Выбрать главу

Lady Huntly lo saludó con un destello en los ojos.

– Tengo entendido que tiene un interés especial por la señorita Carling -comentó.

Él la miró a los ojos, extrañado…

– De lo más especial.

– En ese caso, debería advertirle que esta noche vendrán algunos de mis sobrinos. -Lady Huntly le palmeó el brazo-. Ya sabe, a buen entendedor, con pocas palabras basta.

Tristan inclinó la cabeza y se adentró entre la multitud mientras se estrujaba el cerebro en busca de la conexión relevante. ¿Sus sobrinos? Estaba a punto de ir en busca de Ethelreda o Millicent, que se encontraban en algún lugar de la sala, para pedirles una aclaración cuando se acordó de que el apellido de soltera de lady Huntly era Cynster.

Mientras mascullaba una maldición, dio media vuelta y se colocó junto a las puertas principales.

Leonora entró unos pocos minutos más tarde y Tristan reclamó su mano en cuanto quedó libre de la línea de recepción. Ella arqueó una ceja y pudo ver cómo en su mente se formaba un comentario sobre aquella actitud suya tan posesiva. Él puso una mano sobre la de ella y le apretó los dedos.

– Acomodemos a tus tías y luego podremos bailar.

Leonora lo miró a los ojos.

– Sólo un baile.

Una advertencia, una que no tenía intención de seguir. Juntos, acompañaron a sus tías hasta un grupo de divanes donde otras viejas damas se habían reunido.

– Buenas noches, Mildred. -Una de las presentes inclinó la cabeza regiamente.

Lady Warsingham le devolvió el saludo.

– Lady Osbaldestone, estoy segura de que recuerda a mi sobrina, la señorita Carling.

La dama, aún atractiva a su modo, aunque con unos ojos negros aterradoramente perspicaces, estudió a la joven, que le hizo una reverencia. La vieja bruja resopló.

– Sí, la recuerdo, señorita… pero ya va siendo hora de que deje de ser señorita. -Su mirada se desvió hacia Tristan-. ¿Quién es?

Lady Warsingham hizo las presentaciones; él se inclinó.

Lady Osbaldestone bufó.

– Bueno, esperemos que logre hacer cambiar de opinión a la señorita Carling. La pista de baile está por allí.

Con el bastón, indicó un arco más allá del cual había parejas dando vueltas. Tristan captó la tácita despedida.

– Si nos disculpan…

Sin esperar más autorización, se llevó a Leonora. Cuando se detuvieron bajo el arco, preguntó:

– ¿Quién es lady Osbaldestone?

– Un auténtico terror de la buena sociedad. No le hagas caso. -Leonora estudió a las parejas que bailaban-. Y, te lo advierto, esta noche sólo vamos a bailar.

Él no le respondió. En vez de eso, le cogió la mano, la guió a la pista de baile y la hizo girar al ritmo de un vals, que usó para provocar el máximo efecto. Aunque, por desgracia, dadas las limitaciones de una pista de baile medio vacía, éste no fue tan potente como le hubiera gustado.

El siguiente baile era un cotillón, una danza que no le sirvió de mucho, porque le proporcionó muy pocas oportunidades de provocar los sentidos de su compañera. Todavía era demasiado pronto para engatusarla para que fueran hasta el pequeño salón que daba a los jardines; cuando Leonora le comentó que estaba sedienta, la dejó a un lado de la sala y fue a buscar dos copas de champán.

La estancia donde se servía la bebida estaba fuera del salón de baile y Tristan sólo se ausentó un momento. Sin embargo, cuando regresó, descubrió a Leonora conversando con un hombre alto, de pelo oscuro, que reconoció como Devil Cynster.

Sus masculladas maldiciones fueron virulentas, pero cuando se aproximó, ni Leonora ni Cynster, a quien no le entusiasmó la interrupción, no detectaron nada más que cortesía en su trato.

– Buenas noches. -Le entregó a ella su copa y saludó con la cabeza al hombre, que le devolvió el saludo mientras su mirada se agudizaba.

