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– ¿En qué sentido?

– Puede que tú no esperaras que yo me casara contigo. Sin embargo, yo, como la persona seducida, sí espero que tú te cases conmigo.

Volvió la cabeza de nuevo, se encontró con sus ojos y dejó que leyera en ellos que hablaba absolutamente en serio.

Leonora se quedó mirándolo y leyó el mensaje no una sino dos veces. Se quedó boquiabierta hasta que logró cerrar la mandíbula bruscamente.

– ¡Eso es absurdo! Tú no quieres casarte conmigo, sabes que no. Simplemente estás siendo testarudo. -Con un giro y un tirón, se liberó la muñeca, consciente de que lo había logrado porque él se lo había permitido. Salió a gatas de la cama. La furia, el miedo, la irritación y la inquietud eran una turbadora mezcla. Se fue a buscar la camisola.

Tristan se incorporó cuando ella abandonó la cama, se fijó en los moretones que le rodeaban los antebrazos. Entonces recordó el ataque y volvió a respirar. Mountford la había marcado así, no él. Cuando ella se agachó y cogió la camisola, vio las manchas oscuras sobre las caderas, las leves marcas azuladas que sus dedos habían dejado en la piel de alabastro de su trasero. Cuando se dio la vuelta batallando con la camisola hasta que logró ponérsela, vio unas marcas similares en sus pechos.

Tristan maldijo en voz baja.

– ¿Qué? -Leonora tiró de la camisola hacia abajo y le lanzó una furibunda mirada.

Con los labios apretados, él negó con la cabeza.

– Nada. -Se levantó y cogió sus pantalones.

Algo oscuro, algo potente y peligroso bullía en su interior. Y crecía rápido, luchando por liberarse.

No podía pensar.

Cogió el vestido de la cama y lo sacudió; sólo había una leve mancha, un pequeño punto rojo. Esa imagen sacudió su control, pero Tristan la bloqueó y le acercó el vestido.

Leonora lo cogió mientras le daba las gracias con una altiva inclinación de cabeza. Él estuvo a punto de reírse. Pensaba que la estaba dejando ir.

Se puso la camisa, se la abrochó, se la metió por dentro del pantalón y luego, rápidamente y con habilidad, se anudó el pañuelo sin dejar de observarla en ningún momento. Estaba acostumbrada a tener una doncella y no podía abrocharse el vestido sola.

Cuando acabó de vestirse, Tristan cogió su capa.

– Toma. Déjame que te ayude. -Le dio la capa. Leonora lo miró, luego cogió la prenda y se volvió para darle la espalda.

Él le abrochó rápidamente el vestido. Mientras le ataba los lazos, los movimientos de sus dedos se volvieron más lentos y metió uno bajo las cintas para acercarla a él. Se inclinó entonces y le habló en voz baja al oído.

– No he cambiado de opinión. Tengo la intención de casarme contigo.

Leonora se mostró impasible, erguida, mirando al frente, luego volvió la cabeza y lo miró a los ojos.

– Yo tampoco he cambiado de opinión. No quiero casarme. -Le sostuvo la mirada y añadió-: En realidad, nunca he querido hacerlo.

No había sido capaz de hacerla cambiar de opinión.

La discusión había continuado durante todo el trayecto por la escalera, se redujo a susurros cuando atravesaron la planta baja, para que Biggs no los oyera, y volvió a animarse cuando llegaron a la relativa seguridad del jardín.

Nada de lo que había dicho la había convencido.

Cuando, dominado por la más completa y total exasperación ante la idea de que una dama de veintiséis años a la que había iniciado de un modo tan placentero en los goces de la pasión se negara a casarse con él, con su título, riqueza, casas y demás, la había amenazado con ir directo a su casa y pedirles su mano a su tío y a su hermano, revelándoselo todo si ella hacía que eso fuera necesario, Leonora soltó un grito ahogado, se detuvo, se volvió hacia él y casi lo fulminó con una mirada de horrorizada vulnerabilidad.

– Dijiste que lo que había entre nosotros quedaba entre nosotros.

