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– Mountford -señaló Deverell.

Todos lo miraron.

Él hizo una mueca.

– Mountgate más Aldford igual a Mountford.

– ¡Cielo santo! -Leonora miró a Jonathon-. ¿A quién más se lo contó?

– A nadie más. -Parpadeó y luego se corrigió-. Bueno, al principio no.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Tristan.

– La otra persona a quien se lo dije fue a Duke, Marmaduke Martinbury. Es mi primo y el otro heredero de A. J., su otro sobrino. Ella me dejó a mí todos sus diarios y papeles, todo lo referente a su trabajo, porque Duke nunca tuvo un momento para compartir con ella su interés por las hierbas, pero sus propiedades se dividieron entre los dos. Y, por supuesto, el descubrimiento como tal formaba parte de sus propiedades. Aldford sintió que tenía el deber de contárselo a Duke, así que le escribió.

– ¿Duke respondió?

– Por carta no. -Jonathon apretó los labios-. Vino a visitarme personalmente para preguntarme por el asunto. -Al cabo de un momento, continuó-: Duke es la oveja negra de la familia, siempre lo ha sido. Por lo que yo sé, no tiene domicilio fijo, pero normalmente se lo puede encontrar en cualquier hipódromo donde haya carreras.

»No sé por qué, probablemente porque andaba corto de dinero mientras se encontraba muy a gusto en casa de su otra tía en Derby, la carta de Aldford llegó a sus manos y Duke vino preguntando cuándo podría esperar recibir su parte. Me sentí obligado a explicarle el asunto. Al fin y al cabo, la mitad de la parte de los beneficios que el descubrimiento de A. J. aportara era suya. -Hizo una pausa, después continuó-: Aunque se comportó del mismo modo detestable que siempre, una vez comprendió qué era el legado, no pareció muy interesado.

– Describa a Duke.

Jonathon miró a Tristan, intrigado por su tono.

– Más delgado que yo, unos cuantos centímetros más alto. Pelo oscuro, negro en realidad. Ojos también oscuros, tez clara.

Leonora se quedó mirando al joven, reflexionó un poco y luego asintió decidida.

– Es él.

Tristan la miró.

– ¿Estás segura?

Ella respondió:

– ¿Con cuántos jóvenes delgados y altos de pelo negro y con -señaló a Jonathon- una nariz así esperas toparte en este asunto?

Esbozó una leve sonrisa pero volvió a ponerse serio de inmediato. Inclinó la cabeza.

– Entonces, Duke es Mountford. Lo cual nos explica unas cuantas cosas.

– A mí no -dijo Jonathon.

– Se lo aclararemos todo a su debido tiempo -le prometió Tristan-. Pero continúe con su historia. ¿Qué pasó a continuación?

– Inmediatamente nada. Acabé mis exámenes y lo organicé todo para viajar a Londres, luego recibí esa carta de la señorita Carling a través de Aldford. Parecía evidente que los herederos de Carling sabían menos que yo, así que adelanté mi visita… -Jonathon se detuvo, confuso. Miró a Tristan-. Las hermanas me dijeron que usted había enviado a gente preguntando por mí. ¿Cómo supo que estaba en Londres y además herido?

Él le explicó brevemente los extraños sucesos en Montrose Place hasta que se dieron cuenta de que la clave del desesperado interés del misterioso Mountford estaba en el trabajo de A. J. Carruthers con Cedric. Y le contó cómo le habían seguido la pista y finalmente lo habían encontrado.

El joven se quedó mirando a Tristan, perplejo.

– ¿Duke? -Frunció el cejo-. Es la oveja negra pero, aunque desagradable y con mal genio, además de un poco bruto, todo forma parte de su fachada de matón. Yo diría que, bajo toda su bravuconería, es algo cobarde. Puedo imaginar que haya hecho la mayoría de las cosas que explica, pero la verdad, no lo veo organizándolo todo para que me maten a golpes.

Charles esbozó una sonrisa, aquella letal sonrisa que él, Tristan y Deverell parecían tener en su repertorio.

– Puede que Duke no lo hiciera, pero la gente con la que probablemente está tratando ahora no tendría problemas en deshacerse de usted si amenazaba con inmiscuirse.

