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Sin embargo, en su caso, tras esperar pacientemente todos aquellos años, y habiéndose decidido al fin, no deseaba sentarse a esperar más. Lo que necesitaba era la oportunidad adecuada y, si era necesario, la crearía.

Todo eso estaba muy bien, pero no se le ocurría cómo hacerlo.

Se exprimió el cerebro durante todo el día. Y durante el todo el día siguiente. Incluso consideró la oferta de su tía Mildred de introducirla en la buena sociedad. A pesar de su falta de interés por las fiestas y bailes, era consciente de que dichos acontecimientos proporcionaban lugares donde los caballeros y las damas podían encontrarse en privado. Sin embargo, por lo que las tías de Trentham habían dejado caer, además de los cáusticos comentarios que él mismo había hecho, había deducido que el conde sentía poco entusiasmo por la vida social, así que no tenía sentido que ella hiciera semejante esfuerzo si no era probable que fuera a encontrárselo allí, ya fuera en privado o en público.

Cuando el reloj dio las cuatro, dejó la pluma y estiró los brazos por encima de la cabeza. Casi había acabado de escribir todas las cartas, pero en lo referente a lugares para la seducción, su mente seguía obstinadamente en blanco.

– ¡Tiene que haber un lugar! -Se levantó de la silla, irritada e impaciente. Frustrada. Dirigió la mirada a la ventana. El día había sido bueno, pero ventoso. Ahora, el viento había cedido y llegaba la noche, benévola aunque fría.

Salió al vestíbulo y cogió la capa, pero no se molestó en ponerse el sombrero, no iba a estar fuera mucho tiempo. Miró a su alrededor, esperando ver a Henrietta, luego se acordó de que uno de los sirvientes la había llevado a pasear al cercano parque.

– ¡Maldición! -Ojalá hubiera llegado a tiempo para acompañarlos. Deseaba, necesitaba, caminar al aire libre. Necesitaba respirar, dejar que el frío la refrescara, acabar con su frustración y revigorizar su cerebro.

No había paseado sola fuera de la casa desde hacía semanas. Sin embargo, era difícil que el ladrón estuviera observando todo el rato.

Con un revuelo de faldas, se dio la vuelta, abrió la puerta principal y salió. La luz aún era buena. En ambas direcciones, la calle, una calle siempre tranquila, estaba vacía. Era segura. Echó a andar con brío por la acera.

Al pasar por el número 12, miró hacia la casa, pero no vio ningún signo de movimiento. Toby la había informado de que Gasthorpe ya había contratado a todo el personal, aunque la mayoría aún no se había instalado. Biggs, sin embargo, iba allí todas las noches y Gasthorpe rara vez salía de la casa. No se había producido ningún otro incidente.

De hecho, desde que Leonora vio al hombre al fondo de su jardín y éste salió corriendo, no había pasado nada más. La sensación de ser observada se había desvanecido. Si bien era cierto que ocasionalmente aún se sentía vigilada, la sensación era más distante, menos amenazadora.

Siguió caminando, reflexionando sobre ello, considerando qué podía significar todo aquello respecto al asunto de Montgomery Mountford y lo que fuera que éste estuviera tan decidido a conseguir de la casa de su tío. Aunque sus planes de ser seducida eran sin duda una distracción, no se había olvidado del señor Mountford. Quienquiera que fuese.

Ese pensamiento le evocó otros; recordó las recientes investigaciones de Trentham. Directo y al grano, decisivo, resuelto. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no pudo imaginar a ningún otro caballero disfrazándose como él lo había hecho. Parecía muy cómodo con aquella indumentaria. Le había parecido incluso más peligroso de lo que normalmente se lo parecía.

La imagen era excitante. Recordaba haber oído hablar de damas que se permitían vivir apasionados romances con hombres que eran de niveles sociales claramente inferiores a los suyos. ¿Podría ella? Más adelante, ¿sería susceptible de ceder ante semejantes anhelos?

