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Sin embargo, su revelación había dejado impactados a los demás, que miraban a Leonora, no a Tristan.

– ¿Quién es Mountford? -preguntó Jeremy, primero a su hermana y luego a Tristan-. ¿De qué va todo esto?

Leonora suspiró.

– Hablo del ladrón, del hombre que vi al fondo de nuestro jardín.

Esa información hizo que Jeremy y Humphrey se quedaran boquiabiertos. Estaban horrorizados, aún más porque ni siquiera ellos podían ya cerrar los ojos y fingir que ese hombre era el producto de su imaginación. Su imaginación no había drogado a Henrietta ni casi le había partido el cráneo a ella. Obligados a reconocer la realidad, empezaron a soltar exclamaciones.

El ruido fue demasiado para Leonora, que cerró los ojos y se desmayó, agradecida de poder hacerlo.

Tristan se sentía como la cuerda de un violín tensada hasta casi partirse, pero cuando vio los ojos cerrados de Leonora, cuando vio cómo sus rasgos se suavizaban sumidos en la inconsciencia, tomó aire, se tragó sus demonios y sacó a los demás de la habitación sin soltarles ningún bramido.

Se fueron, aunque a regañadientes. Sin embargo, después de todo lo que Tristan había oído, de todo lo que había descubierto, en su opinión habían perdido cualquier derecho que pudieran tener a velar por ella. Incluso su doncella, por muy leal que pareciera.

A ésta la envió a preparar una tisana y luego regresó para observar a Leonora. Aún estaba pálida, pero su piel ya no se veía mortalmente blanca, como cuando la había encontrado.

Jeremy, sin duda empujado por la incipiente culpa, había tenido la sensatez de mandar a un sirviente a la casa vecina; Gasthorpe se había hecho cargo de todo, envió a un lacayo a Green Street y a otro a por el médico al que tenían órdenes de llamar siempre. Jonas Pringle era un veterano de las campañas de la Península; podía curar heridas de bala o de cuchillo sin titubear. Un golpe en la cabeza para él no era nada, pero su seguridad, respaldada por su experiencia, era lo que Tristan necesitaba. Sólo eso lo había mantenido ligeramente civilizado.

Al darse cuenta de que Leonora tardaría en despertarse, alzó la cabeza y miró por las ventanas. El amanecer empezaba a vetear el cielo. La urgencia que lo había impulsado a lo largo de las últimas horas comenzaba a ceder.

Dio la vuelta a una butaca para encararla hacia el diván, se sentó, estiró las piernas, clavó la mirada en el rostro de ella y se dispuso a esperar.

Leonora se despertó una hora más tarde; sus párpados se agitaron hasta que se abrieron mientras tomaba una brusca inspiración, con gesto de dolor. Su mirada se encontró con la de él y sus ojos se abrieron como platos. Parpadeó, miró a su alrededor lo mejor que pudo sin mover la cabeza.

Tristan alzó la barbilla del puño.

– Estamos solos.

Ella volvió a mirarlo; estudió su rostro y frunció el cejo.

– ¿Qué ocurre?

Había pasado la última hora pensando cómo decírselo, pero había llegado el momento de hacerlo, y estaba demasiado cansado para andarse con rodeos. No con ella.

– Tu doncella. Estaba histérica cuando llegué aquí.

Leonora parpadeó; cuando sus ojos se abrieron de nuevo, Tristan vio en ellos que ya sabía lo que debía de haber pasado, pero cuando lo miró, no pudo interpretar su expresión. Seguro que no podía haber olvidado los ataques anteriores. De igual modo, tampoco podía imaginar por qué lo sorprendía su reacción.

Su voz sonó más áspera de lo que pretendía cuando dijo:

– Me habló de dos ataques que sufriste anteriormente. Uno en la calle y otro en el jardín delantero.

Leonora lo miraba a los ojos. Asintió e hizo una mueca de dolor.

– Pero no fue Mountford.

Eso era nuevo y la noticia hizo que su genio estallara. Se levantó, incapaz de seguir fingiendo una calma que lo sobrepasaba.

Maldijo mientras paseaba nervioso. Luego se volvió hacia ella.

– ¿Por qué no me lo contaste?

