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– Déjame que lo haga.

Era una orden y una petición al mismo tiempo. Ella dejó escapar el aire despacio y asintió muy levemente. Trentham empujó el vestido y la camisola. Una vez pasada la curva de las caderas, ambas prendas cayeron sin más. El suave y sedoso susurro de la tela resonó en la estancia.

Había oscurecido, sin embargo, aún quedaba suficiente luz para que pudiera ver su rostro cuando bajó la mirada, mientras con un brazo la rodeaba y con la otra mano la recorría desde el pecho a la cintura, luego a la cadera para acariciar hacia afuera y hacia adentro la parte superior del muslo.

– Eres tan hermosa…

Las palabras escaparon de sus labios, ni siquiera pareció darse cuenta, como si no las hubiera dicho conscientemente. Sus rasgos se veían tensos, sus facciones severas, sus labios eran una dura línea. No había ninguna suavidad en su rostro, ni rastro de su encanto. Todas las dudas que aún tenía sobre la corrección de sus acciones se carbonizaron en ese momento, se convirtieron en cenizas con la dura emoción que vio en el rostro de él. Leonora no sabía lo suficiente para darle nombre, pero fuera lo que fuese esa emoción, era lo que ella deseaba, lo que necesitaba. Se había pasado la vida anhelando que un hombre la mirara de ese modo, como si fuera más preciosa, más deseable que nadie. Como si estuviera más que dispuesto a entregar el alma por lo que ella sabía que ocurriría a continuación. Lo buscó al mismo tiempo que él la buscaba. Sus labios se unieron y las llamas rugieron.

Se habría sentido asustada si él no hubiera estado allí, sólido y real, alguien a quien poder aferrarse, su ancla en la vorágine que los atravesaba, que los envolvía.

Sus manos se deslizaron hacia abajo, la rodearon, se cerraron sobre su trasero desnudo; la acarició y una oleada de calor le atravesó la piel. Le siguió la fiebre, un ardiente deseo urgente que se inflamó y aumentó cuando le saqueó evocadoramente la boca, cuando la abrazó, le levantó las caderas hacia él y sugestivamente pegó su suave carne contra la rígida línea de su erección.

Leonora gimió, caliente, hambrienta y deseosa.

Lasciva. Ansiosa. Decidida.

Cuando la levantó aún más, le rodeó instintivamente los hombros con los brazos y las caderas con sus largas piernas.

Su beso se tornó incendiario. Y Tristan lo interrumpió únicamente para darle una breve instrucción.

– Ven. Túmbate conmigo.

Leonora respondió con otro beso abrasador mientras Tristan la llevaba hasta la cama y los dejaba caer a ambos sobre ella. Se colocó encima de Leonora y colocó una pierna entre las suyas.

Sus labios se unieron, se fundieron. Tristan se sumergió en el beso, dejó que sus errantes sentidos se deleitaran con el divino placer de tenerla debajo de él, desnuda y ávida. Una primitiva parte de su alma, totalmente masculina, se llenó de alegría. Deseaba más. Dejó que sus manos vagaran, modelaran sus pechos, descendieran, le acariciaran las caderas, se deslizaran para abarcar el trasero. Le hizo abrir más las piernas, le apoyó una mano en el estómago y sintió cómo reaccionaban los músculos, cómo se contraían. Llevó entonces los dedos más abajo, los enredó en los oscuros rizos que cubrían el punto donde se unían sus piernas. Los hundió allí y acarició la suave y dulce carne que ocultaban. Sintió su estremecimiento. Le hizo abrir aún más las piernas y la abarcó por completo con la palma de la mano. Leonora inspiró y Tristan abrió la boca y la besó más profundamente, luego se retiró un poco, pero dejó que sus labios se rozaran, se tocaran, lo suficiente para que ella lo sintiera plenamente.

Sus respiraciones se entremezclaron, acaloradas y urgentes; sus miradas se encontraron y siguieron fijas la una en la otra mientras él movía la mano y la tocaba, la acariciaba, la recorría íntimamente. Leonora le mordió el labio inferior cuando la hizo abrirse, cuando la provocó, disfrutando del resbaladizo calor de su cuerpo. Luego, lentamente, sin prisa, deslizó un dedo en su interior.

