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La cogió de las caderas para sujetarla, a merced de sus repetitivas invasiones. Cuando el ritmo aumentó, volvió a inclinarse hacia Leonora, dejó que los labios rozaran los suyos, luego se sumergió en su boca mientras su cuerpo lo hacía salvajemente en el de ella, al tiempo que caían todas las restricciones y se entregaba, como ella se había entregado a él, en cuerpo y alma, en mente y corazón.

Leonora se dejó llevar, se liberó verdaderamente, le permitió que la arrastrara con él. Incluso atrapado en una pasión increíblemente poderosa, Tristan sintió su decisión, su total entrega al momento, su entrega a él. Estaban juntos, no sólo unidos físicamente, sino en otro lugar, de otro modo, en otro plano.

Nunca había alcanzado ese lugar místico con ninguna otra mujer; nunca había soñado que pudiera vivir una experiencia tan espectacular. Sin embargo, Leonora lo aceptó en su interior, cabalgó al ritmo de cada embestida, lo envolvió en el calor de su cuerpo y, lo hizo con alegría, con verdadero abandono. Le dio todo lo que él podía desear, todo lo que había anhelado.

Una rendición incondicional.

Le había dicho que sería suya y ahora lo era. Para siempre. No necesitaba más confirmaciones, más pruebas más allá del prieto agarre de su cuerpo, del sutil movimiento de sus curvas desnudas debajo de él.

Pero siempre había deseado más y Leonora se lo había dado sin que él se lo pidiera.

No sólo su cuerpo, sino un compromiso sin restricciones con él, con ella, con lo que había entre los dos.

Todas las sensaciones se elevaron en una oleada imposible de controlar. Rodaron sobre ambos, chocaron, giraron, los hicieron jadear, aferrarse, luchar por conseguir aire, luchar por sujetarse a la vida, una sujeción que perdieron cuando el resplandor los inundó, cuando sus cuerpos se tensaron, se aferraron, se estremecieron.

Tristan vertió su simiente en lo más profundo de su interior y se quedó quieto, inmóvil, mientras el éxtasis los empapaba, los llenaba y luego retrocedía despacio y desaparecía. Tristan se dejó ir, sintió que sus músculos se relajaban, le permitió abrazarlo, acunarlo con la frente pegada a la suya. Unidos, con sus labios rozándose, se rindieron juntos a su suerte.

Leonora se quedó allí durante horas. Pocas palabras se dijeron. No había necesidad de explicaciones entre ellos; ni necesitaban ni querían la interferencia de palabras inadecuadas.

Tristan reavivó el fuego y se sentó en un sillón frente a él con Leonora acurrucada en su regazo, aún desnuda. La cubrió con la capa para mantenerla caliente y por debajo de la tela la rodeó con los brazos, con sus manos sobre la piel desnuda… Se habría quedado así toda la eternidad.

Bajó la mirada hacia ella. La luz del fuego doraba su rostro como también había dorado su cuerpo cuando había estado allí de pie, imperturbable ante las llamas, y lo había dejado examinar cada curva, cada línea. Esa vez no le había dejado prácticamente ninguna marca; sólo podían verse las huellas de sus dedos en la cadera, por donde la había sujetado.

Leonora alzó la vista, lo miró a los ojos, sonrió y luego volvió a apoyar la cabeza en su hombro. Bajo su palma, extendida sobre el torso desnudo, el corazón de Tristan latía con regularidad. El ritmo resonaba en su sangre. Por todo su cuerpo.

La intimidad los envolvió, los unió de un modo indefinible, de un modo que ella desde luego no había esperado.

Él tampoco y, sin embargo, ambos lo aceptaron. Y una vez aceptado, no se podía negar.

Tenía que ser amor, pero ¿quién era Leonora para decirlo? Lo único que sabía era que para ella era inmutable, inalterable y para siempre.

Fuera lo que fuese lo que les deparara el futuro, matrimonio, familia, parientes a su cargo y todo lo demás, tendrían eso, esa fuerza a la que recurrir.

Le parecía bien. Mejor de lo que había imaginado que le parecería.

