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Ayudó a Gertie a acomodarse en un sillón mientras fruncía el cejo para sus adentros por lo acostumbrada que estaba a sus atenciones. Se irguió y le hizo un gesto con la cabeza a sus tías.

– Voy a saludar.

Mildred ya estaba hablando con una conocida, Gertie asintió y luego se volvió hacia el grupo.

Leonora se adentró en la ya considerable multitud. Le resultaría fácil atraer a algún caballero o unirse a un grupo de conocidos. Sin embargo, no le apetecía hacer ninguna de las dos cosas. Estaba… no precisamente preocupada, pero sí extrañada por la ausencia de Tristan. La noche anterior, tras pronunciar las palabras «sólo tú», había percibido un cambio en él, una repentina cautela, una actitud vigilante que no había sido capaz de interpretar. No se había aislado de ella, no se había retirado, pero había percibido una cierta autoprotección por su parte, como si hubiera ido demasiado lejos, como si hubiera dicho más de lo que era seguro… o, quizá, de lo que era verdad.

La posibilidad la acosaba; ya estaba teniendo bastantes problemas para intentar descifrar sus motivos y hacer frente al hecho de que sus razones, totalmente en contra de sus deseos o de su voluntad, se hubieran vuelto importantes para ella, así que la idea de que no fuera sincero u honesto… Ese camino era una ciénaga de incertidumbre en la que no tenía intenciones de adentrarse. Y ésa precisamente era el tipo de situación que reforzaba su inflexible postura contra el matrimonio. Continuó paseando sin rumbo, parándose aquí y allá para intercambiar saludos, cuando, totalmente de improviso, justo delante de ella, vio unos hombros que reconoció al instante.

Iba vestido de escarlata, igual que años atrás. Como si sintiera su mirada, el caballero miró a su alrededor, la vio y sonrió. Encantado, se dio la vuelta y le tendió las manos.

– ¡Leonora! Qué alegría verte.

Ella le devolvió la sonrisa y le ofreció las manos.

– Mark. Veo que no te has retirado.

– No, no. Un militar hasta la médula, ése soy yo. -Se volvió para incluir a la dama que estaba a su lado-. Permíteme que te presente a mi esposa, Heather.

La sonrisa de Leonora vaciló un segundo, pero Heather Whorton sonrió con dulzura y le estrechó la mano. Si recordaba que Leonora era la mujer con la que su marido había estado prometido antes de casarse con ella, no lo demostró. Relajada, algo que en cierto modo la sorprendió, Leonora se descubrió escuchando un relato de la vida de los Whorton en los últimos siete años, desde el nacimiento de su primer hijo hasta la llegada del cuarto, los rigores de seguir el redoble del tambor o bien las largas separaciones impuestas a las familias de militares.

Tanto Mark como Heather hablaron; era imposible no darse cuenta de cuánto dependía ella de su esposo. Estaba cogida de su brazo, pero además, parecía totalmente entregada a él y sus hijos. No parecía tener otra identidad más allá de la de esposa y madre. Algo que no era lo normal en el círculo en que Leonora se movía.

Mientras escuchaba y sonreía con educación, haciendo los comentarios apropiados, fue consciente de lo poco que ella había encajado en Mark. Por las respuestas que daba a Heather, quedó totalmente claro que se alegraba de su necesidad de él, una necesidad que Leonora nunca había sentido, y nunca se habría permitido sentir.

Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que no amaba a Mark. Cuando se prometieron, ella era una joven ingenua de diecisiete años, que creía desear lo que todas las demás damas deseaban y codiciaban: un marido apuesto. Ahora, al escuchar a Mark y recordar, podía reconocer que no había estado enamorada de él, pero sí decidida a enamorarse, a casarse y a tener su propio hogar, a obtener lo que para las chicas de esa edad había sido el Santo Grial.

Escuchó, observó y elevó mentalmente una sincera plegaria de agradecimiento; realmente, había tenido suerte de escapar.

