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Leonora, que estaba ocupada colocándole bien el camisón y la bata a la difunta anciana, como sabía que a ella le habría gustado, lo miró.

– ¿Por qué Pringle?

Tristan vaciló y luego dijo:

– Porque quiero saber si se cayó o la empujaron.

– Se cayó. -Pringle volvió a guardarlo todo con cuidado en su maletín negro-. No tiene ninguna marca que no pueda achacarse a la caída. Ninguna que parezca un moretón por el que la hubiesen agarrado. A su edad, los habría.

Miró por encima del hombro el diminuto cuerpo tendido sobre el diván.

– Era frágil y mayor, en cualquier caso no le quedaba mucho tiempo en este mundo, pero aun así… Un hombre podría haberla cogido y lanzado por la escalera sin problemas, aunque no podría haberlo hecho sin dejarle alguna marca.

Con la mirada fija en Leonora, que arreglaba un florero sobre una mesa, junto al diván, Tristan asintió.

– Eso es un pequeño alivio.

Pringle cerró el maletín y lo miró mientras se erguía.

– Posiblemente. Pero aún queda la cuestión de por qué estaba fuera de la cama a esa hora, en algún momento de la madrugada, entre la una y las tres, y qué la asustó. Casi seguro que fue un sobresalto lo suficiente fuerte como para hacer que se desmayara.

Tristan miró al médico.

– ¿Cree que se desmayó?

– No puedo demostrarlo, pero si tuviera que imaginar qué pasó… -Señaló con la mano el caos de la estancia-. Oyó ruidos que provenían de aquí y vino a ver qué pasaba. Se quedó en lo alto de la escalera y miró hacia abajo. Vio a un hombre. Se asustó, se desmayó y cayó. Y aquí estamos.

Tristan, que miraba hacia el diván y hacia Leonora tras él, no dijo nada durante un momento, luego asintió, miró a Pringle y le tendió la mano.

– Como usted dice, aquí estamos. Gracias por venir.

El hombre le estrechó la mano, sonriendo levemente a pesar de todo.

– Pensé que dejar el ejército supondría sumirme en la monotonía. Con usted y sus amigos por aquí, al menos no me aburriré.

Intercambiaron sonrisas y se despidieron. Pringle se marchó y cerró la puerta principal tras él.

Tristan rodeó el diván hacia donde se encontraba Leonora mirando a la señorita Timmins. La rodeó con el brazo y la abrazó levemente.

Ella se lo permitió. Se apoyó en él durante un momento. Se estrujaba con fuerza las manos.

– Parece tan tranquila.

Pasó un momento, finalmente Leonora se irguió y soltó un gran suspiro. Se alisó la falda y miró a su alrededor.

– Entonces, un ladrón entró en la casa y registró esta estancia. La señorita Timmins lo oyó y se levantó para investigar. Cuando el ladrón regresó al vestíbulo, ella lo vio, se desmayó, cayó… y murió.

Cuando él no dijo nada, ella se volvió y lo miró. Estudió sus ojos y frunció el cejo.

– ¿Qué problema hay con esa deducción? Es perfectamente lógica.

– Desde luego. -Le cogió la mano y se volvió hacia la puerta-. Sospecho que eso es precisamente lo que se supone que debemos creer.

– ¿Debemos creer?

– No has tenido en cuenta unos cuantos hechos que guardan relación. Uno, no hay ni una sola cerradura forzada o que se haya quedado abierta de improviso en la casa. Tanto Jeremy como yo lo hemos comprobado. Dos -salió al vestíbulo, haciéndola pasar delante de él, y volvió la mirada hacia el salón-, ningún ladrón que se precie dejaría una estancia así. No tiene sentido, y sobre todo de noche, ¿por qué arriesgarse a hacer ruido?

Leonora frunció el cejo.

– ¿Hay un tercer punto?

– No se ha registrado ninguna otra habitación, nada más en toda la casa parece haberse movido. Excepto… -Le sostuvo la puerta principal para que saliera; Leonora salió al porche y esperó impaciente a que cerrara la puerta y se guardara la llave en el bolsillo.

– ¿Y bien? -preguntó, mientras le cogía el brazo-. ¿Excepto qué?

