Jeremy se ruborizó y miró a Humphrey.
– La verdad es que no va a ser fácil hacerlo, a menos que puedas quedarte aquí la mayor parte del día.
Ella frunció el cejo.
– ¿Por qué?
– Es por las referencias cruzadas. Acabamos de empezar, pero va a ser una pesadilla hasta que descubramos la conexión entre los diarios y su secuencia correcta. Tenemos que hacerlo oralmente, aquí hay demasiado trabajo y necesitamos la respuesta con demasiada urgencia como para intentar anotar las conexiones. -La miró-. Estamos acostumbrados a hacerlo. Si hay otras vías que deban explorarse, será mejor que te encargues tú de ello. Nosotros resolveremos antes este misterio si tú prestas atención a esos otros temas.
Ninguno deseaba excluirla; podía verlo en sus ojos, en su expresión seria. Pero Jeremy decía la verdad; ellos eran los expertos en el asunto y lo cierto era que a ella no le apetecía pasarse el resto del día y de la noche intentando descifrar la complicada escritura de Cedric.
Y tenía otras cosas pendientes.
Sonrió.
– Sí, hay otras vías que merece la pena explorar si podéis encargaros de esto sin mí.
– Oh, sí.
– Nos las arreglaremos.
Su sonrisa se amplió.
– Bien, entonces os dejo.
Cuando se dio la vuelta, con la mano ya en el pomo de la puerta, vio ambas cabezas ya agachadas. Aún sonriendo, se marchó.
Y se concentró decidida en su tarea más urgente: atender a su lobo herido.
CAPÍTULO 15
Conseguir ese objetivo, hacer las paces con Tristan, organizarlo todo para hacerlo, requería un grado de ingenuidad y descarada temeridad que nunca antes había tenido que usar. Pero no tenía elección. En primer lugar, llamó a Gasthorpe y le pidió que le consiguiera un carruaje de alquiler para que la llevara a las caballerizas detrás de Green Street, donde el cochero esperaría a que regresara. Lo hizo todo, por supuesto, con la firme insistencia de que, bajo ninguna circunstancia, se informara a su señoría el conde. Había descubierto una rápida inteligencia en Gasthorpe; aunque no le gustaba jugar con su lealtad hacia su señor, aunque todo era por el bien del propio Tristan.
Cuando en la oscuridad de la noche se encontró en el jardín de Tristan, entre los arbustos, y vio luz en las ventanas de su estudio, se sintió totalmente justificada.
No había ido a ninguna cena o baile. Dada su propia ausencia de los eventos de la buena sociedad, el hecho de que él tampoco estuviera asistiendo estaría generando intensas especulaciones. Siguió el camino entre los arbustos y el tramo que bordeaba la casa. Se preguntó cuándo desearía que se celebrara la boda. A ella, una vez tomada la decisión, no le importaba realmente… o, si le daban a elegir, preferiría que fuera más pronto que tarde. Menos tiempo para anticipar cómo irían las cosas… Mejor casarse y ponerse manos a la obra en seguida. Sonrió. Sospechaba que él compartiría su opinión, aunque no por los mismos motivos.
Se detuvo junto al estudio, se puso de puntillas e intentó ver el interior; el suelo de aquella estancia estaba mucho más alto que el del jardín. Tristan estaba sentado a su mesa, dándole la espalda y con la cabeza gacha. Había una pila de papeles a su derecha; a su izquierda, tenía abierto un libro de contabilidad.
Pudo ver lo suficiente para estar segura de que estaba solo.
De hecho, cuando se volvió para comprobar una entrada en el libro, pudo contemplar su rostro, parecía estar muy solo. Un lobo solitario que había tenido que cambiar sus costumbres y vivir entre la buena sociedad, con título, casas y parientes a su cargo, y todas las exigencias que eso conllevaba.
Había renunciado a su libertad, a su excitante, peligrosa y solitaria vida, y había tomado el control de todo lo que habían dejado a su cargo sin una queja.
A cambio, había pedido poco. Lo único que quería en esa nueva vida era tenerla a ella como esposa. Le había ofrecido todo lo que cabía esperar, le había dado todo lo que ella podía aceptar y aceptaría. A cambio, Leonora le había entregado su cuerpo, pero no lo que él más deseaba: su confianza, o su corazón. O más bien lo había hecho, pero sin reconocerlo en ningún momento. No se lo había dicho. Y ahora estaba allí para rectificar esa omisión.
