La más hiriente y despiadada de todas las jerarquías se encuentra en el arte. No hay nada que el arte pudiera superar. El arte se basa en la expresión de experiencias que son reales e inevitables. En el arte tiene que suceder todo aún. No basta con que uno tenga algo o esté en algún sitio. Hay que fingir, hay que hacer.
Todo saber tiene algo de puritano; da a las palabras una moral.
El mejor de los hombres no debería tener nombre.
La ventaja de los historiadores ingleses, de los científicos ingleses en general, es al mismo tiempo su gran inconveniente: es la intención de adoctrinar, una intención que apenas si hay erudito de la pluma que haya olvidado alguna vez del todo. El saber se transmite siempre como si se transmitiera a niños; las tinieblas del saber se dejan aparte; sus terribles juntas se redondean. Es esto último sobre todo lo que distingue la amable claridad de los ingleses de la claridad certera de los franceses. Así Gibbon, por su manera de ser, fue más francés. Al inglés no le gusta fijar su juventud a impresiones demasiado profundas. Prefiere protegerla con clasificaciones; prefiere prohibir que asustar. Pero luego tiende también a seguir siendo así cuando es mayor. Su civilización, una de las más fuertes, es una civilización inquebrantablemente ingenua, y quizás es por esto también por lo que para ella la figura del juez ha sido siempre algo intocable.
Me gustaría llegar a ser tolerante sin pasar por alto nada; no perseguir a nadie, aunque todos me persiguieran; ser cada vez mejor sin darme cuenta; estar cada vez más triste, pero vivir a gusto; ser cada vez más sereno y alegre, ser feliz en los otros; no ser de nadie, crecer en todos; amar lo mejor, consolar lo peor; ni siquiera odiarme ya a mí mismo.
De las mujeres no vence la que corre detrás ni la que sale corriendo; vence la que espera.
Ah, si pudiéramos mirar la vida con una caperuza, como la de Sigfrido, sobre la boca; sin decir nada, sin que de nuestra boca, que con esta caperuza habría desaparecido, hubiera nada que esperar o que temer.
Ir apuntando a lo largo de un día, de un solo día, todo aquello que uno anhela; sin explicación, sin conexión alguna, sin nada entre un pensamiento y otro, realmente sólo aquello que uno anhela. Otro día, apuntar aquello que uno teme.
Otra clase de chivos expiatorios: chivos en los que uno volvería a encontrar, aumentadas, todas sus cualidades negativas. En vez de mejorarse a sí mismo, uno emplea todas sus energías en los chivos; es inútil, el chivo no mejorará jamás. El perfeccionamiento de uno mismo, con mucho menos esfuerzo, sería una empresa que podría llegar a término y esto es precisamente lo que uno quiere evitar.
Los filósofos, unos con otros, engendran hijos, sin casarse. Sus relaciones familiares son soportables porque tienen lugar fuera de toda familia. Sus antipatías las dirigen unos contra otros en vez de dirigirlas contra una mujer. Defienden sus peculiaridades con un grado mayor de conciencia que otros hombres, con menos sentimiento de culpabilidad y con la pretensión de no enmudecer mientras existan otras personas. No permiten jamás que les contradigan, aunque ellos se ejercitan en este negocio imaginario. De entre ellos los más molestos son los que no quieren olvidar nada. Algunos se hacen los olvidadizos. Los más extraños y singulares olvidan realmente la mayoría de las cosas y luego, en la inmensa tiniebla en la que están, le resultan a uno tan queridos como estrellas.
De los pensamientos filosóficos de los griegos lo que me asusta una y otra vez es que todavía estamos totalmente cogidos en sus redes. Todo lo que queremos parece griego. Todas nuestras justificaciones suenan a griego. El hecho de que lo heredado esté disperso hace que el efecto de esta herencia tenga una eficacia mucho mayor. ¿Es así nuestro mundo hoy en día porque no hay ningún pensamiento que sea completamente nuevo, completamente original? ¿O es así porque tenemos demasiadas cosas distintas de los griegos?
