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Representar la muerte como si ésta no existiera. Una comunidad en la que todo marcha de tal manera que nadie sabe nada de la muerte. En la lengua de esta gente no hay ninguna palabra para designar la muerte, y tampoco hay ninguna manera de referirse a ella conscientemente dando un rodeo. Incluso en el caso de que uno se propusiera quebrantar las leyes, y sobre todo este precepto – que no está escrito ni está formulado de palabra – y quisiera saber de la muerte, no podría hacerlo, porque para este concepto no encontraría ninguna palabra que los demás entendieran. A nadie se le entierra y a nadie se le incinera. Nadie ha visto aún un cadáver. Los hombres desaparecen, nadie sabe adónde van; un sentimiento de vergüenza les aparta de repente; como el estar solo se ve como algo pecaminoso, la gente no menciona a los ausentes. A menudo vuelven y la gente se alegra de que alguien vuelva a estar allí. El tiempo en que estuvieron separados y solos lo ven como una pesadilla de la que no están obligados a hablar. De estos viajes, las embarazadas traen niños; dan a luz solas, en casa podrían morir durante el parto. Incluso los niños muy pequeños se marchan de repente.

Un día se verá que con cada muerte los hombres se vuelven peores.

En una vida muy larga, ¿desaparecerá la muerte como solución?

Esta ternura convulsiva para con seres humanos que uno sabe que podrían morir pronto; este desprecio por todas aquellas cualidades suyas que antes considerábamos positivas o negativas; este amor gratuito hacia su vida, su cuerpo, sus ojos, su respiración. Y luego, si llegan a curarse, ¡cuánto más se les quiere!, ¡cómo se les suplica que no vuelvan a morirse!

A veces, en el momento en que acepto la muerte, pienso que el mundo se va a disolver en Nada.

Ni siquiera las consecuencias racionales de un mundo sin muerte han sido nunca pensadas hasta sus últimas consecuencias.

No es previsible aquello en que los hombres van a poder creer una vez se haya eliminado la muerte del mundo.

Todos los que mueren son mártires de una futura religión del mundo.

La dificultad de las notas personales – si es que éstas deben ser concienzudas y exactas – está en que son personales. Es justamente de lo personal de lo que queremos huir; tememos fijarlo, como si luego ya no pudiera transformarse. En realidad todo sigue transformándose de muchas maneras, basta con que, una vez anotado, lo dejemos en paz. Es la relectura lo que traza las divisiones en las calles del espíritu. Seguiremos siendo libres mientras tengamos la fuerza de voluntad de releernos las menos veces posibles. El miedo a las notas personales, no obstante, puede vencerse. Basta con hablar de uno mismo en tercera persona; «él» es menos molesto y menos voraz que «yo»; y mientras uno tenga ánimo para meter «le» al lado de otras terceras personas, «él» está expuesto a toda clase de confusiones y sólo puede ser reconocido por el escritor mismo. Con esto se corre el riesgo de que luego estas notas lleguen a manos de gente que no sepa distinguir entre las distintas terceras personas y que, de este modo, falsas interpretaciones den lugar a que sobre nosotros caiga más de una sombra que no hemos merecido. A quien le importe la verdad y la inmediatez de lo que anota, el que ame los pensamientos y las anotaciones como tales, tomará sobre sí este riesgo y guardará la primera persona para ocasiones solemnes en las cuales el hombre no puede ser más que «yo».

Es curioso: para lo que está ocurriendo hoy en día sólo la Biblia tiene fuerza suficiente y es su carácter terrible lo que consuela.

En el exilio los hombres se dan a sí mismos los títulos que corresponden a aquello que con el tiempo hubieran llegado a ser en su patria.

El profeta es, por lo que se ve, hombre que no deja que se disperse la insatisfacción que le causa todo cuanto sucede a su alrededor. Su insatisfacción le mantiene concentrado y le confiere la apasionada orientación de su existencia. La vida, para él, llega siempre después; jamás puede estar exactamente ahí. Predice las cosas para quitarles valor. Lo que sucede es ya despreciable por el solo hecho de ocurrir realmente. Hay que ver siempre al verdadero profeta en enemistad con sus predicciones. Con las cosas terribles que aún tienen que venir expresa hasta qué punto le tortura esto que ya está ahí. Sus exageraciones son el futuro. La presión bajo la que vive sólo puede soportarla porque se imagina maravillas que van a disipar el mal. Pero siempre ocurre que estas maravillas no llegan hasta mucho más tarde. También hay algo de envidioso en él. A nadie, ni tan sólo a sí mismo, le concede esta maravilla ahora. Ahora todo está mal porque todo el mundo es malo. Luego habrá sólo felicidad y gloria, en una lejanía que la envidia coloca muy lejos. Mientras tanto lo que hay son grandes y merecidas tinieblas. Es la bajeza de los hombres lo que fuerza al profeta a sus predicciones mezquinas, a sus predicciones concretas. El quiere demostrarles hasta qué punto son malos. Ellos, después de sus predicciones, quieren reafirmarse en su maldad.

Ya no hay grandes palabras. La gente, de vez en cuando, dice «Dios», simplemente para pronunciar una palabra que una vez fue grande.

La Historia devuelve a los hombres su falsa confianza.

Cuanto más precisos son los relatos que leemos sobre pueblos primitivos», con tanta mayor fuerza sentimos la necesidad de no preocuparnos por ninguna de las teorías etnológicas dominantes – o de las discutidas -, y de empezar a pensar desde el principio. Lo más importante, lo que primero nos dice algo, queda siempre fuera de las teorías. Tenemos que preocuparnos de hacer su propia selección. Cómo podemos fiarnos de las reflexiones de personas cuya fuerza no estuvo nunca en el pensamiento; cuya fantasía estuvo siempre paralizada por la precisión y la exactitud; a quienes les importa mucho más decirlo todo que decirlo con claridad; que vivían para coleccionar y, sólo de un modo secundario, para conocer; cuya mezquindad llegó hasta el desprecio, o el amor exclusivo, de lo que veían. El antiguo viajero sólo era curioso si en ello no le iba el alma… o alguna otra presa. El etnólogo moderno es metódico; lo que le han enseñado le capacita para observar, pero no para pensar de un modo creativo; se le equipa con las redes más finas y sutiles, y él es el primero en quedar atrapado en ellas. Por lo que hace al material que él aporta, nunca estaremos bastante agradecidos; merece los monumentos que antes se les levantaba a los reyes y a los presidentes. Pero los relatos de los antiguos viajeros habría que protegerlos mejor todavía que las más preciosas obras de arte. Las reflexiones, no obstante, tiene que hacérselas uno mismo. Uno no debe permitirse anticipar nada, y a las conclusiones a las que se llega después de lecturas amplias y detenidas hay que dejarles tiempo y ventilarlas con el aire de la vida. Se adelanta poco repitiendo viejas teorías. Los relatos, llenos de riqueza, en los que hoy en día realmente ya no falta nada, deben llevarnos a una contemplación tranquila y plenaria de los hombres tal como viven, siempre de un modo distinto, en las distintas partes del mundo. No debemos espigar y ensamblar detalles y cosas aisladas; su vecindad es artificial y casual. Lo que puede concebirse como un todo debemos guardarlo en nosotros hasta que se pueda contraponer a otro todo que venga después. Cuanto más se junten dentro de nosotros tanto más ricas y verdaderas serán las imágenes que vamos teniendo.