Se alejó y procuró caminar sin hacer ruido. Continuó hasta la salita de estar. Había supuesto que estaría en casa y que estaría trabajando en asuntos relacionados con sus propiedades, en todo eso que habría dejado abandonado mientras se concentraba en atrapar a Mountford. En el estudio era donde ella había esperado que estuviera. Había visto la biblioteca y el estudio, y esta última estancia era la que le había dado una mayor impresión de sí mismo, la que más probablemente fuera su lugar de retiro. Su refugio.
Se alegraba de haber acertado, porque la biblioteca estaba en la otra ala, al otro lado del vestíbulo principal.
Se acercó a las puertas de cristal por las que habían entrado en su visita anterior, se irguió ante ellas, apoyó las palmas en el marco, como Tristan había hecho, y, usando ambas manos en lugar de sólo una, empujó con fuerza.
Las puertas crujieron, pero no se abrieron.
– ¡Maldición! -Frunció el cejo, se acercó más y apoyó el hombro. Contó hasta tres y luego dejó caer todo su peso contra las puertas. Cuando éstas se abrieron, estuvo a punto de caerse de bruces. Una vez recuperó el equilibrio, se dio la vuelta y las cerró. Esperó para comprobar si alguien la había oído, no creía que hubiera hecho mucho ruido. No oyó pasos; nadie se acercaba. Los latidos de su corazón se ralentizaron poco a poco.
Con cuidado, siguió avanzando. Lo último que deseaba era ser descubierta entrando sin permiso en la casa, para reunirse ilícitamente con su señor, porque, si alguien la descubría, una vez que se casaran, tendría que despedir o sobornar a todo el personal. Y no deseaba verse en semejante situación.
Comprobó el vestíbulo principal. Como la otra noche, a esas horas no había nadie; Havers, el mayordomo, estaría en la zona de servicio. Tenía el camino despejado. Se deslizó entre las sombras del pasillo que llevaba al estudio, con una plegaria en los labios y la esperanza de que no cambiara su suerte.
Se detuvo ante la puerta. En un ensayo de última hora, intentó imaginar cómo sería su conversación… pero su mente se quedó tercamente en blanco.
Tenía que hacerlo, tenía que disculparse y declararse. Tomó una profunda inspiración y agarró el pomo de la puerta, pero se lo arrancaron de la mano cuando la puerta se abrió de par en par. Parpadeó y se encontró a Tristan delante, cerniéndose sobre ella.
Miró a su espalda, hacia el pasillo, luego la cogió de la mano y la metió dentro del estudio, donde bajó la pistola que sostenía.
Leonora se quedó mirando el arma.
– ¡Cielo santo! -Alzó unos ojos como platos hacia su rostro-. ¿Me habrías disparado?
Él entornó los ojos.
– A ti no. No sabía quién… -Apretó los labios y se dio la vuelta-. Acercarse a mí con sigilo no es una buena idea.
Leonora lo miró atónita.
– Lo recordaré en el futuro.
Tristan se acercó a un aparador y dejó la pistola en la caja que había encima. Su mirada era sombría cuando se volvió, luego se acercó a la mesa y se quedó de pie junto a ella.
Leonora no se movió de donde estaba, más o menos en medio de la estancia, que tampoco era muy grande.
Tristan alzó la mirada hacia su rostro y sus ojos se endurecieron.
– ¿Qué estás haciendo aquí? ¡No, espera! -Levantó una mano-. Antes de nada, dime cómo has llegado hasta aquí.
Ella había estado esperando esa pregunta. Se estrujó las manos y asintió.
– No has venido a verme… aunque no es que lo esperara. -Sí lo había esperado, pero se había dado cuenta de su error-. Así que tenía que venir. Como ya hemos comprobado en ocasiones anteriores, si vengo a verte a las horas de visita habituales, no tendríamos muchas posibilidades de mantener una conversación privada, así que… -Tomó una gran bocanada de aire y continuó atropelladamente-. Llamé a Gasthorpe y alquilé un coche a través de él. Insistí en que lo mantuviera totalmente en privado así que no debes recriminárselo. El coche…