Tristan se quedó muy quieto. En cuestión de un segundo, pasó de ser un elegante caballero sentado en el sillón a parecer un depredador listo para reaccionar. Lo único que verdaderamente cambió fue una repentina tensión, pero el efecto fue profundo.
A Leonora los pulmones se le pararon; apenas podía respirar. No se atrevió a apartar la vista de él.
– No. -Cuando habló, ella notó que su voz sonaba más profunda, más oscura. La copa de brandy se veía frágil en su mano y, como si se hubiera dado cuenta, relajó los dedos.
»Así no es como fue… como es.
Ella tragó saliva y alzó la cabeza. La complació comprobar que su voz se mantenía firme, aún altiva, incrédula. Desafiante.
– ¿Cómo es entonces?
Tristan no apartó la vista de ella. Al cabo de un momento, habló, y en su voz había algo que la advertía de que ni se le ocurriera pensar que no estaba diciendo la verdad absoluta.
– Tengo que casarme, en eso tienes razón. No porque tenga ninguna necesidad especial de los fondos de mi tío abuelo, sino porque, sin ellos, sería imposible mantener a las catorce parientes a mi cargo del modo en que ellas están acostumbradas.
Hizo una pausa y dejó que asimilara las palabras y su significado.
– Por lo tanto, sí, tengo que pasar por el altar antes de julio. Sin embargo, independientemente de eso, no tenía, ni tengo ninguna intención de permitir que mi tío abuelo o las damas de la buena sociedad interfieran en mi vida o decidan a quién debo tomar por esposa. Es evidente que, si yo lo deseara, podría arreglarse una boda con alguna dama idónea, y estaría firmada, sellada y consumada en menos de una semana.
Volvió a hacer otra pausa, bebió con la mirada fija en la suya. A continuación, habló despacio y con claridad.
– Aún faltan varios meses para que llegue julio. No veo ningún motivo para precipitarme. Por consiguiente, no he hecho ningún esfuerzo por considerar a ninguna dama. -Su voz se hizo más profunda, ganó fuerza-. Y entonces, te vi a ti y dichas consideraciones se volvieron superfluas.
Estaban sentados casi a medio metro de distancia. Sin embargo, lo que había surgido entre los dos, lo que ahora existía, cobró vida con sus palabras, una fuerza palpable que llenaba el espacio y casi centelleaba en el aire. La alcanzó, la envolvió, una red de emociones tan inmensamente fuertes que Leonora supo que nunca podría liberarse. Y, muy probablemente, tampoco él.
Su mirada se había mantenido dura, abiertamente posesiva, firme.
– Tengo que casarme. En algún momento, me habría visto forzado a buscar una esposa. Pero entonces te encontré a ti, y toda búsqueda se volvió irrelevante. Tú eres la esposa que deseo. Tú eres la esposa que tendré.
Leonora no dudó, no pudo dudar de lo que le estaba diciendo; la prueba estaba allí, entre ellos.
La tensión aumentó hasta volverse insoportable. Los dos tenían que moverse; Tristan lo hizo primero, se levantó del sillón con un fluido y grácil movimiento y le tendió la mano. Tras un instante, Leonora se la cogió y él la ayudó a levantarse.
La miró con rostro tenso, duro.
– ¿Lo entiendes ahora?
Ella alzó la cabeza para mirarlo… sus ojos, aquellos duros y severos rasgos que transmitían tan poco. Tomó aire y se sintió obligada a preguntar:
– ¿Por qué? Aún no entiendo por qué deseas casarte conmigo. Por qué me quieres a mí y sólo a mí.
Él le sostuvo la mirada largo rato. Cuando Leonora pensó que ya no iba a responderle, lo hizo:
– Adivínalo.
Fue su turno de pensar largo y tendido. Se humedeció los labios y murmuró:
– No puedo. -Tras un instante, añadió con brutal sinceridad-. No me atrevo.
