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Tenía demasiada experiencia como para no comprender que hacerlo significaba descubrir primero dónde había estado uno. Y ése era su problema. No estaba en absoluto seguro de que entendiera lo que había sucedido.

Habían atacado a Leonora, él había llegado a tiempo para rescatarla y habían ido allí. Todo parecía claro hasta ese punto. Luego, ella había querido darle las gracias y él no había visto ningún problema en permitírselo. Sin embargo, a partir de ahí era cuando las cosas se habían complicado. Recordaba vagamente que había pensado que satisfacerla era un modo sensato de lograr que olvidara el ataque. Cierto, pero su agradecimiento, ofrecido del modo en que ella había elegido demostrárselo, había satisfecho e invocado al mismo tiempo una necesidad más oscura en Tristan, una reacción al incidente, una compulsión por poner su marca en ella, por hacerla irrevocablemente suya.

Visto así, parecía una respuesta primitiva y poco civilizada, pero no podía negar que eso había sido lo que lo había impulsado a desnudarla, a acariciarla, a conocerla íntimamente. No había sido lo bastante consciente de lo que estaba sucediendo como para resistirse, no había visto el peligro.

Bajó la mirada hacia la oscura cabeza de Leonora, hacia su pelo, despeinado y revuelto, cálido contra su hombro.

Él no había pretendido aquello. Y, ahora se daba cuenta, cada vez más a medida que su cerebro captaba las repercusiones, el alcance de lo que significaba para él todo el asunto, era una importante complicación en un plan que, ya para empezar, no estaba yendo muy bien.

Sintió que el rostro se le endurecía y apretaba los labios. De no ser porque no deseaba despertarla, habría soltado una maldición.

No había que pensar mucho para saber que sólo había un modo de continuar. Daban igual las opciones que su mente de estratega ideara, su reacción instintiva y profundamente arraigada no vaciló ni un segundo. Ella era suya. Absolutamente suya. Ése era un hecho irrefutable. Y estaba en peligro, amenazada.

Sólo tenía una salida.

«Por favor… no me dejes.»

Había sido incapaz de resistirse a esa súplica e, incluso en ese momento, sabía que tampoco lo sería si volvía a hacérsela. Había habido una necesidad tan profunda, tan vulnerable en sus ojos… que le había sido imposible negarse. A pesar del trastorno que le iba a causar, no podía, no lamentaba nada de lo sucedido.

En realidad, nada había cambiado, sólo la programación en el tiempo. Era necesaria una reestructuración de su plan. A una escala importante, eso era cierto. Pero era demasiado buen estratega como para perder el tiempo quejándose.

La realidad se filtró despacio en la mente de Leonora. Se movió, suspiró mientras se deleitaba con la calidez que la rodeaba, que la envolvía, que la llenaba. Agitó las pestañas, abrió los ojos y parpadeó. De repente, se dio cuenta de cuál era la fuente de toda aquella reconfortante calidez, y un rubor, rogó que fuera un rubor, la inundó. Se movió lo suficiente como para alzar la vista.

Trentham la miró. Tenía el cejo levemente fruncido.

– No te muevas.

Bajo las mantas, una gran mano se cerró sobre su trasero y la movió, acomodándola mejor sobre él, alrededor de él.

– Te sentirás dolorida. Relájate y déjame que piense.

Leonora se quedó mirándolo, luego bajó la vista hacia su propia mano, que mantenía apoyada y abierta sobre aquel torso moreno.

«Relájate», le había dicho. Estaban completamente desnudos, con los brazos y las piernas entrelazados y él todavía en su interior. No llenándola como lo había hecho antes, pero sin ninguna duda aún allí…

Sabía que, por regla general, a los hombres no los afectaba su propia desnudez. Sin embargo, parecía…

Tomó aire y dejó de pensar en ello. Si lo hacía, si se permitía pensar en todo lo que había descubierto, todo lo que había experimentado, un aturdido asombro la mantendría allí durante horas. Y sus tías iban a ir a cenar a casa, así que ya pensaría en toda aquella magia más tarde.