Leonora lo miró, pero no se acobardó en absoluto y le respondió tranquilamente:

– Pensé que no era importante.

– No era… importante. -Con los puños apretados, logró mantener un tono razonablemente bajo-. Te amenazaron y pensaste que no era importante. -La miró a los ojos-. ¿No creíste que yo lo consideraría importante?

– No fue…

– ¡No! -La interrumpió con un movimiento brusco. Se sintió impulsado a pasear de nuevo y la miró fugazmente, mientras se esforzaba por poner en orden sus ideas, en suficiente orden como para lograr comunicarse con ella. Las palabras le ardían en la lengua, demasiado acaloradas, demasiado violentas para soltarlas. Unas palabras de las que sabía que se arrepentiría en cuanto las pronunciara.

Tenía que centrarse; echó mano de toda su considerable preparación, se obligó a ir directo al grano, a afrontar implacable la dura y fría verdad, la sólida realidad que era lo único que importaba verdaderamente.

De repente, se detuvo y tomó aire. Se volvió hacia ella y la miró fijamente.

– Has llegado a importarme. -Tuvo que esforzarse para que las palabras le salieran; en voz baja y con gravedad-. No sólo un poco, sino mucho. Más profundamente de lo que me ha importado nada o nadie en mi vida.

Volvió a tomar aire mientras seguía mirándola a los ojos.

– Aunque a regañadientes, que alguien te importe significa poner una parte de ti en sus manos. Y esas personas que te importan se convierten en las depositarias de esa parte de ti, de eso que les has dado que es tan profundamente precioso, que es tan profundamente importante. De ese modo, esas personas se vuelven importantes, profundamente importantes. -Hizo una pausa y luego añadió aún más bajo-: Como lo eres tú.

El reloj siguió con su tictac. Ninguno se movió.

Entonces, Tristan prosiguió:

– He hecho todo lo posible para explicártelo, para hacértelo entender.

Su expresión se volvió hermética y se volvió hacia la puerta.

Leonora intentó levantarse, pero no pudo.

– ¿Adónde vas?

Con la mano sobre el pomo, Tristan se volvió hacia ella.

– Me voy. Le diré a tu doncella que venga. -Sus palabras sonaban tensas, pero la emoción, reprimida, bullía por debajo de ellas-. Cuando puedas enfrentarte al hecho de ser importante para alguien, ya sabes dónde encontrarme.

– Tristan… -Con un esfuerzo, se volvió y levantó la mano…

Pero la puerta se cerró con un chasquido que resonó en toda la estancia.

Leonora se quedó allí, mirando la puerta un largo momento, luego suspiró y volvió a recostarse en el diván. Cerró los ojos. Comprendía perfectamente lo que había hecho y supo que tendría que arreglarlo. Pero no en ese momento. No ese día.

Se sentía demasiado débil para pensar siquiera y necesitaría hacerlo, idear un plan, meditar bien lo que diría para aplacar a su lobo herido.

Los tres días siguientes se convirtieron en un desfile de disculpas.

Perdonar a Harriet fue sencillo. La pobre se había visto tan desbordada al ver a Leonora inconsciente en el suelo de la cocina que había empezado a balbucear histérica sobre hombres que la atacaban; un pequeño comentario había sido más que suficiente para llamar la atención de Tristan, que le había sacado implacablemente todos los detalles y la había dejado en un estado emocional aún peor.

Cuando Leonora se fue a la cama, tras tomarse un plato de sopa, que era lo único que suponía que podría comer, Harriet la ayudó a subir la escalera y a llegar hasta su dormitorio sin decir nada, sin alzar la cabeza ni una sola vez ni mirarla a los ojos.

Leonora se resignó, se sentó en la cama y la animó a desahogarse. Luego, hizo las paces con ella.

Ésa resultó la reconciliación más fácil.

Agotada y físicamente afectada, permaneció en su habitación el resto del día. Sus tías fueron a visitarla, pero sólo con una rápida mirada a su rostro, decidieron que su estancia sería breve. Ante su insistencia, accedieron a evitar mencionar el ataque; a todos aquellos que preguntaran por ella, simplemente debían decir que se encontraba indispuesta.