Un aspecto que saltaba a la vista al instante era lo muy parecidos que eran, no sólo en altura, en la amplitud de hombros o en su elegancia, sino también en su carácter, en su naturaleza… su temperamento.

Pasó un momento mientras ambos asimilaban ese hecho, luego, Cynster le tendió la mano.

– St. Ives. Mi tía mencionó que estuvo en Waterloo.

Tristan asintió y le estrechó la mano.

– Trentham, aunque éste no era mi nombre entonces.

Mentalmente, se esforzó por encontrar el mejor modo de responder a las inevitables preguntas; había oído lo suficiente sobre la participación de los Cynster en las recientes campañas para saber que St. Ives sabría lo bastante como para detectar el modo en que habitualmente eludía la verdad.

St. Ives lo observaba con atención, de un modo escrutador.

– ¿En qué regimiento?

– La Guardia Real.

Tristan lo miró directamente a sus ojos verdes, omitiendo a propósito cualquier detalle más. La mirada del otro se hizo más escrutadora, pero él se la sostuvo y luego murmuró:

– Usted estaba en la caballería pesada, que yo recuerde. Con algunos de sus primos, relevaron a la compañía de Cullen en el flanco derecho.

St. Ives se quedó inmóvil y parpadeó; entonces, una sonrisa irónica y bastante sincera le curvó los labios. Volvió a mirar a Tristan a los ojos e inclinó la cabeza.

– Eso es.

Sólo alguien con muy elevados conocimientos militares sabría de aquella pequeña excursión; Tristan casi pudo ver las conexiones que se establecían tras los claros ojos del hombre. También vio cómo su rápida mirada volvía a estudiarlo antes de retroceder con un movimiento casi imperceptible, que ambos captaron y comprendieron.

Leonora había estado mirando al uno y al otro, irritada al percibir una comunicación que no podía seguir. Cuando abrió la boca, St. Ives se volvió hacia ella y le sonrió con una devastadora fuerza puramente depredadora.

– Tenía intención de hacerle perder la cabeza con mis encantos, pero creo que la dejaré en manos de Trentham. No se suele contrariar a un compañero oficial y parece que no cabe la menor duda de que Trentham merece tener vía libre.

Leonora alzó la barbilla y entornó los ojos.

– Yo no soy un enemigo al que haya que capturar ni conquistar.

– Eso es una cuestión de opinión. -El cortante comentario de Tristan la hizo mirar en su dirección.

St. Ives amplió la sonrisa, sin mostrarse en absoluto arrepentido. Se inclinó y se retiró mientras saludaba a Tristan desde detrás de la espalda de ella.

Él vio ese último gesto, aliviado. Con suerte, St. Ives avisaría a sus primos y a cualquier otro de su clase.

Leonora lanzó una mirada disgustada al hombre que se iba.

– ¿A qué se refería con lo de que mereces tener vía libre?

– Supongo que lo ha dicho porque yo te vi primero.

Ella se volvió de nuevo mientras la expresión de disgusto de su rostro se intensificaba.

– Yo no soy ninguna clase de -gesticuló con la copa aún en la mano- presa.

– Como he dicho, es una cuestión de opinión.

– Tonterías. -Se detuvo con los ojos fijos en los suyos, luego continuó-: De verdad espero que no estés pensando en esos términos, porque te advierto que no tengo ninguna intención de ser capturada, conquistada y mucho menos atada.

Su dicción se había vuelto más definida a medida que hablaba y su última palabra hizo volverse a los caballeros que había cerca.

Tristan la cogió de la mano y le entrelazó el brazo con el suyo.

– Éste no es el lugar idóneo para comentar mis intenciones.

– ¿Tus intenciones? -Leonora bajó la voz-. Por lo que a mí concierne, no tienes ninguna. Ninguna que tenga alguna probabilidad de llegar a buen término.

– Lamento tener que contradecirte, por supuesto. Sin embargo… -Tristan siguió hablando mientras la guiaba hacia una puerta lateral. Pero cuando alargó un brazo para abrirla, Leonora se dio cuenta del movimiento y se detuvo en seco.