¡Qué es el hombre sin respeto y qué es lo que el respeto ha hecho del hombre!
La guerra divide a los hombres en dos bandos: los que son decididamente peleones y los que son decididamente pacíficos. Los unos prolongan la guerra en forma de planes de venganza; los otros, mucho antes de haberla ganado, celebran la reconciliación.
Toda mi vida no es otra cosa que un desesperado intento de superar y suprimir la división del trabajo y de pensarlo todo por mí mismo con el fin de que en una cabeza se reúna todo y vuelva a ser una sola cosa. No es saberlo todo lo que yo quiero, sino reunir lo que está hecho añicos. Es casi seguro que una empresa así no puede tener éxito. Pero la más mínima esperanza de que esto salga bien merece ya todos los esfuerzos.
Es hermoso ver a los dioses como precursores de nuestra propia inmortalidad como seres humanos. Es menos hermoso mirar al Dios único, ver cómo se apropia de todas las cosas.
Con los avances del conocimiento, los animales se irán acercando a los hombres. Luego, cuando vuelvan a estar tan cerca como lo estuvieron en los antiguos mitos, apenas habrá ya animales.
Estudiar todas las maldiciones, las más antiguas, las más alejadas, de este modo uno sabrá lo que aún tiene que venir.
¿Cantar? ¿Cantar qué? Las realidades antiguas, poderosas que están muertas. La guerra también morirá.
En la ebriedad los pueblos son como si fueran uno y el mismo pueblo.
La lectura de los grandes aforistas da la impresión de que todos ellos se han conocido muy bien.
Si a pesar de todo sigo vivo se lo debo a Goethe, como sólo a un dios puede debérsele algo. No es una de sus obras, es el clima sentimental y el cuidado y la minuciosidad de una existencia llena lo que de repente me subyugó. Da igual por dónde lo abra, puedo leer aquí unos poemas, allí unas cartas o algunas páginas de un relato; a las pocas frases se apodera de mí y me llena de una esperanza que ninguna religión puede darme. Sé muy bien qué es lo que las más de las veces actúa sobre mí. A lo largo de los años, he creído, de un modo supersticioso que la tensión de un espíritu rico, amplio y abierto tiene que expresarse en cada uno de sus momentos. Que nada podía ser pálido e indiferente; es más, que ni siquiera apaciguadoras deberían ser las cosas. Desprecié la salvación y la alegría. La revolución fue para mí una especie de modelo, y algo así como una revolución incesante, jamás satisfecha, iluminada por momentos súbitos e imprevisibles era la vida del ser humano. Me avergonzaba de tener algo; incluso para el hecho de tener libros inventé ingeniosas excusas y complicados subterfugios. Me avergonzaba del sillón en el que me sentaba para trabajar si no era suficientemente duro, y en ningún caso aquel sillón podía ser mío. Sin embargo, este modo de ser fogoso y caótico era así sólo en teoría. En realidad cada vez había más zonas del saber y del pensar que despertaban mi interés sin que yo las tragara inmediatamente, que iban tomando cuerpo sin hacer ruido e iban creciendo de año en año – como ocurre con las personas sensatas también -, zonas del saber y del pensar que yo no rechazaba como extrañas, a no ser que empezaran a hacer ruido inmediatamente; que prometían frutos para mucho más tarde y que luego, realmente, de vez en cuando los daban. De este modo, casi sin darme cuenta, fue creciendo algo así como un espíritu; pero este espíritu estaba bajo el dominio de un déspota antojadizo que ponía inquietud y violencia en todo, que hacía una política exterior tan falsa, perezosa e impulsivo que todo iba siempre al revés y que, por lo demás, era sensible al halago de cualquier gusano.
Creo que a Goethe le toca liberarme de este despotismo. Antes de leerle por segunda vez – para dar sólo este ejemplo – me había avergonzado siempre un poco de mi interés por los animales y de los conocimientos sobre ellos que poco a poco había ido adquiriendo. No me atrevía a confesarle a nadie que en estos momentos, en medio de esta guerra, las yemas de las plantas pueden fascinarme y estimularme tanto como un ser humano. Prefería leer mitos que cualquiera de los complicados productos de la Psicología moderna; y para justificar ante mí esta sed de mitos, convertía a éstos en una cuestión científica, fijaba toda mi atención en los pueblos de los que habían surgido y los ponía en conexión con la vida de estos pueblos. Pero lo único que me importaba eran los mitos mismos. Desde que leo a Goethe, todas mis empresas me parecen legítimas y naturales; no es que sean sus empresas, son otras, y es muy dudoso que puedan conducir a algún resultado concreto. Pero él me autoriza: ¡haz lo que tengas que hacer – dice -, aunque no sea nada arrebatado y ardiente, respira, observa, medita!