Tristan bajó la escalera que daba al salón de baile de lady Catterthwaite con toda tranquilidad. Llegaba más tarde de lo habitual. Un mensaje de uno de sus contactos había hecho necesaria otra visita a los muelles y ya había anochecido cuando regresó a casa.

Se detuvo a dos peldaños del final y examinó la sala, pero no vio a Leonora, aunque sí a sus tías. Se le erizó el vello de la nuca de preocupación. Bajó y se acercó a las ancianas empujado por la necesidad de encontrar a Leonora, un impulso cuya fuerza lo puso nervioso. Su conversación de la noche anterior, la explicación que le había dado de que ella y sólo ella podía satisfacer esa necesidad, había servido para confirmar, para exacerbar su creciente sensación de vulnerabilidad. Se sentía como si fuera a entrar en batalla sin una parte de su protección, como si se estuviera exponiendo a sí mismo y sus emociones de un modo insensato, estúpido y sin motivo.

Su instinto deseaba guardarse inmediata y completamente de semejante debilidad, ocultarla, protegerse lo más rápido posible. Sin embargo, no podía evitar ser el tipo de hombre que era, hacía tiempo que había aceptado su modo de ser. Sabía que no le serviría de nada luchar contra su creciente necesidad de asegurarse a Leonora, de hacerla inequívocamente suya, de lograr que accediera a casarse con él lo antes posible.

Cuando llegó junto al grupo de viejas damas, se inclinó ante Mildred y les estrechó la mano tanto a ella como a Gertie. Luego tuvo que soportar una tanda de presentaciones del círculo de ansiosas e interesadas mujeres.

Mildred lo salvó señalando con la mano a la multitud.

– Leonora está por ahí, en algún lugar entre el gentío.

– ¡Ya era hora de que llegara! -Gruñendo entre dientes, Gertie, sentada en un lado del grupo, atrajo su atención-. Está allí. -Señaló con su bastón; Tristan se volvió, miró y vio a Leonora hablando con un oficial de algún regimiento de infantería.

Gertie bufó.

– Ese sinvergüenza de Whorton está dándole la lata. Es imposible que a ella le esté resultando agradable, así que será mejor que vaya y la rescate.

Nunca había sido una persona que se precipitara a actuar sin estudiar antes la situación. Aunque el trío del que formaba parte Leonora estaba a cierta distancia, desde aquel ángulo resultaban perfectamente visibles. Y aunque sólo podía ver el perfil de ella, su postura y sus ocasionales gestos, no le parecía que estuviera nerviosa ni molesta. Tampoco daba muestras de desear escapar.

Volvió a mirar a Gertie.

– Supongo que Whorton es el capitán con el que está hablando. -Gertie asintió-. ¿Por qué lo ha llamado sinvergüenza?

La anciana entornó sus viejos ojos y apretó los labios mientras lo estudiaba con atención. Desde el principio, ella había sido la menos alentadora de las tías de Leonora. Sin embargo, no había intentado estropearle los planes. De hecho, según pasaban los días, Tristan pensaba que había llegado a verlo de un modo favorable.

Al parecer pasó el examen, porque, de repente, la mujer asintió y miró de nuevo a Whorton. Su rostro reflejaba claramente la aversión que sentía por aquel hombre.

– Porque la dejó plantada, por eso. Estuvieron prometidos cuando ella tenía diecisiete años, antes de que él se fuera a España. Regresó al año siguiente y se fue directo a verla. Todos esperábamos saber cuándo sonarían las campanas de boda, pero entonces, Leonora lo acompañó a la puerta y regresó para decirnos que le había pedido que lo liberara de su compromiso. Al parecer, le gustaba la hija de un coronel.

El bufido de Gertie fue elocuente.

– Por eso lo llamo sinvergüenza. Le rompió el corazón, eso hizo.

Un complejo remolino de emociones recorrió a Tristan. Se oyó a sí mismo decir: