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La mantuvo entretenida con relatos sobre sus hazañas y las de sus amigos, luego le dio la vuelta a la tortilla y le sonsacó recuerdos de su primera Temporada. Leonora podría decir que tenía suficientes para no quedar mal. Si Trentham se dio cuenta de que no todo era como lo había contado, no dio ninguna muestra de ello.

Leonora estaba hablando de la buena sociedad y de sus actuales miembros cuando alguien en una mesa próxima, con todo el grupo ya de pie para irse, volcó una silla. Ella se volvió y por las miradas fijas de las tres chicas y de su madre, se dio cuenta de que el motivo de la torpeza había sido que tenían toda su atención centrada en ellos.

La madre, una dama de alcurnia vestida con excesiva elegancia, les lanzó una mirada desdeñosa con los labios apretados y luego se movió para reunir a sus polluelas.

– ¡Vamos, chicas!

Dos la obedecieron y se movieron, pero la tercera se quedó observándolos un poco más; finalmente, se volvió y preguntó en un susurro claramente audible:

– ¿Dijo lady Mott cuándo sería la boda?

Leonora se quedó con la vista fija en sus espaldas. Sus sentidos eran un caos, disparándose en todas direcciones; cuando repasó mentalmente una escena tras otra, se quedó helada y luego sintió furia; una erupción más potente que cualquiera que hubiera conocido antes, la dominó. Despacio, volvió la cabeza y miró a Trentham a los ojos. No vio en ellos ni una pizca de arrepentimiento, ni un leve rastro de disculpa, sólo una simple, clara e inequívoca confirmación.

– Tú… desalmado. -Siseó las palabras mientras sus dedos se tensaban sobre el asa de la taza de té.

Él no parpadeó siquiera.

– Yo que tú no lo haría.

No se había movido de su relajada postura, pero Leonora sabía lo rápido que podía ser. De repente, se sintió mareada, aturdida; no podía respirar. Se levantó, arrastrando la silla.

– Sácame de aquí.

La voz le tembló, pero Trentham la obedeció. Ella era levemente consciente de que la observaba con atención. Salieron del local sin más dilación; Leonora estaba demasiado alterada para mantener el orgullo y aprovechó la vía de escape que se le ofrecía. Pero en cuanto sus pies pisaron la hierba del parque, apartó la mano de su brazo y continuó andando. Lejos de él. Lejos de la tentación de golpearlo, de intentar golpearlo, porque sabía que Trentham no se lo permitiría. La hiel le ardía en la garganta; había pensado que él no entendía cómo funcionaba la buena sociedad, pero era ella quien había estado ciega. ¡Embaucada por un lobo que ni siquiera se había molestado en ponerse la piel de cordero! Apretó los dientes para contener un grito, uno de rabia dirigido a sí misma. Sabía cómo era él desde el principio, un hombre increíblemente despiadado.

De repente, se detuvo. El pánico no la llevaría a ningún sitio, sobre todo con alguien como él. Tenía que pensar, tenía que actuar del modo correcto. Así pues, ¿qué era lo que le había hecho? ¿Qué había conseguido realmente? Y ¿cómo podía negarlo o invertirlo? Se quedó inmóvil mientras recuperaba lentamente la compostura. Sintió que la inundaba la calma. No podía ser tan malvado como ella había creído.

Cuando se dio la vuelta, no se sorprendió en absoluto al descubrirlo a medio metro, observándola con atención. Lo miró a los ojos.

– ¿Le has dicho algo a alguien sobre nosotros?

Su mirada no se inmutó.

– No.

– Entonces, esa chica estaba simplemente… -Él hizo un gesto con ambas manos.

– Deduciendo.

Leonora entornó los ojos.

– Tal como sabías que todo el mundo haría.

Trentham no respondió.

Ella siguió fulminándolo con la mirada mientras iba dándose cuenta de que no todo estaba perdido, que él no había extendido un rumor del que no pudiera escabullirse. La furia cedió, aunque no el disgusto.

– Esto no es un juego.

Pasó un momento antes de que Trentham dijera:

– Toda la vida es un juego.

