Sobre todo, si ella perdía los estribos y, al parecer, iba a serle difícil mantener el control.
Leonora abrió los ojos como platos.
– Pues ahora es el momento de que estés a la altura de tu reputación. Encuentra uno.
Tristan puso sus talentos en acción; le cogió la mano y se la apoyó en su manga, aliviado por que le permitiera hacerlo.
– ¿Dónde están tus tías?
Ella señaló hacia un lado de la sala.
– En aquellas sillas.
Tristan se dirigió hacia allí con la atención centrada en ella y evitando que ninguna mirada se cruzara con la suya. Se inclinó y le habló en voz baja:
– Tienes dolor de cabeza, una migraña. Diles a tus tías que no te encuentras bien y que debes marcharte inmediatamente. Yo me ofreceré a llevarte a casa en mi carruaje… -Se quedó callado, se detuvo, llamó a un sirviente. Cuando el hombre se acercó, le dio una orden y el otro se alejó a toda velocidad.
Continuaron avanzando.
– Ya he ordenado preparar el carruaje. -La miró-. Si pudieras relajar la espalda y encogerte un poco, quizá tengamos alguna posibilidad de lograrlo. Tenemos que asegurarnos de que tus tías se queden aquí.
Eso último no sería fácil, pero fuera lo que fuese lo que se le había metido entre ceja y ceja, Leonora estaba decidida a tener un momento en privado con él. No fueron sus aptitudes interpretativas lo que prevaleció, sino más bien la impresión que daba de que si alguien no accedía a sus deseos, era muy probable que se pusiera violenta.
Mildred le dirigió a Tristan una preocupada mirada.
– ¿Si está seguro…?
Él asintió.
– Mi carruaje está esperando, tienen mi palabra de que la llevaré directamente a casa.
Leonora lo miró con los ojos entornados; Tristan mantuvo una expresión impasible.
Con el aire de mujeres que se doblegan a una voluntad más fuerte y, de algún modo, incomprensible, Mildred y Gertie se quedaron donde estaban y le permitieron acompañar a su sobrina a casa.
El carruaje los estaba esperando; Tristan ayudó a subir a Leonora y luego la siguió. El lacayo cerró la puerta; se oyó el chasquido de un látigo y el carruaje se puso en marcha.
En la oscuridad, le cogió la mano y se la apretó.
– Aún no -le dijo en voz baja-. Mi cochero no tiene por qué enterarse y Green Street está aquí al lado.
Ella lo miró.
– ¿Green Street?
– He prometido llevarte a casa. A mi casa. ¿En qué otro lugar podríamos encontrar una estancia privada con la luz adecuada para una discusión?
Leonora no tenía nada que decir a eso; de hecho, se alegraba de que reconociera la necesidad de iluminación, porque quería verle la cara. Con la sangre hirviendo esperó de mala gana en silencio.
La mano de él permanecía cerrada sobre la suya. Mientras avanzaban en medio de la noche, la acariciaba con el pulgar, casi distraídamente. Leonora lo observó; estaba mirando por la ventana y no pudo saber si era consciente de lo que estaba haciendo y mucho menos si pretendía que ese gesto la aplacara. La caricia era tranquilizadora, pero no mitigó su furia. Si acaso, la aumentó.
¿Cómo se atrevía a ser tan insufriblemente complaciente, a mostrarse tan confiado y seguro cuando ella acababa de descubrir sus motivos ocultos, unos motivos que debería haber supuesto que tarde o temprano descubriría?
El carruaje giró, no en Green Street, sino en una estrecha callejuela donde se encontraban las caballerizas utilizadas por la hilera de grandes casas. Se detuvo bruscamente. Tristan se movió, abrió la puerta y bajó.
Lo oyó hablar con el cochero, luego se volvió hacia ella. Leonora le tendió la mano y bajó; Tristan la hizo atravesar a toda prisa la verja de un jardín antes de que tuviera ocasión de orientarse.
– ¿Dónde estamos?
Al otro lado del alto muro de piedra, oyó que el carruaje se alejaba.
