En él, pensar es antes que nada compartimentar. Tiene un gran sentido para las clases, lugares, relaciones de parentesco, y algo así como un sistema de clases es lo que él introduce en todo lo que investiga. En sus compartimentaciones lo que le importa es la uniformidad y la pulcritud, mucho más que el hecho de que tales compartimentaciones, estén bien. Es un pensador carente de capacidad para el sueño (todo lo contrario de Platón); el desprecio que le merecen los mitos lo exhibe de un modo claro y manifiesto; incluso los poetas son para él algo útil; si no es así no los valora. Hoy en día sigue habiendo hombres que no son capaces de acercarse a un objeto sin aplicarle sus compartimentaciones, y más de uno cree que en los casilleros y en los cajones de Aristóteles las cosas aparecen con mayor claridad cuando, realmente, lo único que ocurre es que allí están más muertas.
Un pueblo no ha desaparecido del todo hasta que incluso sus enemigos no lleven un nombre distinto.
Vivir por lo menos el tiempo suficiente para conocer todas las costumbres de los hombres y todo lo que a éstos les ha ocurrido; recuperar toda la vida pasada, ya que la futura no es posible; concentrarse antes de disolverse; merecer haber nacido; pensar en las víctimas que cuesta cada respiración; no glorificar el dolor, aunque vivamos de él; guardar para nosotros únicamente aquello que no podamos dar a los demás, hasta que madure para éstos y podamos dárselo; odiar la muerte de cada uno de los hombres como si fuera la nuestra; hacer las paces alguna vez con todo, menos con la muerte.
El postulado de que cada uno debe reunir los artículos de su pensamiento y de su fe tiene algo de locura, como si cada uno tuviera que construir solo la ciudad en que vive.
¿Y cuál es el pecado original de los animales? ¿Por qué los animales padecen la muerte?
Uno empieza a amar a un país así que en él conoce bien a muchos hombres ridículos.
En la guerra los hombres se comportan como si cada uno de ellos tuviera que vengar la muerte de todos sus antepasados, y como si de éstos ninguno hubiera muerto de muerte natural.
El ciego le pide perdón a Dios.
El misterioso sistema de los prejuicios. De su consistencia, su número, su orden depende que el hombre envejezca más o menos deprisa. Dondequiera que uno tema una transformación, allí tiene un prejuicio. Sin embargo, no escapamos a la transformación: la recuperamos con gran fuerza y sólo entonces volvemos a ser libres. No ocurre que podamos estar retrasando continuamente transformaciones que debían haber tenido lugar. Estas nos lanzan en dirección contraria; pero el hombre tiene un alma elástica, y en algún momento u otro, con ímpetu y con seguridad, vuelve a caer justo sobre ellas. Muchas transformaciones están marcadas simplemente por los exorcismos de los padres; éstas son las más peligrosas. Otras llevan el odio de toda la humanidad; en éstas caen sólo unos cuantos espíritus, pocos y escogidos.
El que se transforma mucho necesita muchos prejuicios. En un hombre de gran vitalidad estos prejuicios no deben ser un estorbo; a este hombre hay que medirlo por sus vibraciones y no por aquello que le mantiene firme.
La doctrina de la evolución promete convertirse en una panacea, aun antes de que se la piense hasta sus últimas consecuencias. Es algo así como un transmigracionismo o un darwinismo pero sin que, estrictamente, comporte un giro religioso o científico; una doctrina relacionada con la Psicología y la Sociología, donde ambas disciplinas se convierten en una sola, y ello con una intensidad dramática, pues todo lo que se distribuye en generaciones de la vida o incluso en períodos geológicos se convierte en algo yuxtapuesto y a la vez posible.
A los ingleses sólo se les puede hablar de lo que uno realmente ha visto. Lo importante es la presencia; todo se desarrolla como ante un tribunal. No se pronuncia ninguna sentencia sin haber visto al acusado, una ciudad o todo un paisaje. A uno le llaman para testificar y tiene que atenerse estrictamente a la verdad, a lo que ante el tribunal se entiende por verdad. No se pleitea. La acción de influir se deja para los que son realmente profesionales. Uno quiere ser juez o, por lo menos, testigo; si no en la sentencia, uno participa de un modo directo en los acontecimientos mismos. Por lo que hace a los deseos, uno no se explaya con los extraños; como meros sueños, los deseos son despreciables. Como decisiones, no han sido llevadas a cabo; sólo los objetivos cuentan. Un deseo que no conduzca a una acción no importa lo más mínimo a nadie, uno lo guarda para sí. Las acciones, en cambio, son públicas; como están a la vista de todos, el hablar de ellas lo único que hace es perjudicarlas. Sobre ellas son los otros los que tienen que juzgar; uno no influye en la sentencia. El inglés celebra muchos juicios, pero él mismo se somete a ellos. No tiene la impresión de que, de repente, una fuerza misteriosa y despótica le ya a sojuzgar independientemente de lo que haga; para él incluso Dios es justo.
Entre vivir algo y juzgarlo hay la misma diferencia que entre respirar y morder.
No está bien que los animales sean tan baratos.
Los hombres sólo pueden salvarse unos a otros. Por esto Dios se disfraza de hombre.
Un estudio detallado y preciso de los cuentos nos enseñaría qué es lo que todavía podemos esperar en el mundo.
Aquellos a los que ya no es posible encontrar rebuscando en la historia están perdidos, y con ellos todos sus pueblos.