CAPÍTULO 14
Tristan insistió en acompañarla a casa. Sólo sus manos se tocaron y Leonora se sintió inmensamente agradecida por ello. La estuvo observando; ella percibió su deseo, tan flagrantemente posesivo y apreció el hecho de que lo refrenara, que pareciera comprender que necesitaba tiempo para pensar, para asimilar todo lo que él le había dicho, todo lo que ella había descubierto. No sólo de él, sino de sí misma.
Amor. Si a eso era a lo que se había referido, lo cambiaba todo. Tristan no había dicho ni una palabra. No obstante, allí de pie, tan cerca de él, Leonora había podido sentirlo, fuera lo que fuese; no deseo, ni lujuria, sino algo mucho más fuerte. Algo mucho más delicado.
Si era amor lo que había surgido entre ellos, entonces, alejarse de él, de su proposición, quizá ya no fuera una opción. Alejarse sería la salida del cobarde.
La decisión era suya. No sólo su felicidad, sino también la de él estaba en juego.
Con la casa en silencio a su alrededor y el reloj del rellano señalando ya la madrugada, se tumbó en la cama y se obligó a enfrentarse al motivo que la había mantenido alejada del matrimonio.
No era una aversión, nada tan definido y absoluto, algo que podría haber identificado y valorado. Algo que podría haberse convencido a sí misma de dejar a un lado, o de superar.
Su problema era más profundo, mucho más intangible. Sin embargo, a lo largo de los años, la había hecho rehuir una y otra vez el matrimonio. Y no sólo el matrimonio.
Tumbada en la cama con los ojos clavados en el techo bañado por la luz de la luna, oyó los golpecitos en las tablas de madera del suelo ante la puerta de su dormitorio cuando Henrietta se levantó y bajó la escalera para pasearse. El sonido se apagó y ya no hubo más distracciones.
Tomó aire y se obligó a hacer lo que debía. Echarle una larga mirada a su vida, examinar las amistades íntimas y relaciones que no había permitido que se desarrollaran.
La única razón por la que había considerado casarse con Mark Whorton era porque había reconocido desde el principio que nunca se sentiría cercana a él, emocionalmente próxima. Nunca se habría convertido para él en lo que Heather, su esposa, era. Una mujer dependiente y feliz de serlo. Él necesitaba eso, una mujer dependiente. Leonora nunca había sido una candidata a proporcionarle eso; simplemente, no había sido capaz de ello. Y, gracias a todos los dioses, él lo había percibido, y si no había visto la verdad, al menos había captado una discordancia entre los dos.
Esa misma discordancia no existía entre Tristan y ella. Entre ellos había otra cosa. Posiblemente amor.
Tenía que afrontarlo, afrontar el hecho de que esa vez, con él, se daban las condiciones para ser su esposa. En todos los aspectos. Tristan lo había reconocido instintivamente; era el tipo de hombre acostumbrado a seguir sus instintos y lo había hecho.
Además, él no esperaría que ella fuera dependiente, que cambiara de ningún modo. La quería por lo que era, la persona que era y que podía ser, no para satisfacer ningún ideal, alguna visión errónea, sino porque sabía que era buena para él. Con Tristan no corría ningún peligro de que la colocara en un pedestal; en cambio, a través de todos sus encuentros, se había dado cuenta de que no sólo era capaz, sino que estaba dispuesto a adorarla por completo. A ella, a la auténtica Leonora, no a un producto de su imaginación.
La idea, la realidad era tan increíblemente, tan aterradoramente atractiva… Deseaba eso, no podía dejarlo pasar. Tenía que agarrarlo bien, tendría que aceptar la proximidad emocional que, con Tristan, sería, ya era, previsible, una parte vital de lo que los unía. Tenía que enfrentarse a lo que le había impedido tener semejante cercanía con ninguna otra persona.
No fue fácil retroceder a través de los años, obligarse a quitar todos los velos, todas las murallas que había levantado para esconder y excusar el dolor. No siempre había sido como era en ese momento, fuerte, capaz, autónoma. Tiempo atrás no había sido autosuficiente, independiente, ni capaz de sobrellevarlo todo sola. Había sido como cualquier otra niña que necesitaba un hombro en el que llorar, que necesitaba unos cálidos brazos que la estrecharan, que la confortaran.