– ¿Y tú juegas para ganar? -Infundió a sus palabras algo cercano al desprecio.

Él se movió, alargó un brazo y la cogió de la mano. Para su sorpresa, la pegó a su cuerpo de un tirón. Leonora jadeó al chocar contra su pecho. Sintió que la rodeaba con el brazo. Sintió cómo las ardientes brasas se convertían en llamas. Entonces, bajó la mirada hacia ella y se llevó la mano que le sujetaba a los labios. Le acarició los dedos con ellos, luego la palma, finalmente la besó en la muñeca. No dejó de mirarla ni un segundo, manteniéndola cautiva con sus ojos ardientes que reflejaban todo lo que Leonora podía sentir que manaba entre los dos.

– Lo que hay entre tú y yo queda entre tú y yo, pero no ha desaparecido. -Le sostuvo la mirada-. Y no desaparecerá.

Bajó la cabeza. Ella inspiró hondo.

– Pero yo no quiero.

La miró con los ojos entrecerrados y murmuró:

– Demasiado tarde.

Y la besó.

Lo había llamado desalmado y había estado en lo cierto.

A mediodía del día siguiente, Leonora supo lo que era estar sitiado.

Cuando Trentham, maldito arrogante, finalmente consintió en soltarla, a ella no le cabía ninguna duda de que estaban enzarzados en una batalla.

– No voy a casarme contigo. -Pronunció esa afirmación con toda la fuerza que pudo, aunque no en las circunstancias que le habría gustado.

Él la miró, gruñó, lo hizo literalmente, y luego la cogió de la mano y la llevó hasta el carruaje.

De regreso a casa, ella mantuvo un gélido silencio, no porque no le quemaran en la lengua varias frases jugosas, sino por el lacayo que iba detrás de ellos. Esperó a que Trentham la ayudara a bajar ante el número 14 y, furibunda, le preguntó:

– ¿Por qué? ¿Por qué yo? Dame una buena razón por la que desees casarte conmigo.

Él la miró con ojos brillantes y luego se inclinó más cerca y murmuró:

– ¿Recuerdas esa imagen de la que hablamos?

Leonora reprimió el repentino impulso de retroceder y estudió su semblante antes de preguntar:

– ¿Qué tiene eso que ver?

– La perspectiva de verla cada mañana y cada noche constituye una razón eminentemente buena para mí.

Ella parpadeó y se ruborizó. Por un instante, se quedó mirándolo, se le encogió el estómago y retrocedió.

– Estás loco.

Se dio media vuelta, abrió la verja y avanzó por el camino de entrada a su casa.

Las invitaciones habían empezado a llegar con el primer correo de la mañana. Una o dos podía haberlas ignorado, pero quince a la hora del almuerzo, y todas de las más destacadas anfitrionas, eran imposibles de desechar. Cómo lo había logrado Trentham era algo que desconocía, pero su mensaje era claro: no podría eludirlo. O se encontraba con él en terreno neutral, es decir, dentro del círculo social de la buena sociedad, o…

Esa supuesta alternativa era verdaderamente preocupante. El conde no era un hombre fácilmente predecible; ya, para empezar, su incapacidad de intuir cuáles habían sido sus objetivos hasta la fecha era lo que la había metido en ese lío.

La alternativa sonaba demasiado peligrosa, y la verdad era que daba igual lo que él hiciera, siempre que ella se aferrara a la simple palabra «No», estaría a salvo, totalmente segura.

Mildred, acompañada de Gertie, llegó a las cuatro.

– ¡Querida mía! -Su tía atravesó el salón como un galeón blanco y negro-. Lady Holland vino a verme e insistió en que te llevara a su casa esta noche. -Se sentó entre susurros de seda y la miró con unos ojos llenos de entusiasmo-. No tenía ni idea de que Trentham tuviera tantos contactos.

Ella reprimió un gruñido.

– Ni yo. -¡Lady Holland, por Dios santo!-. ¡Ese hombre es un desalmado!

Mildred parpadeó.

– ¿Desalmado?

Leonora empezó a pasearse de nuevo ante el hogar.

– ¡Está haciendo todo esto… -gesticuló frenéticamente- para forzarme a salir!