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Pringle estaba allí. Tristan le dijo:

– Le dejaremos con su paciente. Estaremos en la biblioteca, reúnase allí con nosotros cuando acabe.

El médico asintió y se volvió hacia Jonathon.

Todos salieron. Clyde cogió la camilla y se fue a la cocina y el resto se retiró a la biblioteca.

La impaciencia de Leonora por ver qué había en la bolsa de Jonathon no era nada en comparación con la de Humphrey y Jeremy. Si Tristan y los otros no hubieran estado allí, dudaba que hubiera sido capaz de impedirles que la abrieran y «comprobaran únicamente» lo qué contenía.

La vieja y acogedora biblioteca nunca había estado tan concurrida y mucho menos tan llena de vida. No eran sólo Tristan, Charles y Deverell paseándose nerviosos, esperando con expresión dura e intensa, sino que su energía reprimida parecía contagiarse a Jeremy e incluso a Humphrey. Observándolos mientras se sentaba en el diván y fingía calma, con Henrietta tumbada a sus pies, Leonora pensó que ésa debía de ser la atmósfera que habría en una tienda de campaña llena de caballeros justo antes de la llamada a la batalla.

Finalmente, la puerta se abrió y Pringle entró. Tristan sirvió una copa de brandy y se la ofreció; el médico la aceptó con un asentimiento de cabeza, bebió y luego suspiró agradecido.

– Está lo bastante bien, sin duda lo bastante bien para hablar. De hecho, está ansioso por hacerlo y sugeriría que lo escucharan lo antes posible.

– ¿Y las heridas? -preguntó Tristan.

– Diría que quienes lo atacaron tenían la fría intención de matarlo.

– ¿Profesionales? -preguntó Deverell.

Pringle vaciló.

– Si tuviera que hacer suposiciones, diría que eran profesionales, pero más acostumbrados a cuchillos y pistolas. Sin embargo, en este caso, intentaban hacer que el ataque pareciera trabajo de matones locales. Aunque no tuvieron en cuenta los pesados huesos del señor Martinbury; está muy magullado y maltrecho, pero las hermanas lo han cuidado bien y con el tiempo quedará como nuevo. Eso sí, si alguna alma caritativa no lo hubiera llevado al convento, yo no le habría dado muchas posibilidades.

Tristan asintió.

– Gracias de nuevo.

– No hay de qué. -Pringle le entregó la copa vacía-. Cada vez que tengo noticias de Gasthorpe, sé que al menos me espera algo más interesante que furúnculos y cosas por el estilo.

Saludó a todos con la cabeza y se marchó.

Los presentes intercambiaron miradas y la excitación aumentó aún más.

Leonora se levantó. Todos apuraron rápidamente su copa. Ella se sacudió la falda y se dirigió a la puerta, conduciendo a los demás de vuelta al salón.

CAPÍTULO 19

– Todavía es un misterio para mí. No le veo ni pies ni cabeza. Si pueden arrojar algo de luz al asunto, se lo agradeceré. -Jonathon apoyó la cabeza en el respaldo del diván.

– Empiece por el principio -le aconsejó Tristan. Estaban todos reunidos a su alrededor, sentados o de pie junto a la chimenea, apoyados en la repisa de la misma, todos muy concentrados-. ¿Cuándo oyó hablar por primera vez de algo relacionado con Cedric Carling?

La mirada del joven se tornó ausente.

– A. J. me lo explicó. En su lecho de muerte, pobre mujer.

Tristan y todos los demás parpadearon.

– ¿Pobre mujer?

Jonathon los miró.

– Pensaba que lo sabían. A. J. Carruthers era mi tía.

– ¿Ella era la botánica? ¿A. J. Carruthers? -La voz de Humphrey sonó incrédula.

El joven asintió con rostro adusto.

– Sí, era ella. Y por eso le gustaba vivir oculta en Yorkshire. Allí tenía su casita de campo, cultivaba sus hierbas, llevaba a cabo sus experimentos y nadie la molestaba. Colaboraba y mantenía correspondencia con un gran número de botánicos muy respetados, pero todos la conocían sólo como A. J. Carruthers.

