Sólo es bueno odiarse de vez en cuando, no demasiado a menudo; si no, uno se encuentra con que vuelve a necesitar mucho odio contra los demás para equilibrar el odio que se tiene a sí mismo.
El disgusto que experimentamos con otra persona puede admitir grados que nos sean gratos; sólo entonces nos vemos forzados a ponernos en guardia frente a esta persona.
Saborear la impotencia, Después del poder en cada una de sus fases, que tienen una exacta correspondencia con él; a cada triunfo de antes contraponer la derrota de ahora; fortalecerse en la debilidad propia; volverse a ganar, después de haber perdido tanto.
Placer maligno ante la propia derrota; como si uno fuera dos.
A la belleza se le ha dado la posibilidad de multiplicarse; de esta forma es como muere.
Podemos vivir tantas cosas con los pocos hombres que tenemos – que siempre son los mismos -, que ya ni les conocemos ni nos conocemos, y sólo de un modo fugaz y superficial nos acordamos de que somos esto, de que son esto.
Lo útil no sería tan peligroso si no fuera útil de un modo tan fiable. Debería fallar a menudo. Debería ser siempre algo imprevisible, como un ser vivo. Debería volverse contra uno con más frecuencia y con más fuerza. En lo tocante a lo útil los hombres se han dado a sí mismos el nombre de dioses, aunque tienen que morir. El poder sobre lo útil se engaña no queriendo ver esta ridícula debilidad de los hombres. De este modo, con esta ilusión, los hombres van siendo cada vez más débiles. Lo útil prolifera, pero los hombres mueren como moscas. Si lo útil fuera útil sólo algunas veces, muy pocas, si no existiera la posibilidad de determinar con exactitud cuándo algo va a ser realmente útil y cuándo no lo va a ser, si lo útil diera saltos, si fuera arbitrario y antojadizo, nadie se hubiera convertido en esclavo suyo. Habríamos pensado más, nos habríamos preparado para más cosas, contaríamos con más cosas. Las líneas que van de la muerte a la muerte no estarían borradas; no habríamos sucumbido ciegamente a ella. La muerte no podría mofarse de nosotros en medio de nuestra seguridad, como si fuéramos animales. De este modo, lo útil y la fe en ello no nos han sacado de nuestra condición de animales; cada vez hay más y lo único que esto hace es que estemos más indefensos.
Sólo es posible estar sólo si, a cierta distancia, tiene uno hombres que le esperan. La absoluta soledad no existe. Sólo existe la terrible soledad frente a los que esperan.
La literatura como oficio es destructivo: hay que tener más miedo a las palabras.
Leonardo tuvo tantas metas porque siempre estuvo libre de ellas. Pudo llevar a cabo todas las empresas porque no había nada que le quitara nada. Su concepción del mundo coincidía con la visión óptica de éste. Para él las formas naturales pudieron ser importantes porque todavía carecían de su plena vitalidad. No llevó a cabo ninguna empresa; o mejor, lo que él llevaba a cabo, por ser él el autor, se le convertía en algo nuevo. Lo que más llama la atención de Leonardo es la condición especial de su espíritu: es el guía que conduce a nuestro ocaso. En él es posible encontrar todavía juntos los elementos de la diáspora de nuestros afanes; pero no por ello se encuentran éstos menos dispersos. Su fe en la naturaleza es fría y terrible; es una fe en una nueva forma de dominio. Las consecuencias que tendrá para los demás las ve él muy bien, pero no tiene miedo de nada. Es justamente esta falta de miedo lo que nos ha invadido a todos; la técnica es su producto. La yuxtaposición de máquina y organismo que se encuentra en Leonardo es el acontecimiento más terrible de la historia del espíritu. Hoy en día, la mayoría de las máquinas no pasan de ser dibujos de Leonardo, su juego, su Wante dominado. La anatomía del cuerpo humano, la pasión fundamental a la que él sucumbió, le permite sus pequeños juegos con máquinas. El descubrimiento de sentido en esta q en aquella parte del cuerpo le incita a los ingeniosos artilugios de su inventiva. El saber tiene todavía aquel extraño carácter germinal; se inquieta cuando se le supera, tiene miedo al sistema. Su inquietud es la de la contemplación que, simplemente, no quiere ver aquello en lo que cree; es la contemplación que no tiene miedo, una segura tranquilidad siempre dispuesta y una mirada siempre a punto. En la mente de Leonardo, el proceso de lo real se encuentra en el polo opuesto a aquello que constituye la aspiración de las religiones místicas. Estas quieren conseguir la seguridad y la paz por medio de la contemplación. A Leonardo, en cambio, esta peculiar carencia de miedo le sirve para alcanzar aquella contemplación que para él es, en cada uno de los objetos, el término y la meta de sus esfuerzos.
Ver que todas las sutilezas y todos los sistemas filosóficos que podemos concebir todavía tienen que convertirse en verdaderos; que no hay nada que haya sido ensamblado en vano, nada que haya sido pensado en vano: el mundo, una cámara de tortura de los pensadores.
En el reconocimiento está el único sosiego del espíritu. La fe en la transmigración de las almas es lo que da el mayor número posible de elementos de reconocimiento, y, por muy humillantes que puedan ser muchos de ellos, los hay todavía más que son tranquilizadores.
¡Qué jerarquía tan sorprendente la que hay entre los animales!. El hombre los ve como habiéndoles robado sus propiedades.
Las formas de fe del ser humano se componen de círculos o de líneas rectas. Progreso, dicen los fríos, los atrevidos y quieren que las cosas sean como flechas (a la muerte escapan asesinando); vuelta a lo de antes, dicen los tiernos, los tenaces, y se cargan de culpas (a la muerte, de tanto repetirla, la hacen aburrida). Luego, en la espiral, el hombre busca fundir ambas cosas en una y, con ello, adopta las dos actitudes en relación con la muerte: la actitud asesina y la repetitiva. De este modo, la muerte es mil veces más fuerte que nunca, y si alguien se opone a ella como a esta realidad única e irrepetible que ella es realmente, sobre éste caen los otros con flechas, círculos y espirales.
Sólo los que han muerto se han perdido completamente los unos a los otros.
Mi odio a la muerte presupone una conciencia incesante de ella; me maravilla que pueda vivir así.
Se dice que para muchos la muerte llega como una liberación, y es difícil encontrar a un hombre que no la haya deseado alguna vez. Ella es el símbolo supremo del fracaso: quien fracasa en lo grande se consuela pensando que todavía puede fracasar más y alarga la mano para coger aquel terrible manto oscuro que lo cubre todo de un modo uniforme. En cambio, si la muerte no existiera, sería imposible que alguien fracasara realmente en algo; probando una y otra vez podría reparar flaquezas, deficiencias y faltas. Lo ilimitado del tiempo le daría a uno un coraje ilimitado. Desde muy pronto nos inculcan la idea de que todo se acaba, aquí, por lo menos, en este mundo que conocemos. Angostura y fronteras por todas partes, y pronto una última angostura, penosa y sucia; el ensancharla no depende de uno. A esta angostura miramos todos; sea lo que fuere lo que pueda haber detrás, es inevitable; todo el mundo tiene que agacharse, da igual cuáles sean sus propósitos y sus méritos. Un alma puede ser tan grande como quiera: llega un momento, que ella misma no determina, en que la apretarán hasta asfixiarla. Quién determina este momento es cuestión de la opinión que, por casualidad, impere entonces, no es cosa de cada alma. La esclavitud de la muerte es el meollo de toda esclavitud, y si esta esclavitud no fuera reconocida nadie podría desearla para sí mismo.