Estaba donde le correspondía. En sus brazos. Y había amor entre ellos.

CAPÍTULO 16

A la mañana siguiente, Leonora bajó al salón del desayuno un poco más tarde de lo habitual; normalmente, era la primera de la familia en levantarse, pero esa mañana había dormido hasta tarde. Con unos andares llenos de energía y una sonrisa en los labios, atravesó el umbral y se detuvo en seco.

Tristan estaba sentado junto a Humphrey. Lo escuchaba con atención mientras se zampaba con toda calma un plato de jamón y salchichas.

Jeremy estaba sentado frente a ellos; los tres hombres alzaron la vista, y Tristan y Jeremy se levantaron.

Humphrey le dedicó una amplia sonrisa.

– ¡Bueno, querida! ¡Felicidades! Tristan acaba de darnos la noticia. ¡Debo decir que estoy absolutamente encantado!

– Sí, hermanita. Felicidades. -Jeremy se inclinó sobre la mesa, la cogió de la mano y la atrajo hacia el otro lado para darle un beso en la mejilla-. Excelente elección -murmuró.

A ella la sonrisa se le quedó un poco congelada.

– Gracias.

Miró a Tristan, esperando ver cierto grado de disculpa. En cambio, él le devolvió la mirada con una expresión firme, segura, confiada. Tomó debida nota de eso último e inclinó la cabeza.

– Buenos días.

El «milord» se le atascó en la garganta. No olvidaría fácilmente su idea de lo que era un final apropiado para la reconciliación de la noche anterior. Después, la había vestido, la había llevado en brazos hasta el carruaje. Hizo caso omiso de sus protestas, para entonces bastante débiles, y la acompañó a Montrose Place, donde la hizo esperar en la diminuta sala del número 12 mientras recogía a Henrietta y, finalmente, las acompañaba a ambas hasta la puerta de su casa.

Ahora, le cogió la mano con suavidad, se la llevó brevemente a los labios y le ofreció asiento.

– Confío en que hayas dormido bien.

Leonora lo miró mientras se sentaba.

– Muy bien.

Los labios de él se curvaron, pero apenas inclinó la cabeza.

– Hemos estado explicándole a Tristan que los diarios de Cedric, a primera vista, no encajan en los patrones habituales. -Humphrey hizo una pausa para comer un poco de huevo.

Jeremy continuó con el relato.

– No están organizados por temas, que es lo más habitual, y como tú ya habías descubierto -inclinó la cabeza hacia Leonora- las entradas no están en absoluto en orden cronológico.

– Hum. -Humphrey masticó y luego tragó-. Tiene que haber alguna clave, pero es muy posible que Cedric la guardara sólo en su cabeza.

Tristan frunció el cejo.

– ¿Significa eso que no podréis darle sentido a los diarios?

– No -respondió Jeremy-. Sólo significa que nos costará más tiempo hacerlo. -Miró a Leonora-. Recuerdo vagamente que mencionaste unas cartas.

Ella asintió.

– Hay muchas. Sólo he mirado las del último año.

– Será mejor que nos las des -sugirió Humphrey-. Todas. De hecho, cualquier trozo de papel de Cedric que puedas encontrar.

– Los científicos -explicó Jeremy-, sobre todo los botánicos, son famosos por escribir información vital en cualquier trozo de papel que tengan a mano.

Leonora hizo una mueca.

– He hecho que las doncellas recojan todo lo del taller. Tenía intención de revisar el dormitorio de Cedric. Lo haré hoy.

Tristan la miró.

– Yo te ayudaré.

Ella volvió la cabeza para observar su expresión y descubrir qué pretendía realmente…

– ¡Aaaaah! ¡Aaaaah!

Unos aullidos histéricos llegaron desde la distancia. Todos los oyeron. Los gritos continuaron claramente durante un momento, pero luego quedaron apagados por la puerta verde del servicio, según supusieron todos cuando un sirviente, asustado y pálido, se detuvo en la entrada del salón.

– ¡Señor Castor! ¡Tiene que venir, rápido!