«Secuestrarme. Violarme.»
La intensidad de su mirada la dejó sin respiración. Trentham mantenía los ojos fijos en su rostro, evaluando, juzgando, mientras la hacía atravesar con habilidad la atestada sala.
– Sugiero que nos retiremos a un lugar donde podamos hablar sobre nuestra relación en privado.
Había estado en privado con él muchas veces, así que no había necesidad de que sus sentidos saltaran al oír la palabra. No había necesidad de que su imaginación se descontrolara. Irritada por su reacción, se esforzó por tomar las riendas de nuevo. Levantó la cabeza y asintió:
– Muy bien, estoy de acuerdo. Es evidente que necesitamos hablar sobre nuestras diferentes opiniones y dejarlo todo claro.
Ella no iba a casarse con él, ése era el punto que Trentham debía aceptar. Si subrayaba ese hecho, si se aferraba a eso, estaría a salvo.
Llegaron a la puerta y él se la abrió; Leonora entró en un pasillo al que daban las salas de recepción. Era lo bastante amplio como para que pudieran caminar el uno junto al otro; un lado estaba revestido de paneles tallados en los que se encontraban las puertas, el otro era una pared con ventanas que daban a los jardines privados.
A finales de primavera y en verano, esas ventanas estarían abiertas y el pasillo se convertiría en un maravilloso lugar donde los invitados podrían pasear. Pero esa noche, con un crudo viento soplando y la promesa de la helada en el aire, todas las puertas y ventanas estaban cerradas y el pasillo desierto. Así y todo, entraba suficiente luz de la luna para que pudiera verse. Los muros eran de piedra, las puertas de sólido roble. En cuanto Trentham cerró la puerta del pasillo tras ellos, se encontraron sumidos en un mundo privado y plateado. La soltó y le ofreció el brazo, pero Leonora fingió que no se había dado cuenta del gesto. Con la cabeza alta, caminó despacio.
– El punto que debemos tratar…
Se interrumpió cuando la mano de Trentham se cerró alrededor de la suya, posesiva. Se detuvo y bajó la mirada hacia sus dedos engullidos por aquella palma.
– Esto -afirmó con la mirada fija en aquella imagen- es un perfecto ejemplo del tema que debemos discutir. No puedes ir por ahí cogiéndome la mano, agarrándome como si, de algún modo, te perteneciera…
– Me perteneces.
Leonora alzó la vista y parpadeó.
– ¿Disculpa?
Tristan la miró a los ojos; le gustó explicarse.
– Tú me perteneces. -Se sintió bien al afirmarlo, reforzando así la realidad.
Cuando ella abrió los ojos como platos, él continuó:
– No sé lo que imaginaste que estabas haciendo, pero te entregaste a mí. Te ofreciste a mí. Yo te acepté y ahora eres mía.
Leonora apretó los dientes y los ojos le centellearon.
– Eso no es lo que pasó. Dios sabe por qué, pero estás malinterpretando a propósito el incidente.
No dijo nada más, pero lo miró desafiante.
– Vas a tener que esforzarte mucho más para convencerme de que tenerte desnuda debajo de mí en la cama en Montrose Place fue producto de mi imaginación.
Ella apretó la mandíbula.
– Malinterpretar, no imaginar.
– Ah, así que reconoces que lo hiciste, de hecho…
– Lo que sucedió -lo interrumpió-, como tú bien sabes, fue que disfrutamos de un agradable encuentro.
– Que yo recuerde, me rogaste que… «te iniciara». Ése fue, creo, el término que acordamos.
Incluso bajo aquella tenue luz, pudo ver cómo se ruborizaba. Pero Leonora asintió.
– Ése es.
Cuando ella se volvió y avanzó por el pasillo, Trentham la siguió, aún cogiéndola de la mano.
No habló en seguida, en lugar de eso, tomó una profunda inspiración y Tristan fue consciente de que iba a conseguir al menos parte de una explicación.
– Tienes que comprender, y aceptar, que no deseo casarme, ni contigo ni con nadie. No tengo ningún interés en ello. Lo que sucedió entre nosotros… -Leonora alzó la cabeza y contempló el largo pasillo- fue sólo porque yo deseaba saber, experimentar… -Bajó la vista y continuó caminando-. Y pensé que eras una elección prudente como maestro.