La metamorfosis de Sócrates, que él mismo no quería admitir, están de repente ahí, todas, en sus discípulos: el drama póstumo de un personaje antidramático.
Los verdaderos escritores no encuentran a sus personajes hasta después de haberlos creado.
El aprender tiene que ser siempre una aventura; si no es así, ha nacido muerto. Lo que en este momento estás aprendiendo tiene que ser algo que dependa de encuentros casuales; y tiene que continuar así, de encuentro en encuentro; un aprender en transformación, un aprender gustoso.
En realidad cualquier fe me toca de cerca. Me encuentro tranquilo en cualquier fe mientras sepa que puedo salirme de ella. Sin embargo no me importa dudar. Poseo una misteriosa predisposición y facilidad para la fe; como si tuviera la misión de volver a representar todo aquello en lo que se ha creído alguna vez. La fe misma no soy capaz de tocarla. Es fuerte y natural en mí y se mueve de todas las formas posibles. Podría imaginarme que paso la vida en un refugio que alberga las fuentes, mitos, discusiones e historias de todas las formas conocidas de la fe. Allí leería, pensaría y, lentamente, iría creyendo en todo lo que existe.
Él, por sí mismo, no puede ser nunca sencillo; para ser sencillo, primero tiene que transformarse en un hombre oprimido y muy pobre; luego, por amor a éste, se vuelve sencillo.
Las épocas en las que uno se defiende con gran energía contra algo son las más importantes para el poeta. Así que éste se ha rendido, ya no es un poeta.
Me gustan todos los sistemas mientras sean claros y transparentes, como un juguete que uno tiene en la mano. Si son exhaustivos me dan miedo. Hay demasiadas cosas en el mundo que han ido a parar a donde no debieran, y ¿cómo puedo ir a buscarlas allí?
La fama quiere siempre colgarse de las estrellas porque éstas se encuentran tan lejos; la fama quiere ponerse en lugar seguro.
El hombre tiene que aprender a ser muchos hombres conscientemente y a mantenerlos todos juntos. Esta última tarea, con mucho la más difícil de las dos, le dará el carácter que él, con su propia pluralidad, pone en peligro. En lugar de tener que gobernar a los demás, tendrá que gobernar a sus propios personajes; éstos tendrán nombres, él los conocerá, podrá darles órdenes. Sus ansias de dominio ya no buscarán a otros; se verá como algo despreciable el necesitar a extraños cuando uno mismo puede ser ya tantas personas como pueda dominar.
Con unas pocas historias debería ser posible gobernar el mundo. Pero deberían ser las adecuadas; no deberíamos confundirlas nunca; y muchas otras historias, la mayoría, no deberíamos contarlas nunca. La superstición del poeta.
Yo no puedo compensarme con nada: para mí todo tiene su propio valor, su propia significación; para mí, si pudiéramos cambiar una cosa por otra, sería más fácil; jamás cambio nada; incluso cuando compro algo quiero tener la sensación de que dos personas se regalan algo, de un modo casual y simultáneo.
Lo que inventaste aterrorizado, luego se revela como verdad llana y sencilla.
¡Qué fácil decir: encontrarse a sí mismo! Cómo nos asustamos cuando esto ocurre de verdad.
En el amor queremos hacer con más intensidad lo que ya haríamos sin el amor. Este lo único que hace es llevarlo todo al grado máximo de tensión; queremos que nuestro ser envuelva del todo al otro y una de las astucias que empleamos para ello es la simulación: nos damos como si quisiéramos tomar al otro en nosotros, sin ponerle en peligro, sin hacerle nada. Debe sentirse a gusto en medio de una nube de fragante admiración y de sonora ternura, pero sin cambiar: aunque lo veneran sigue siendo el mismo, pues ¿qué hay que pueda ser más grande y magnífico que él? La cárcel que el amor, realmente, ha preparado se va viendo sólo poco a poco. Cuando aquellas nubes se disipan aparecen las paredes desnudas y todavía no ha habido nadie que las reconozca al momento.