Su madre había sido su modelo que seguir, siempre allí, siempre comprensiva. Pero entonces, un día de verano, su padre y ella murieron.
Aún recordaba el frío, la gélida sensación de pérdida que se había instalado a su alrededor para encerrarla en una prisión. No había sido capaz de llorar, no había tenido ni idea de cómo llorar su muerte. Y no había habido nadie que la ayudara, nadie que la comprendiera.
Sus tíos y tías, el resto de su familia, eran mayores que sus padres, y ninguno tenía hijos. Le habían dado unas palmaditas, la habían alabado por ser tan valiente; nadie había atisbado, ni tenido la más mínima idea de la angustia oculta en su interior.
Leonora siguió ocultándola porque parecía que eso era lo que se esperaba de ella. Pero de vez en cuando la carga se volvía demasiado pesada y entonces había intentado, lo había intentado de verdad, encontrar a alguien que la comprendiera, que la ayudara a superarlo. Sin embargo, Humphrey nunca la había comprendido; el personal en la casa no tenía ni idea de qué le sucedía. Nadie la había ayudado.
Leonora aprendió a ocultar su necesidad. Poco a poco, incidente tras incidente a lo largo de los años de su niñez, había aprendido a no pedirle ayuda a nadie, a no abrirse emocionalmente a nadie, a no confiar en nadie lo suficiente como para hacerlo, se acostumbró a no depender de nadie; si no lo hacía, no podrían rechazarla. No podrían abandonarla.
Su mente empezó a establecer las conexiones lentamente.
Ella sabía que Tristan no la abandonaría. No la rechazaría. Con él estaría a salvo.
Lo único que tenía que hacer era encontrar el coraje para aceptar el riesgo emocional que se había pasado los últimos quince años enseñándose a sí misma a no asumir.
Tristan fue a verla al día siguiente a mediodía. Leonora estaba arreglando unas flores en el jardín; la encontró allí.
Ella lo saludó con la cabeza, consciente de su aguda mirada, de la atención con que la estudiaba antes de apoyar el hombro en el marco de la puerta, a tan sólo un metro de distancia.
– ¿Estás bien?
– Sí. -Lo miró y luego volvió a dirigir su atención a las flores-. ¿Y tú?
Tras un momento, Tristan dijo:
– Vengo de aquí al lado. A partir de ahora, verás a más de nosotros entrando y saliendo.
Ella frunció el cejo.
– ¿Cuántos sois?
– Siete.
– ¿Y todos sois ex… oficiales de la Guardia Real?
Él vaciló, pero luego respondió:
– Sí.
La idea la intrigó. Antes de que pudiera pensar la siguiente pregunta, Tristan se movió y se acercó más. Al instante, fue consciente de su cercanía, de la llameante respuesta que la atravesó. Volvió la cabeza y lo miró. Lo miró a los ojos, se perdió en ellos. No pudo apartar la vista, sólo quedarse allí, con el corazón martilleándole, el pulso palpitándole en los labios mientras él se inclinaba despacio y le daba un leve beso, dolorosamente incompleto en la boca.
– ¿Has tomado ya una decisión?
Susurró las palabras sobre sus ávidos labios.
– No, aún estoy pensándolo.
Retrocedió lo justo para poder mirarla a los ojos.
– ¿Cuánto tiempo necesitas?
La pregunta rompió el hechizo; Leonora entornó los ojos y luego volvió a dirigir su atención a las flores.
– Más de lo que crees.
Él volvió a acomodarse en el marco de la puerta, con la mirada fija en su rostro. Tras un momento, dijo:
– De acuerdo, cuéntamelo.
Leonora apretó los labios e hizo ademán de negar con la cabeza, pero entonces se acordó de todo lo que había pensado en las largas horas de la noche. Inspiró profundamente, dejó escapar el aire despacio y mantuvo la mirada fija en las flores.
– No es algo sencillo.
Tristan no dijo nada, se limitó a esperar.
Ella tuvo que volver a tomar aire.
– Ha pasado mucho tiempo sin que yo confíe en que alguien… haga cosas por mí, en que me ayude. -Ésa había sido una consecuencia, posiblemente la más evidente de su aislamiento.
– Pero acudiste a mí, me pediste ayuda cuando viste al ladrón al fondo de tu jardín.
Con los labios apretados, ella negó con la cabeza.