– En mis jardines. -Le señaló con la cabeza una casa al otro lado de la extensión de césped visible a través de los arbustos-. Si entráramos por la puerta principal, tendríamos que dar explicaciones.
– ¿Y tu cochero?
– ¿Qué ocurre con mi cochero?
Leonora soltó un bufido. Tristan le puso la mano en la espalda y empezó a avanzar por un sendero que había entre los arbustos. Cuando salieron de las sombras, le cogió la mano y caminó a su lado. El estrecho camino seguía los parterres que bordeaban esa ala de la casa; la llevó más allá del invernadero, de lo que parecía un estudio y hacia la larga estancia que reconoció como la salita de estar en la que sus ancianas tías la habían entretenido semanas atrás. Finalmente, se detuvo frente a un par de puertas de cristal.
– Esto no lo has visto. -Apoyó la palma de la mano en el marco de las puertas, justo donde la cerradura las unía, le dio un firme empujón y la cerradura se abrió.
– ¡Cielo santo!
– ¡Chist! -La hizo entrar y luego cerró. La salita estaba a oscuras. A esas horas de la noche, esa parte de la casa estaba desierta. La cogió de la mano y la llevó hacia la escalera que subía hasta el pasillo. Se detuvo entre las sombras y miró a la izquierda, donde el vestíbulo delantero estaba bañado por una luz dorada.
Leonora se asomó detrás de él y no vio ni rastro de ningún sirviente o mayordomo.
Tristan se volvió y la instó a avanzar hacia la derecha, por un corto y oscuro pasillo. La adelantó y abrió la puerta que había al final de éste.
Leonora entró con él detrás, que cerró sin hacer ruido.
– Espera -susurró. Luego pasó por delante de ella.
La leve luz de la luna brillaba sobre un pesado escritorio, iluminaba una gran silla tras él y otras cuatro butacas repartidas por la estancia. Había una serie de armarios y muebles de cajones a lo largo de las paredes. Luego, Tristan cerró las cortinas y se quedaron totalmente a oscuras.
Un instante después, Leonora oyó el roce de la yesca; se encendió una llama que iluminó el rostro de él, perfilando sus severos rasgos mientras ajustaba la mecha de la lámpara y volvía a colocarle el cristal.
El cálido resplandor se extendió y llenó la estancia. Tristan la miró y con la mano le señaló dos sillones que había frente al hogar. Cuando Leonora llegó hasta allí, él se acercó y le retiró la capa de los hombros. La dejó a un lado, luego se inclinó sobre las brasas que aún ardían en la chimenea; ella se sentó y observó cómo avivaba el fuego con eficacia hasta que volvió a ser un fuego aceptable.
Se irguió y bajó la vista, mirándola.
– Voy a tomar un brandy. ¿Quieres algo?
Leonora lo observó acercarse a la licorera. Dudaba que tuviera jerez en su estudio.
– Tomaré también una copa de brandy.
Tristan volvió a mirarla con las cejas arqueadas, pero sirvió brandy en dos copas, luego regresó y le dio una. Leonora tuvo que usar ambas manos para sujetarla.
– ¿Y bien? -Se sentó en el otro sillón, estiró las piernas ante él, cruzó los tobillos, bebió y luego clavó la mirada en ella-. ¿Cuál es el problema?
El brandy era una distracción, así que Leonora dejó la copa con cuidado en la mesita que había junto al sillón.
– El problema -contestó, sin importarle lo mordaz que sonara- eres tú y tu necesidad de casarte.
Él la miró directamente a los ojos; volvió a beber. La gran copa parecía formar parte de su mano.
– ¿Qué problema hay en eso?
– ¿Qué problema hay? Tienes que casarte por algo relacionado con tu herencia. La perderás si no te casas antes de julio, ¿no es cierto?
– Perderé gran parte de los fondos, pero conservaré el título y todo lo que conlleva.
Leonora tomó aire y logró que atravesara la opresión que de repente le atenazó la garganta.
– Así que… tienes que casarte. En realidad tú no deseas hacerlo, ni conmigo ni con ninguna otra, pero tienes que hacerlo y por eso pensaste que yo serviría. Necesitas una esposa y yo te valdría. ¿Lo he entendido bien al fin?