Tristan esperó, luego, con tono controlado, nada agresivo, dijo:
– ¿Por qué pensaste eso?
Ella se soltó y movió la mano entre los dos.
– La atracción era evidente. Simplemente estaba ahí, tú sabes que lo estaba.
– Sí. -Tristan empezaba a entender… Se detuvo.
Leonora también se paró y se volvió hacia él, lo miró a los ojos, estudió su rostro.
– Entonces, lo entiendes, ¿verdad? Fue sólo para saber… eso es todo. Sólo una vez.
Con mucho cuidado, él preguntó:
– Eso es todo. Ya está. ¿Es el fin?
Ella levantó la cabeza y asintió.
– Sí.
Tristan le sostuvo la mirada durante un largo momento, luego murmuró:
– Ya te advertí en la cama en Montrose Place que no habías calculado bien tu estrategia.
Leonora levantó la cabeza un poco más, pero afirmó sin inmutarse:
– Eso lo dijiste cuando sentiste que tenías que casarte conmigo.
– Sé que tengo que casarme contigo, Leonora, pero no me refiero a eso.
La exasperación destelló en los ojos de ella.
– ¿A qué te refieres pues?
Tristan sintió que una sonrisa adusta y cínica luchaba por aparecer en sus labios, pero la alejó y mantuvo el semblante impasible.
– Esa atracción que has mencionado, ¿ha desaparecido?
Leonora frunció el cejo.
– No. Pero desaparecerá, sabes que desaparecerá… -Se detuvo porque él estaba negando con la cabeza.
– Yo no sé semejante cosa.
Una cauta irritación inundó sus facciones.
– Admito que aún no ha desaparecido, pero sabes perfectamente bien que los caballeros no se sienten atraídos por la misma mujer durante mucho tiempo. En unas pocas semanas, en cuanto hayamos identificado a Mountford y ya no me veas a diario, te olvidarás de mí.
Tristan dejó que el momento se prolongara mientras valoraba sus alternativas. Al final, preguntó:
– ¿Y si no me olvido?
Ella entornó los ojos y abrió los labios para reiterar que sí lo haría, pero Trentham la interrumpió al acercarse más, más cerca, y pegarla a las ventanas. De inmediato, el calor surgió entre ellos, evocador, atrayente. Los ojos le ardieron, dejó de respirar, luego continuó más rápido. Leonora alzó las manos, las apoyó levemente en su torso y bajó las pestañas cuando él se inclinó más cerca.
– Nuestra atracción mutua no ha desaparecido lo más mínimo. Más bien se ha intensificado. -Le susurró esas palabras junto a la mejilla. No la estaba tocando, no la sujetaba con nada más que con su cercanía-. Tú dices que desaparecerá, yo digo que no. Yo estoy seguro de que tengo razón, aunque tú estás segura de que la tienes tú. Quieres solucionar el asunto y yo estoy dispuesto a llegar a un acuerdo.
Leonora se sentía mareada. Sus palabras eran ominosas, contundentes, magia negra en su mente. Le rozó la sien con los labios, el más leve contacto; sintió su aliento en la mejilla. Tomó aire.
– ¿Qué acuerdo?
– Si la atracción desaparece, aceptaré liberarte. Hasta que no sea así, eres mía.
Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal.
– Tuya. ¿A qué te refieres con eso?
Sintió que sus labios se curvaban contra su mejilla.
– Exactamente lo que estás pensando. Hemos sido amantes, somos amantes. -Su boca descendió para acariciarle la mandíbula-. Continuemos así mientras dure la atracción. Si continúa, como estoy seguro de que continuará, pasado un mes, nos casamos.
– ¿Un mes? -Su proximidad estaba minando su razón, la dejaba aturdida.
– Estoy dispuesto a satisfacerte durante un mes, no más.
Leonora se esforzó para concentrarse.
– Y si la atracción desaparece, aunque no muera por completo, sino que en un mes se apague, ¿estarás de acuerdo en que un matrimonio entre nosotros no estará justificado?