Empezaron a bajar la escalera. El tono de Tristan se había vuelto mucho más duro, mucho más frío, mucho más distante cuando le respondió:

– Excepto por unos cuantos arañazos y grietas muy recientes en la pared del sótano.

Ella abrió los ojos como platos.

– ¿La pared que comparte con el número catorce?

Él asintió.

Leonora se volvió hacia las ventanas del salón.

– Entonces, ¿esto ha sido obra de Mountford?

– Eso creo. Y no quiere que lo sepamos.

– ¿Qué estamos buscando?

Leonora siguió a Tristan al interior del dormitorio de la señorita Timmins. Habían regresado al número 14 y le habían dado la noticia a Humphrey, luego fueron a la cocina para confirmarle a Daisy que su señora estaba muerta. Tristan le preguntó por algún pariente de su señora pero la doncella no conocía a ninguno. Nadie había ido a verla en los seis años en que ella había trabajado en Montrose Place.

Jeremy había asumido la responsabilidad de hacer las gestiones necesarias, así que regresó junto con Tristan y Leonora al número 16 para intentar buscar cómo localizar a algún pariente.

– Cartas, un testamento, facturas de un abogado, cualquier cosa que pueda llevarnos a algún contacto -contestó Tristan a la pregunta de Leonora. Abrió el pequeño cajón de la mesita que había junto a la cama-. Sería de lo más extraño que no tuviera ningún pariente en absoluto.

– Nunca mencionó a ninguno.

– Así y todo.

Se pusieron a buscar. Leonora se dio cuenta de que Tristan hacía cosas, miraba en lugares en los que ella nunca habría pensado, como en la parte de atrás y los laterales de los cajones, la superficie inferior de los muebles, detrás de las pinturas.

Al cabo de un rato, Leonora se sentó en una silla frente al escritorio y se dedicó a revisar todas las facturas y cartas que había en su interior. No encontró ninguna correspondencia reciente o prometedora. Cuando Tristan la miró, Leonora le indicó con la mano que continuara.

– Eres mucho mejor que yo en esto.

Pero fue ella la que encontró lo que buscaban en una vieja carta muy arrugada y desgastada, en la parte posterior del cajón más pequeño.

– El reverendo Henry Timmins, de Shacklegate Lane, Strawberry Hills. -Triunfal, le leyó la dirección a Tristan, que se había detenido en su búsqueda.

Él frunció el cejo.

– ¿Dónde está eso?

– Creo que pasado Twickenham.

Tristan atravesó la estancia, cogió la carta y la examinó. Soltó un bufido.

– Es de hace ocho años. Bueno, podemos intentarlo. -Miró hacia la ventana, sacó el reloj y lo consultó-. Si cogemos mi coche de dos caballos…

Leonora se levantó, sonrió y lo cogió del brazo. Le gustaba que la hubiera incluido en sus planes.

– Tendré que coger mi pelliza. Vamos.

El reverendo Henry Timmins era un hombre relativamente joven, con esposa, cuatro hijas y una concurrida parroquia.

– ¡Oh, vaya! -Se sentó de golpe en una silla, en el pequeño salón al que los había hecho pasar. Entonces se dio cuenta e hizo ademán de levantarse, pero Tristan le indicó con la mano que no lo hiciera, acompañó a Leonora al diván y tomó asiento a su lado.

– ¿Así que era pariente de la señorita Timmins?

– Oh, sí… era mi tía abuela. -Pálido, miró a uno y a otra-. No teníamos relación. De hecho, siempre parecía ponerse muy nerviosa cuando la visitaba. Le escribí unas cuantas veces, pero nunca me respondió… -Se ruborizó-. Y entonces, recibí mi ascenso… y me casé… Sé que suena muy insensible. Sin embargo, no es que ella se mostrara muy alentadora.

Tristan le apretó la mano a Leonora, advirtiéndole que guardara silencio e inclinó la cabeza con gesto comprensivo.

– La señorita Timmins falleció anoche, pero me temo que no de un modo apacible. Se cayó por la escalera de madrugada. Aunque no tenemos pruebas de que la atacaran, creemos que se topó con un ladrón en su casa. El salón principal estaba revuelto y, debido a la conmoción, se desmayó y se cayó.