Había verdadero miedo en sus ojos.

Tristan cedió. Y, disgustado, se oyó a sí mismo asegurarle con brusquedad que por supuesto que no haría una cosa así.

Le había salido el tiro por la culata, y todo por mantener su honor.

Más tarde, esa noche, ante el fuego en su biblioteca, intentó encontrar un modo de atravesar la ciénaga en la que, sin previo aviso, se veía hundido hasta las rodillas.

Bebiendo despacio su brandy francés, volvió a repasar todas sus conversaciones, intentó leer los pensamientos, las emociones, tras las palabras. De algunas podía estar seguro pero otras no podía definirlas; sin embargo, se sentía razonablemente convencido de una cosa. Leonora realmente creía que ella, una solterona de veintiséis años, ésas habían sido sus palabras, no era capaz de atraer y mantener la atención honesta y honorable de un hombre como él.

Levantó la copa con los ojos fijos en las llamas y dejó que el fino licor se deslizara por su garganta. En voz baja para sí mismo, reconoció que le daba igual lo que ella pensara. Tenía que tenerla, en su casa, entre sus paredes, en su cama. A salvo. Tenía que hacerlo; ya no había elección para él. La oscura y peligrosa emoción que Leonora le había despertado y ahora estaba desatada no permitiría ninguna otra opción.

No sabía que guardaba en su interior esos sentimientos. Sin embargo, esa noche, cuando se había visto obligado a quedarse allí de pie, en el camino de entrada y observarla, dejar que se alejara de él, finalmente se había dado cuenta de lo que era aquella molesta emoción: posesividad.

Y había estado a punto de darle rienda suelta.

De hecho, siempre había sido un hombre protector, buena prueba de ello era su anterior ocupación y ahora su tribu de ancianas. Siempre había comprendido esa parte de sí mismo, pero con Leonora sus sentimientos iban más allá de cualquier instinto protector.

No disponía de mucho tiempo, porque su paciencia tenía un límite muy definido; siempre lo había tenido.

Rápidamente, repasó todos los planes que había puesto en marcha para la búsqueda de Montgomery Mountford, incluidos los que había iniciado esa noche, tras regresar de Montrose Place. Por el momento, ese asunto podía esperar. Podría dirigir su atención al otro frente que tenía abierto. Debía convencer a Leonora Carling de que se casara con él; tenía que hacerla cambiar de opinión.

¿Cómo?

Diez minutos más tarde, se levantó y fue a buscar a sus ancianas. Él siempre había mantenido que la información era la clave para el éxito de cualquier campaña.

La cena con sus tías, un acontecimiento no infrecuente en las semanas previas al inicio de la Temporada, época en la que su tía Mildred, lady Warsingham, la visitaba para intentar convencerla de que se lanzara a la batalla de buscar marido, fue casi un desastre. Un hecho directamente atribuible a Trentham, incluso en su ausencia.

A la mañana siguiente, Leonora aún tenía problemas para contener los rubores, esforzándose aún por evitar que su mente se perdiera en aquellos momentos cuando, jadeando y encendida, se había tumbado bajo él y lo había observado, moviéndose con aquel profundo y compulsivo ritmo sobre ella mientras su propio cuerpo aceptaba las embestidas del suyo, la implacable y ondulante fusión física.

Había contemplado su rostro, había visto cómo la pasión borraba todo su encanto y dejaba los duros ángulos y facciones marcados por algo mucho más primitivo. Fascinante. Cautivador. Y que la descentraba por completo.

Se concentró en clasificar y organizar hasta el último trozo de papel de su escritorio.

A las doce, sonó la campanilla de la puerta. Oyó a Castor atravesar el vestíbulo e ir abrir. Un instante después, se oyó la voz de Mildred.

– ¿Está en el salón? No te preocupes, no hace falta que me acompañes.

Leonora empujó las pilas de papeles hacia el interior del escritorio, lo cerró y se levantó. Mientras se preguntaba qué habría traído de vuelta a su tía a Montrose Place tan pronto, se volvió hacia la puerta y esperó a descubrirlo pacientemente.