La verdad era que no tenía ni idea, lo cual sólo confirmaba cuánto le quedaba por aprender aún, no sólo de pasión, sino también de sí misma. Y con cada día que pasaba era más consciente de esto último.

Llegó al final de la calle y se detuvo en la esquina. La brisa era allí más fuerte, la capa se le hinchó. Leonora la sujetó y miró hacia el parque, pero no vio a ningún perro desgarbado que regresara con un sirviente. Consideró la posibilidad de esperar, pero la brisa era demasiado fría y lo bastante fuerte como para despeinarla, así que se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos. Se sentía mucho mejor.

Con la mirada clavada en la acera, empezó a pensar decidida en la pasión, en concreto, en cómo probarla.

Las sombras se estaban alargando; el anochecer se aproximaba. Había llegado a los límites del número 12 cuando oyó unos pasos rápidos detrás de ella. Se asustó, se dio la vuelta y retrocedió hacia el alto muro de piedra al mismo tiempo que su mente le señalaba con calma las pocas probabilidades que había de que la atacaran de nuevo. Con sólo una mirada al rostro del hombre que se acercaba a toda velocidad hacia ella, supo que, en esta ocasión, su mente le mentía. Abrió la boca para gritar, pero Montgomery Mountford gruñó y la agarró con fuerza. Unas manos se cerraron de manera cruel sobre sus brazos, mientras él la arrastraba hasta el medio de la amplia acera y la zarandeaba violentamente.

– ¡Eh!

El grito llegó del final de la calle; Mountford se detuvo. Un hombre corpulento corría hacia ellos.

Mountford maldijo. Le clavaba los dedos con fuerza en los brazos cuando se dio la vuelta para mirar hacia el otro lado. Volvió a maldecir, un vulgar improperio. Un rastro de miedo surgió en su rostro y soltó un gruñido bajo.

Leonora miró y vio que Trentham también se acercaba corriendo. Un poco más allá, lo seguía otro hombre, pero fue la expresión que mostraba el rostro de Trentham lo que la impresionó y lo que paralizó momentáneamente a Mountford hasta que pudo liberarse de aquella feroz mirada y volvió a centrarse en ella. La arrastró hacia él y la obligó a retroceder hasta el muro. Leonora gritó, pero el sonido se interrumpió cuando se golpeó la cabeza con la piedra. Sólo fue vagamente consciente de que se desplomaba despacio y quedó hecha un amasijo de faldas sobre la acera.

A través de una blanca neblina, vio cómo Mountford cruzaba la calle a toda prisa, y evitaba así a los hombres que corrían hacia él desde ambos lados. Trentham no lo siguió. Se fue directo hacia ella.

Leonora lo oyó maldecir. Desde su semiinconsciencia, se dio cuenta de que la maldecía a ella, no a Mountford. Luego se vio envuelta por su fuerza y sintió que la levantaban del suelo. La abrazó, sosteniéndola. Estaba de nuevo en pie, pero Trentham soportaba la mayor parte de su peso. Parpadeó, su visión se despejó y contempló ante sus ojos un rostro en el que una primitiva emoción similar a la furia batallaba con la preocupación.

Para su alivio, venció la preocupación.

– ¿Estás bien?

Ella asintió y tragó saliva.

– Sólo un poco aturdida. -Se llevó una mano a la parte de atrás de la cabeza, se la tocó con cuidado, luego sonrió, aunque fue una sonrisa trémula-. Sólo es un pequeño chichón. Nada serio.

Trentham apretó los dientes y la miró con los ojos entornados. Luego, su vista se dirigió hacia el lugar por donde Mountford había huido.

Leonora frunció el cejo e intentó zafarse de él.

– Deberías haberlo seguido.

No la soltó.

– Lo han hecho los otros.

¿Los otros? Entonces ató cabos…

– ¿Tenías hombres vigilando la calle?

Él la miró brevemente.

– Por supuesto.

No le extrañaba que hubiera sentido aquella continua sensación de que la observaban.