Levantó la cabeza y contempló a Trentham, que aún fruncía el cejo levemente.

– ¿En qué estás pensando?

Él la miró.

– ¿Conoces a algún obispo?

– ¿Obispo?

– Mmm… necesitamos una licencia especial. Yo podría solicitar…

Leonora apoyó las manos en su pecho, se incorporó y se quedó mirándolo con los ojos abiertos como platos.

– ¿Para qué necesitamos una licencia especial?

– ¿Para qué…? -Él se la quedó mirando perplejo. Al final dijo-: Eso es lo último que esperaba que dijeras.

Leonora frunció el cejo, se incorporó y se sentó a un lado de la cama.

– Deja de bromear. -Buscó a su alrededor-. ¿Dónde está mi ropa?

El silencio reinó durante un segundo, luego él dijo:

– No estoy bromeando.

Su tono hizo que se diera la vuelta rápidamente. Se miraron a los ojos y lo que Leonora vio hizo que el corazón le latiera con fuerza.

– Eso no es… divertido.

– No creo que nada de esto sea divertido.

Ella lo miró y su ataque de pánico cedió. El cerebro empezó a funcionarle de nuevo.

– No espero que te cases conmigo.

Trentham arqueó las cejas y Leonora tomó aire.

– Tengo veintiséis años. He pasado ya la edad de casarme. No tienes que sentir que por esto… -con un movimiento de la mano abarcó la cama y todo lo que contenía- debes hacer un sacrificio honorable. No tienes que sentir que me has seducido y que por eso debes subsanar el error.

– Que yo recuerde, eres tú la que me ha seducido a mí.

Ella se sonrojó.

– Exacto. Así que no hay ningún motivo para que debas buscar un obispo.

Sin duda, era hora de vestirse. Localizó su camisola en el suelo y se volvió para salir a gatas del revoltijo de mantas, pero unos dedos de acero le rodearon la muñeca. No tiró ni la retuvo, no tuvo que hacerlo, porque Leonora sabía que no podría liberarse hasta que él consintiera en soltarla, así que se dejó caer de nuevo sobre la colcha. Trentham miraba fijamente al techo, por lo que no pudo verle los ojos.

– Veamos si lo he entendido bien.

Su voz era firme, pero había cierto deje de disgusto que la puso en alerta.

– Eres una virgen de veintiséis años, disculpa, ex virgen. No tienes ninguna otra aventura, ni romántica ni de cualquier otro tipo. ¿Correcto?

A ella le habría encantado decirle que todo aquello era inútil, pero sabía por experiencia que seguir la corriente a los varones difíciles era el modo más rápido de lidiar con ellos.

– Sí.

– ¿Estoy también en lo correcto si afirmo que te habías propuesto seducirme?

Leonora apretó los labios, luego lo reconoció:

– No inmediatamente.

– Pero lo de hoy. Esto… -había empezado a trazar pequeños círculos con el pulgar en la parte interna de su muñeca- ha sido intencionado. Deliberado. Estabas decidida a hacer que yo… ¿qué? ¿Te iniciara?

Volvió la cabeza y la observó. Ella se sonrojó, pero se obligó a sí misma a asentir.

– Sí. Eso.

– Hum. -Volvió a clavar la mirada en el techo-. Y ahora que has logrado tu objetivo, esperas decir «Gracias, Tristan, esto ha sido muy amable por tu parte», y continuar como si nada.

Leonora no había ido tan lejos en sus reflexiones. Frunció el cejo.

– Supuse que, al final, cada uno seguiría su camino. -Estudió su perfil-. Esto no tendrá ninguna repercusión, por lo que no hay motivo para hacer nada al respecto.

Y elevó la comisura del labio, pero ella no sabría decir qué estado de ánimo reflejaba ese gesto.

– Excepto -afirmó con voz firme, pero cada vez más tensa- si no has calculado bien tu estrategia.

Leonora realmente no deseaba hacer la pregunta, sobre todo por el tono que él había usado, pero Trentham se limitó a esperar, así que tuvo que hacerlo.