Humphrey frunció el cejo.

– Entiendo.

– Una pregunta -intervino Leonora-. ¿Cedric Carling, nuestro primo, sabía que era una mujer?

– La verdad es que no lo sé -respondió Jonathon-. Pero conociendo a A. J., lo dudo.

– Entonces, ¿cuándo fue la primera vez que oyó hablar de Carling o de algo que tuviera que ver con este asunto?

– Había oído a A. J. nombrar a Carling a lo largo de los años, pero sólo como otro botánico más. La primera vez que supe de este asunto, fue unos días antes de que ella muriera. Su salud había estado empeorando desde hacía meses, así que su muerte no fue una sorpresa. Pero la historia que me contó entonces… Bueno, empezaba a sumirse en la inconsciencia, por lo que no estaba seguro de cuánto crédito debía darle.

Tomó aire.

– Me explicó que ella y Cedric Carling se habían asociado para crear un ungüento. Ambos estaban convencidos de que sería muy útil, y a ella le gustaba mucho trabajar en cosas útiles. Llevaban colaborando en aquello más de dos años con bastante dedicación y, desde el principio, habían llegado a un acuerdo solemne y vinculante de que se repartirían los beneficios de su descubrimiento. Habían firmado un documento legal que me dijo que encontraría entre sus papeles, pero lo que más le urgía decirme era que habían tenido éxito en su investigación. Su ungüento, fuera lo que fuese, funcionaba. Lo habían logrado hacía un par de meses aproximadamente, pero entonces, ya no tuvo más noticias de Carling. Esperó, luego les escribió a otros botánicos que conocía en la capital preguntándoles por Carling, pero sólo había averiguado que había muerto.

Se detuvo para contemplar sus rostros, luego continuó:

– Ella era demasiado mayor y estaba demasiado débil para hacer algo al respecto entonces, y supuso que, con Cedric muerto, a sus herederos les costaría un tiempo revisar sus cosas y contactar con ella o con sus herederos para hablar sobre el asunto. Me lo contó para que estuviera preparado y supiera de qué se trataba cuando llegara el momento.

Tomó aire con dificultad.

– Murió poco después y me dejó sus diarios y papeles. Los conservo, por supuesto. Pero con una cosa y otra, mi trabajo y mi formación, y al no tener noticias de nadie con relación al descubrimiento, me olvidé de ello hasta el pasado mes de octubre.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Tristan.

– Guardaba todos sus diarios en mi habitación y un día cogí uno y empecé a leer. Ahí fue cuando me di cuenta de que seguramente mi tía tenía razón, que lo que ella y Cedric Carling habían descubierto podía ser realmente muy útil. -Jonathon se movió incómodo-. Yo no soy botánico pero parecía como si el ungüento que habían creado pudiera ayudar a que la sangre se coagulara, sobre todo en heridas. -Miró a Tristan-. Supuse que a eso se le podrían dar muchos usos.

Tristan se quedó mirándolo. Sabía que Charles y Deverell estaban haciendo lo mismo, y que todos ellos estaban reviviendo el mismo día: la carnicería en el campo de batalla en Waterloo.

– Un ungüento para que la sangre se coagule. -Tristan sintió que el rostro se le tensaba-. Muy útil, desde luego.

– Deberíamos haber hecho que Pringle se quedara -comentó Charles.

– Podremos pedirle opinión en seguida -respondió Tristan-. Pero primero oigamos el resto. Aún desconocemos muchas cosas, como quién es Mountford.

– ¿Mountford? -Jonathon parecía desconcertado.

Tristan agitó una mano.

– Ya llegaremos a él, sea quien sea, a su debido tiempo. ¿Qué pasó después?

– Bueno, quería venir a Londres y seguir el asunto, pero estaba justo a mitad de mis exámenes, así que no podía dejar York. El descubrimiento había estado ahí perdido durante dos años, por lo que pensé que podría esperar hasta que yo acabara mi formación y pudiera dedicarle el tiempo necesario. Así que eso fue lo que hice. Lo hablé con mi jefe, el señor Mountgate, y también con el antiguo abogado de A. J., el señor Aldford.