Se quedó sin aliento y cerró los ojos. Su cuerpo se elevó bajo el de él.

– Quédate conmigo -dijo Tristan mientras la acariciaba, entrando y saliendo, dejando que se acostumbrara a su contacto, a esa sensación.

Ella respiraba con dificultad, pero se obligó a abrir los ojos; poco a poco, su cuerpo se relajó. Despacio, muy despacio, floreció para él.

Tristan observó cómo sucedía, cómo el sensual placer se elevaba y la arrastraba lejos, cómo se le oscurecían los ojos, sintió cómo se le tensaban los dedos y le clavaba las uñas en los músculos.

Entonces, la respiración de Leonora se quebró, arqueó la espalda, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos.

– Por favor… bésame. -La voz terminó en un jadeo cuando la sensación aumentó, se arremolinó allí, se intensificó.

– No. -Con los ojos fijos en su rostro, la empujó a seguir-. Quiero verte.

Ella apenas podía respirar, luchaba por mantener la cordura.

– Recuéstate y deja que suceda. Déjate llevar.

Tristan alcanzó a ver un atisbo de brillante azul entre sus pestañas. Le introdujo otro dedo junto al primero y empujó más profundamente, más rápido.

Y Leonora estalló.

Tristan pudo ver cómo el clímax la dominaba, oyó el suave grito que escapó de sus inflamados labios, sintió cómo se contraía, potente y prieta y luego se relajaba, mientras las ondulantes réplicas se repetían a través de aquel aterciopelado calor.

Con los dedos aún en su interior, se inclinó y la besó. Larga y profundamente, dándole todo lo que pudo, permitiéndole saborear su deseo, sentir su avidez, después, poco a poco, retrocedió.

Cuando retiró los dedos y levantó la cabeza, las manos de Leonora, entrelazadas en su nuca, se cerraron y lo apretaron. Abrió los ojos y estudió los de él, su rostro. Fue consciente de la decisión que había tomado, pero cuando se echó hacia atrás para dejarla respirar, para su sorpresa, Leonora lo agarró con más fuerza, lo pegó a ella, le sostuvo la mirada y luego se lamió los labios.

– Me debes un favor. -Su voz era un ronco susurro y ganó fuerza con las siguientes palabras-. Lo que sea, dijiste. Así que prométeme que no te detendrás.

Tristan parpadeó.

– Leonora…

– No. Te quiero conmigo. No te detengas. No me dejes.

Él apretó los dientes. Lo había pillado por sorpresa. Estaba desnuda, tumbada debajo de su cuerpo, todavía vibrante… y le estaba rogando que la tomara.

– No es que no te desee…

Ella movió un muslo. Tristan inspiró bruscamente. Gruñó y cerró los ojos. No pudo bloquear sus sentidos. Decidido, apoyó las palmas en la cama y se levantó, lejos de su calor. Sólo entonces volvió a abrirlos. Y se detuvo. Los de ella se veían brillantes. ¿Eran lágrimas? Leonora parpadeó con fuerza, pero no apartó la mirada de la suya.

– Por favor, no me dejes.

Se le quebró la voz. Algo en el interior de Tristan también se quebró. Su resolución, su seguridad se hicieron añicos.

La deseaba tanto que apenas podía pensar. Sin embargo, lo último que debía hacer era sumergirse en su suave calor, tomarla, reclamarla así, en aquel momento. Pero no era inmune a la necesidad que veía en sus ojos, una necesidad que no podía identificar, pero que sabía que tenía que satisfacer.

A su alrededor, la casa estaba en silencio, tranquila. Fuera, había caído la noche. Estaban solos, envueltos en las sombras, desnudos sobre una amplia cama. Y ella lo deseaba en su interior.

Tristan tomó una profunda inspiración, bajó la cabeza y luego se sentó bruscamente.

– Muy bien.

Una parte de su mente le gritaba: «¡No lo hagas!», pero el estruendo de su sangre e incluso, más aún, una oleada de emocional convicción la acalló.