácalas de aquí. Llévatelas al salón.

Leonora amplió la sonrisa, se volvió y continuó avanzando. «Lo que sea», había dicho. Un excelente resultado de una iniciativa por lo demás inútil.

CAPÍTULO 08

Leonora estaba totalmente convencida de que organizarlo todo para ser seducida no debía de ser tan complicado. Al día siguiente, mientras estaba sentada en el salón, copiando una y otra vez su carta para enviársela a los corresponsales de Cedric, reevaluó su situación y consideró todas las posibilidades.

La tarde anterior se había llevado diligentemente a las tías de Trentham al salón; él se reunió con ellas quince minutos más tarde, limpio, impoluto, con su habitual aire elegante y desenvuelto. Como Leonora había utilizado como excusa su interés por los invernaderos para explicarles su visita a las damas, le hizo varias preguntas cuya respuesta Trentham negó conocer y finalmente le comentó que enviaría a su jardinero para que la visitara.

Pedirle que la llevara a dar una vuelta por el invernadero no habría servido de nada, porque sus tías los habrían acompañado.

Muy a su pesar, tachó el invernadero de su lista mental de lugares adecuados para la seducción; podría arreglárselas para encontrar el momento oportuno, y el banco junto a la ventana era un lugar excelente, pero allí nunca podrían tener asegurada la intimidad.

Trentham pidió que prepararan su carruaje, la ayudó a subir y la envió a casa. Insatisfecha, incluso más ávida que cuando había salido y más determinada.

Así y todo, la excursión no había sido en balde, porque ahora guardaba un as en la manga y pretendía usarlo con astucia. Eso significaba que primero debería superar los obstáculos del momento, la ubicación y la intimidad al mismo tiempo. No tenía ni idea de cómo se las arreglaban los hombres mujeriegos. Quizá se limitaban a esperar que surgiera la oportunidad y la aprovechaban.