Pero ella le había pedido tiempo, y Tristan se lo estaba dando. Sus deseos eran órdenes para él. Esa noche, mientras subía la escalera hacia su dormitorio fue consciente de ello y lo aceptó. Una vez se acostó en la cama, cómoda y caliente, volvió a pensar en el asunto. No podía seguir con sus dudas para siempre. De hecho, ni un día más. No era justo, ni para él ni para ella. Estaba jugando con ambos, torturándolos sin motivo, sin ninguno que tuviera ya relevancia o poder.
Al otro lado de la puerta, Henrietta gruñó, arañó algo y luego se alejó por la escalera. Leonora fue consciente de ello pero a distancia, porque seguía concentrada, sin distraerse.
Aceptar a Tristan o vivir sin él. No había elección. No para ella. Ya no. Iba a aprovechar la oportunidad, aceptar el riesgo y seguir adelante. La decisión se concretó en su mente; aguardó a la espera de un retroceso, una instintiva retirada, pero si estaba ahí, quedó anegado por una gran oleada de certitud. De seguridad. Casi de júbilo.
De repente, se le ocurrió que el hecho de aceptar esa inherente vulnerabilidad era como mínimo la mitad de la batalla. Para ella sin duda lo era.
Se sintió animada y empezó a planear cómo comunicarle a Tristan su decisión, el modo más apropiado de darle la noticia…
No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, cuando se dio cuenta de que Henrietta no había vuelto a su lugar junto a la puerta de su dormitorio. Eso la distrajo.
A menudo, la perra se paseaba por la casa de noche, pero nunca durante tanto rato. Siempre regresaba a su lugar favorito en la moqueta del pasillo, ante la puerta de Leonora.
Y no estaba allí en ese momento.
Lo supo antes de ponerse la bata, abrir la puerta y ver el espacio vacío. Una leve luz llegaba al pasillo desde lo alto de la escalera; Leonora vaciló, luego se sujetó con más fuerza la bata y se dirigió hacia allí. Recordó el grave gruñido de la perra antes de marcharse. Podía haber sido una reacción a algún gato que hubiera atravesado el jardín trasero, pero…
¿Y si Mountford estaba intentando entrar de nuevo?
¿Y si le había hecho daño a Henrietta?
El corazón le dio un vuelco. La tenía desde que era un diminuto ovillo de pelos; la perra era en realidad su más íntima confidente, la silenciosa receptora de centenares de secretos.
Bajó la escalera sigilosamente mientras se decía a sí misma que no fuera tonta. Sería un gato. Había muchos en Montrose Place. Quizá habían sido dos gatos y por eso Henrietta aún no había subido. Llegó al pie de la escalera y dudó si encender o no una vela. Allá abajo estaría oscuro y podría tropezar con la perra, que esperaría que la viera.
Se detuvo junto a una mesita auxiliar, al fondo del vestíbulo principal y encendió una vela con una cerilla. La cogió y atravesó la puerta verde que daba a la zona de servicio. Sostuvo la vela en alto y recorrió el pasillo. Las paredes parecían cernirse sobre su cabeza cuando la luz de la vela se proyectaba sobre ellas, pero todo parecía normal. Pasó junto a la despensa y la habitación del ama de llaves, luego llegó al corto tramo de escalones que llevaba a la cocina.
Se detuvo y miró hacia abajo. Estaba todo muy oscuro, excepto por algunos parches de tenue luz de luna que entraba por las ventanas y por el pequeño tragaluz de la puerta trasera. A esa difusa claridad, pudo distinguir a la perra; estaba acurrucada contra la pared, con la cabeza sobre las patas.
– ¿Henrietta? -Leonora se esforzó por ver.
La perra no se movió ni se inmutó. Algo iba mal. Henrietta no era tan joven. Leonora temió que hubiera sufrido un ataque, por lo que se agarró a la barandilla y bajó corriendo la escalera.
– Henriett… ¡oh!
Se detuvo en el último escalón, con la boca abierta frente al hombre que había surgido de las sombras frente a ella.
La luz de la vela tembló sobre su rostro y vio cómo esbozaba una sonrisa ladeada. Sintió que una ráfaga de dolor le atravesaba la cabeza desde la parte de atrás. La vela se le cayó y se desplomó de bruces al tiempo que la luz se apagaba y todo se sumía en la oscuridad.
Por un segundo, pensó que la vela simplemente se había apagado. Pero entonces, desde una gran distancia, oyó a Henrietta aullar, el sonido más horrible y espeluznante del mundo.
Intentó abrir los ojos y no pudo. Un dolor punzante le atravesó la cabeza. La oscuridad se intensificó y la arrastró con ella.
Recuperar la conciencia no fue agradable. Durante largo rato se quedó allí, flotando en aquella tierra de nadie, mientras unas voces llegaban hasta ella, algunas furiosas, otras llenas de miedo.
Henrietta estaba allí, a su lado. La perra aulló y le lamió los dedos. La áspera caricia la trajo inexorablemente de vuelta, a través de la bruma, hasta el mundo real.
Intentó abrir los ojos, pero los párpados le pesaban mucho y sus pestañas se agitaron. Débilmente, levantó una mano y se dio cuenta de que una gran venda le rodeaba la cabeza.
Todas las charlas cesaron.
– ¡Se ha despertado!
Era la voz de Harriet. Su doncella corrió a su lado, le cogió la mano y le dio unas palmaditas.
– No se preocupe. La ha visto el médico y ha dicho que muy pronto estará como nueva.
Leonora dejó la mano flácida entre las de Harriet mientras asimilaba sus palabras.
– ¿Te encuentras bien, hermanita?
Jeremy sonaba extrañamente conmovido; sonaba cerca. Estaba tumbada con los pies en alto sobre un diván… Debía de estar en el salón.
Una pesada mano le dio unas torpes palmaditas en la rodilla.
– Descansa, querida -le aconsejó Humphrey-. Dios sabe adónde vamos a ir a parar, pero… -Su voz tembló y se apagó.
Un instante después, oyó una voz baja.
– Estará mejor si no la agobian.
Tristan.
Leonora abrió los ojos y lo vio, de pie en el extremo del diván.
Tenía el rostro más tenso que nunca; la rigidez de sus rasgos era una clara advertencia para cualquiera que lo conociera y sus ojos centelleantes lo eran para todos, lo conocieran o no.
Leonora parpadeó, pero no desvió la vista.
– ¿Qué ha pasado?
– Te han golpeado en la cabeza.
– De eso ya soy consciente. -Miró a la perra, que se acercó más-. Fui a buscar a Henrietta. Había bajado al piso inferior, pero no había regresado. A menudo lo hace.
– Así que fuiste a buscarla.
Volvió a mirar a Tristan.
– Pensé que a lo mejor le había pasado algo, como así fue. -Miró a Henrietta y frunció el cejo-. Estaba junto a la puerta trasera, pero no se movía…
– Estaba drogada. Láudano con oporto por debajo de la puerta trasera.
Leonora alargó la mano hacia el animal y le acarició la peluda cara mientras estudiaba sus brillantes ojos castaños.
Tristan se movió.
– Se recuperará por completo. Has tenido suerte, quienquiera que lo hiciera, usó sólo lo suficiente para hacer que se quedara adormilada.
Ella tomó aire e hizo una mueca cuando una punzada de dolor le atravesó la cabeza. Volvió a mirar a Tristan.
– Fue Mountford. Me encontré cara a cara con él al pie de la escalera.
Por un instante le pareció que gruñiría; la violencia que se apoderó de sus rasgos fue aterradora. Aún más porque parte de aquella agresividad iba dirigida, sin duda, a ella.