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El movimiento es, sin duda alguna, un remedio para la paranoia incipiente. La intensidad de este tipo de perturbación tiene que ver con lo estético. Uno se comporta como si un lugar concreto estuviera amenazado, el lugar en el que uno está, y por nada del mundo puede uno moverse de allí. La sobrevaloración de este lugar de asentamiento resulta a menudo una verdadera ridiculez; puede ser un sitio mal escogido y carente de todo valor. Uno estaría mucho mejor y más seguro en otra parte. Pero se obliga a estar exactamente allí donde está; a defenderse en todos los puntos de este ámbito concreto; a no ceder nada de él; a recurrir a todos los medios para esta defensa, a los más desesperados y despreciables: uno se comporta, en una palabra, como un pueblo que está defendiendo su territorio. Llama la atención la semejanza que existe entre esta situación particular y la política de un Estado. La unidad de un pueblo consiste fundamentalmente en que, en determinadas circunstancias, puede actuar como un individuo que padece manía persecutoria. Tanto en un caso como en el otro lo que está en juego es un trozo de suelo, la base que necesita uno para asentar sus pies a fin de que éstos le mantengan erguido. Esta especie de enraizamiento, que puede llegar a ser tan peligroso, a menudo se salva en el momento en el que uno, de un modo rápido y enérgico, lo destruye; y, según esto, deberíamos decirnos que, justamente estas migraciones forzosas de pueblos enteros – que detestamos o lamentamos -, en circunstancias favorables, pueden llegar incluso a la curación de su paranoia patriótica.

Es esperanzador que la tierra entera se llame como cada trozo de ella.

Alemania, destruida al empezar el año como jamás un país ha sido nunca destruido. Y si es posible destruir así un país. ¿Cómo es posible que esta no vaya más allá de Alemania?

Las ciudades mueren, los hombres se meten todavía más en la tierra.

En muchas de las ciudades que hoy están destruidas estuve yo cuando se encontraban en un mejor momento, pero en muchas otras ciudades, que fueron destruidas también, no he estado; así que, hoy en día, todo el mundo tiene cosas que no podrá ver en su vida, a ningún precio, cosas que de un modo rápido, repentino, inmisericorde han dejado de ser visibles.

Las cosas mejorarán ¿Cuándo? Cuando manden los perros.

En Alemania han ocurrido todas las posibilidades históricas que aún tienen los humanos. Todo lo pretérito se ha revelado a un tiempo. De repente, lo sucesivo apareció como simultáneo. No quedó nada excluido; no quedó nada olvidado. A nuestra generación se le reservó la posibilidad de enterarse de que los mejores esfuerzos del hombre son inútiles. Lo malo, dicen los acontecimientos de Alemania, es la vida misma. La vida no olvida nada, lo repite todo, y uno no sabe ni siquiera cuándo. La vida tiene distintos humores, en esto estriban sus más grandes miedos. Pero por lo que hace al contenido, a la esencia concentrada de los siglos, no hay posibilidad alguna de influir sobre la vida; a quien la estruja demasiado le salen gotas de pus en la cara.

El hundimiento de los alemanes nos toca más de cerca de lo que queremos admitir. Son las dimensiones del engaño en que han vivido, lo gigantesco de su engaño, la inmensa ceguera de su fe desesperada lo que no nos deja en paz. Hemos detestado siempre a aquellos que han pegado con cola los trozos de esta fe repugnante, a los pocos realmente responsables cuyo espíritu pudo llegar justamente hasta ahí; pero todos los demás que no han hecho otra cosa que creer, en pocos años, con una pasión concentrada tan grande como la que los judíos lograron reunir a lo largo de siglos, que tuvieron vida y apetencias suficientes como para querer realmente un paraíso en la tierra, un dominio sobre el mundo entero, como para querer matar, en aras de este empeño, todo lo que quedara fuera de él, como para morir ellos mismos por este empeño, todo en el más breve tiempo posible; estos incontables conejillos de indias de la fe, en la flor de su vida, rebosantes de salud, sencillos, marcando el paso, condecorados para la fe, adiestrados para la fe, adiestrados como jamás lo estuvo un mahometano ¿qué son ahora realmente si su fe se viene abajo? ¿Qué queda de ellos? ¿Qué les habían preparado además de esto? ¿Qué otra vida podrían empezar ahora? ¿Qué son cuando les falta su terrible fe militar? ¿Cómo sienten su impotencia, porque para ellos no había nada más que poder? ¿En qué pueden caer aún? ¿Qué puede recogerles?

Tal vez porque entre esta guerra y la siguiente ni siquiera se nos permitirá respirar profundamente, ésta no va a llegar nunca.

Un invento que falta todavía: hacer reversibles las explosiones.

Dos tipos de personas: a unos les interesa lo estable de la vida, la posición que es posible alcanzar, como esposa, director de escuela, miembro de consejo de administración, alcalde; tienen siempre la vista fija en este punto que un día se metieron en la cabeza; incluso a los demás hombres no los pueden ver si no es rodeando este punto; y no hay más que posiciones, todo lo demás que está alrededor no cuenta y lo pasan por alto sin enterarse siquiera de que existe. El otro tipo de personas quieren libertad, sobre todo libertad frente a lo establecido. Les interesa el cambio; el salto en el que lo que está en juego no son escalones, sino aberturas. No pueden resistir ninguna puerta ni ninguna ventana y su dirección es siempre hacia afuera. Saldrían corriendo de un trono del cual, en caso de que estuvieran sentados en él, ninguno de los del primer grupo sería capaz de levantarse ni un milímetro.

La inmensa vanidad que hay en todo trato con Dios, como si alguien estuviera gritando continuamente: ¡a imagen y semejanza! ¡a imagen y semejanza!

Venimos de muchas cosas, nos movemos hacia demasiado pocas.

El grado de precisión de las noticias varía según el modo como son transmitidas. Vino un mensajero a toda prisa, su excitación se transmitió al destinatario. Había que actuar inmediatamente. La excitación se convirtió en fe en el mensaje. Una carta es algo más tranquilo, aunque sólo sea porque estuvo escondida mientras pasaba de uno a otro. Uno cree en ella pero con reserva y no se siente forzado a contestar inmediatamente actuando. El telegrama une a algunas propiedades de la carta con las del antiguo mensajero moral. Sin duda es secreto, desconocido para el que lo lleva, pero dirigido a una sola persona; es algo todavía más repentino que el mensajero; tiene algo de la muerte y por esto infunde mucho más miedo. A un telegrama se le da crédito. No hay nada más penoso que descubrir que le han engañado a uno con un telegrama.

Es hermoso decirle a alguien: te amaré siempre ¡Pero cuando luego uno de verdad lo hace!

Del hombre más insignificante es de quien más se aprende. Lo que le falta se lo debemos nosotros. Sin él no es posible valorar esta deuda. Pero ella es justamente aquello para lo cual vivimos.

Sobre lo bello. En lo bello hay algo muy conocido y familiar, pero está muy lejos; como si no hubiera podido ser nunca conocido y familiar. De ahí que lo bello sea a la vez algo estimulante y frío. Así que uno va a buscarlo, deja de ser bello. Pero tenemos que reconocerlo, si no ya no nos estimula. Lo bello tiene siempre algo de sustraído. Estuvo una vez ahí y luego, durante mucho tiempo, muy lejos; por esto el volver a verlo es algo inesperado. No permite que lo amemos, pero sentimos nostalgia de él. Los misteriosos caminos de su ausencia lo han hecho más rico que todo lo que tenemos en. nosotros.