– No fue así. Acudí a ti porque eras el único modo que tenía de avanzar.
– ¿Me veías como una fuente de información?
Leonora asintió.
– Y me ayudaste, pero yo nunca te lo pedí, tú nunca me ofreciste tu ayuda, simplemente me la diste. Eso… -Se detuvo cuando lo tuvo claro en su propia mente, entonces continuó-: Eso es lo que ha estado sucediendo entre nosotros. Nunca te he pedido ayuda, tú simplemente me la has dado, y eres lo bastante fuerte como para que rechazarla no fuera nunca una alternativa y no parecía que hubiera ningún motivo para resistirse a ti, dado que teníamos el mismo objetivo…
La voz le tembló y se detuvo. Tristan se acercó y le cogió la mano. Su contacto amenazó con hacer añicos su control, pero entonces la acarició con el pulgar y una indefinible calidez la inundó, la calmó, la confortó.
Leonora alzó la cabeza y tomó aire temblorosa. Tristan se acercó aún más, la rodeó con los brazos y le pegó la espalda a él.
– Deja de resistirte. -Esas palabras le sonaron siniestras, como la orden de un hechicero-. Deja de resistirte a mí.
Ella suspiró larga y profundamente; su cuerpo se relajó contra la cálida y sólida roca del suyo.
– Lo intento. Lo haré. -Echó la cabeza hacia atrás y miró por encima del hombro. Se encontró con sus ojos color avellana-. Pero no será hoy.
Tristan le dio tiempo, aunque a regañadientes.
Leonora se pasaba los días intentando descifrar los diarios de Cedric, buscando cualquier mención a una fórmula secreta o a algún trabajo realizado con Carruthers. Había descubierto que las entradas no estaban en orden cronológico. Aparecían casi al azar, primero en un libro, luego en otro, unidas, al parecer, por algún código no escrito.
Las noches las dedicaba a bailes y fiestas, siempre con Tristan a su lado, de cuya atención, fija e inquebrantable, todo el mundo se dio cuenta; a las pocas damas valientes que intentaron reclamarlo, las despidió con rapidez y aspereza. Con extremada rapidez y aspereza. A partir de entonces, en la buena sociedad se empezó a especular sobre la fecha de la boda.
Esa noche, mientras paseaban por el salón de baile de lady Court, Leonora le habló de los diarios de Cedric.
Tristan frunció el cejo.
– Mountford debe de ir detrás de algo que tiene que ver con el trabajo de tu primo. En el número catorce parece que no hay nada más que pueda despertar tanto interés.
– ¿Tanto interés? -Leonora lo miró-. ¿Qué has descubierto?
– Mountford, aún no tengo un nombre mejor, aún está en Londres. Lo han visto, pero no deja de moverse. Todavía no he podido atraparlo.
A Leonora no le gustaría estar en la piel del hombre cuando Tristan lograra ponerle las manos encima.
– ¿Has recibido alguna noticia de Yorkshire?
– Sí y no. A partir de la documentación del abogado, llegamos hasta el principal heredero de Carruthers, un tal Jonathon Martinbury. Es secretario de un abogado en York. Hace poco que ha acabado su formación y se sabe que estuvo planeando viajar a Londres, seguramente para celebrarlo. -La miró a los ojos-. Parece ser que cuando recibió tu carta, la que le envió el abogado en Harrogate, adelantó sus planes. Salió en el coche postal hace dos días, pero aún no lo he localizado en la ciudad.
Leonora frunció el cejo.
– Qué extraño. Lo lógico sería que si cambió sus planes a consecuencia de mi carta, hubiera venido a verme.
– Exacto, pero no hay que intentar predecir las prioridades de un joven. Para empezar, no sabemos por qué quería venir a Londres.
Ella hizo una mueca.
– Cierto.
No hablaron más al respecto esa noche. Desde su conversación en el estudio de Tristan y su posterior encuentro en el jardín, él no organizó nada para satisfacer sus sentidos más allá de lo que podría lograrse en los salones de baile. Aun así, ambos eran extremadamente conscientes el uno del otro, no sólo en el aspecto físico; cada contacto, cada caricia, cada mirada compartida, no hacía más que aumentar el deseo. Leonora podía sentir cómo se le crispaban los nervios lentamente y no necesitaba ver su mirada, a menudo oscurecida, para saber que resultaba mucho más duro para él.