Uno necesita noticias sencillas, noticias escuetas que nos hablen de la vida de los hombres de nuestra misma condición, aunque sólo sea para quitarle su espina mortal al desengaño que ocasiona nuestro propio fracaso.
¡Oh animales, queridos, terribles, moribundos animales!; ¡pateáis, os comen, os digieren y os asimilan; animales de presa y despedazados entre sangre; animales huidos, reunidos, solitarios, avistados, acosados, destrozados!; ¡animales no creados, robados por Dios; expuestos a una vida de trampas, como niños expósitos!
La maldición del tener que morir debe ser transformada en bendición: que uno pueda morir cuando vivir es insoportable.
No hay que dejarse atemorizar por los melancólicos. Su enfermedad es una especie de preocupación heredada por la digestión. Se quejan como si hubieran sido devorados y estuvieran en el estómago de otro. Jonás sería más bien Jeremías. Por esto, en realidad, cuando hablan, lo que sale de su boca es lo que ellos tienen en el estómago; la voz de la presa asesinada alevosamente pinta la muerte con colores seductores. «Ven conmigo», dice, «donde yo estoy está la corrupción. ¿No ves cómo amo la corrupción?». Pero hasta la corrupción muere y el melancólico, curado de repente, sale de caza sin dificultad alguna y de un modo inesperado.
De todas las palabras de todas las lenguas que conozco, la que mayor concentración tiene es el «I» inglés.
¿No será que estás sobrevalorando las transformaciones de los otros? Hay tanta gente que lleva siempre la misma máscara y cuando queremos arrancársela, nos damos cuenta de que es su rostro.
La mayoría de los filósofos tienen una idea muy mezquina de la variabilidad de las costumbres y de las posibilidades de los hombres.
Lo más difícil será no odiarse a uno mismo, no sucumbir al odio a pesar de que todo está lleno de odio; no odiarse sin motivo, ser justo con uno mismo como con los demás.
He aquí que vives como un mendigo de los mendrugos de los griegos ¿Qué dice de esto tu orgullo? Si encuentras en ellos lo que has pensado por ti mismo, no olvides nunca que esto, de una manera u otra, ha encontrado el camino para llegar hasta ti. Es decir, que te viene de ellos. Tu espíritu es su juguete. Eres una caña en su viento. Hace tiempo que puedes conjurar las tormentas de los bárbaros: pensar, sólo puedes pensar en el viento claro, sano y vigorizante de los dioses.
Desde hace muchos años nada ha agitado y ocupado tanto mi espíritu como el pensamiento de la muerte. El fin concreto y preciso de mi vida, la meta que, de uno modo declarado y explícito, me he propuesto seriamente es conseguir la inmortalidad para los hombres. Hubo épocas en las que quise prestarle esta meta a un personaje central de una novela al que, para mí, puse el nombre de «Enemigo de la Muerte». Durante esta guerra me he dado cuenta de que las convicciones de este género, que propiamente son una religión, hay que expresarlas de un modo inmediato y sin disfraz. De este modo voy anotando todo lo que tiene que ver con la muerte de la forma como quiero comunicárselo a los demás, y al «Enemigo de la Muerte» lo he dejado completamente en segundo término. No quiero decir que la cosa vaya a quedar así; puede que en los años venideros este personaje resucite de un modo distinto a como yo me lo había imaginado antes. En la novela tenía que fracasar en su desmedida empresa; le estaba designada una muerte honrosa; debía matarle un meteoro. Es posible que lo que más me moleste hoy sea el hecho de que tenga que fracasar. No puede fracasar, no le está permitido. Pero tampoco puedo dejarle vencer mientras sigan muriendo los hombres por millones. En los dos casos acaba siendo una pura ironía lo que está pensado con amarga seriedad. Tengo que burlarme de mí mismo. Mandando cobardemente por delante a un personaje no se hace nada. En este campo del honor me está permitido caer aun cuando me arrastren como a un chucho anónimo, aunque me denigren llamándome loco furioso, aunque me eviten como a una plaga amarga, tenaz e incurable.