– Si lo que usted dice es cierto -intervino Deverell-, probablemente tengan problemas para lograr que Duke dé la talla. Eso sin duda encajaría.

– La comadreja -dijo Jonathon-. Duke tiene un… bueno, un criado supongo. Un sirviente. Cummings.

– Ése es el nombre que me dio a mí. -Deverell arqueó las cejas-. Casi tan astuto como su señor.

– Entonces -comentó Charles al tiempo que se erguía junto a la chimenea-, ¿ahora qué?

Miró a Tristan, todos lo miraron, él sonrió, aunque no con gesto agradable, y se levantó.

– Hemos descubierto todo lo que necesitamos saber por el momento. -Se arregló las mangas y miró a Charles y Deverell-. Creo que es hora de que invitemos a Duke a reunirse con nosotros. Oigamos lo que tiene que decir.

La sonrisa de Charles era diabólica.

– Tú primero.

– Desde luego. -Deverell ya seguía a Tristan cuando éste se volvió hacia la puerta.

– ¡Un momento! -Leonora miraba la bolsa negra que estaba junto al diván, luego alzó la vista hasta el rostro de Jonathon-. Por favor, dígame que tiene todos los diarios de A. J. y las cartas que Cedric le envió ahí dentro.

El joven le dedicó una sonrisa un poco ladeada y asintió con cierta satisfacción.

– Por pura suerte. Pero sí, los tengo.

Tristan se dio la vuelta.

– Ése es un punto que no hemos tratado. ¿Cómo lo encontraron y por qué no se llevaron las cartas y los diarios?

Jonathon alzó la vista hacia él.

– Porque hacía tanto frío que no había casi ningún pasajero en el coche postal y llegamos pronto. -Miró a Leonora-. No sé cómo supieron que iba en él…

– Tendrían a alguien vigilándole en York -comentó Deverell-. Supongo que no cambió sus planes en cuanto recibió la carta de Leonora ni salió corriendo.

– No. Me costó dos días organizarlo todo para adelantar mi viaje. -Se recostó en el diván-. Cuando bajé del coche, tenía un mensaje esperándome. Decía que me reuniera con un tal señor Simmons en la esquina de Green Dragon Yard y Old Montague Street a las seis, para hablar de un tema que nos interesaba a ambos. Era una carta bien redactada, bien escrita, con papel de buena calidad. Pensé que era de ustedes, de los Carling. No caí en que no era posible que hubieran sabido que iba en el coche postal. En ese momento, todo parecía encajar.

»Esa esquina está a pocos minutos de la estación. Si hubiéramos llegado a la hora prevista, no habría tenido tiempo de alquilar una habitación antes de ir a la reunión. En cambio, dispuse de una hora para buscar, encontrar un cuarto limpio y dejar mi bolsa allí antes de acudir a la cita.

Tristan mantuvo una inquietante sonrisa en su rostro.

– Dieron por sentado que usted no llevaba ningún papel. Lo registrarían.

Jonathon asintió.

– Dejaron mi abrigo hecho jirones.

– Así que, al no encontrar nada, decidieron acabar con usted y lo dieron por muerto. Pero no comprobaron a qué hora había llegado el coche. Muy descuidados. -Charles avanzó hacia la puerta-. ¿Vamos?

– Por supuesto. -Tristan dio media vuelta y se unió a él-. Vamos a buscar a Mountford.

Leonora observó cómo la puerta se cerraba tras ellos.

Humphrey carraspeó, llamó la atención del joven y le señaló la bolsa negra.

– ¿Podemos?

Jonathon agitó una mano.

– Por supuesto.

Leonora se enfrentaba a un dilema.

Jonathon estaba exhausto, el agotamiento y las heridas le estaban pasando factura. Lo urgió a que se recostara y descansara. Humphrey y Jeremy siguieron su sugerencia y se retiraron a la biblioteca con la bolsa negra.

Tras cerrar la puerta del salón, ella vaciló. Una parte de sí misma deseaba correr tras su hermano y su tío para ayudarlos y compartir la emoción intelectual de darle sentido al descubrimiento de Cedric y A. J.

Pero otra parte de su ser aún mayor se veía atraída por la emoción real y más física de la caza.