En un hombre muy personal, lo impersonal se convierte en lo más atractivo, como si, dado que existen tantas cosas, hubiera recogido el mundo entero y se hubiera olvidado de sí mismo.
La belleza de las figuras de los vasos griegos radica también en el hecho de que miden y recogen un espacio vacío y lleno de misterio. La oscuridad de dentro da luz y claridad a los corros que fuera forman estas figuras. Son como las horas para el tiempo, pero ricas, distintas y articuladas. Mientras las contemplamos no podemos olvidar la oquedad que enmarcan. Las escenas que ellas representan adquieren la hondura de esta oquedad. Cada vaso es un templo con su tabernáculo, uno y virginal, del que jamás se habla pero que está contenido ya en su solo nombre y en su sola forma. Cuando más hermosas son las figuras es cuando representan una danza.
El Zeus al revés: uno que se transforma en una docena de figuras para impedirle a su mujer su amor.
Si el infierno de los sentimientos tuviera por lo menos su orden; si por lo menos estuvieran fijados los castigos y los sitios; si después de una cosa ocurriera otra; si a tal acción correspondiera tal castigo. Pero en el infierno de los sentimientos todo es indeterminado; el infierno no tiene fronteras, sus sendas son sólo aparentes; todo se encuentra en un incesante cambio, en todas las dimensiones; y, sin embargo, no es un caos, es un infierno, lleno de figuras, en el que continuamente están entrando otras nuevas y del que jamás se deja salir a ninguna de las viejas.
Qué absurdo es el camino que va de los muchos dioses al Dios único. No se llevan bien unos con otros; en lugar de intentarlo una y otra vez, como hacen los hombres, desisten y se reducen a uno; este sí se lleva bien consigo mismo.
Una y otra vez mis pensamientos se dirigen a la fe. Siento de qué modo la fe es el todo y qué poco sé yo de ella. Es la fe en sí misma y no su contenido concreto lo que me preocupa. Pero cuando, de un modo intenso y violento, siento que no me he acercado a ella, al enigma central de mi vida, al gran enigma de la solución de mi vida, entonces recurro a una fe determinada y juego con ella; imposible decir cómo esta fe me da alegría y seguridad y cómo confío en una futura solución de mi enigma.
El verdadero Quijote, un loco insuperable, sería un Quijote que, con palabras, con meras palabras, luchara contra el placer de una mujer. El placer lo encuentra ella en otros. El loco, que antes la amó y que no puede conformarse con la nueva manera de ser de ella, decide combatir con palabras. Está demasiado orgulloso de cogerla por el único sitio por donde se la puede coger realmente y de ofrecerle un placer mayor. Lo que quiere darle lo hace fluir en las palabras que encuentra para ella. Ella aprende pronto a nadar en este océano; en él se encuentra a gusto, es una criatura en su elemento; pero nada le disuade de buscar aventuras en las cuevas de la orilla. El la seduce para que se adentre más en el océano; ella nada siempre hacia la costa y luego vuelve a él. El ensancha el mar; ella inventa islas. El inunda las islas; ella aprende a sumergirse en el agua y se instala un lecho de amor en el fondo del mar. La pasión le convierte a él en Poseidón; agita las aguas y destruye el lecho. Ella encuentra peces con los que es posible hacer el amor y, con astucia, convence a sus amados para que se dejen tragar junto a ella. Entonces el loco decide poner a secar el mar de palabras. No hace ningún mar; se calla; las aguas se escapan; la mujer muere de sed; el último de los amados desaparece; la mujer muere de sed sola.
Sin palabras siempre hubiera él podido hacerlo todo.
Imaginar lo que los animales encontrarían loable en nosotros.
No hay nada más desagradable que los instintos. La amable veneración con la que unos hombres miran los instintos de los otros, los guardan, los cuidan y los admiran desde el fondo de su corazón hace pensar en la lealtad de una asociación de criminales. Es humano todo aquello que la mayoría de la gente hace a gusto la mayoría de las veces; y los pocos que quedan, que, de vez en cuando, son diferentes, éstos son seres inhumanos. Se teme o se desprecia a los que quieren ser mejores, porque de qué otra cosa podría surgir su conducta si no fuera de algo que les falta. En cambio, los que siempre están abriendo la boca con avidez o los que la tienen llena, éstos son los buenos. Ah, qué asco le da a uno esta reconocida igualdad de los instintos. Ellos son la causa y la meta; contra ellos no hay nada que valga, porque ellos son lo fuerte. ¿No era mejor cuando el hombre se avergonzaba de ellos? ¿No era mejor que el hombre disimulara en vez de alzarse abiertamente con su bajeza? Hoy a los instintos se les reconoce como si fueran dioses; el que intenta defenderse de ellos es un sacrílego; el que los llama por su nombre, éste ha hecho algo importante; el que quiere más que ellos, éste es un loco. A mí me gusta ser un loco.
Voy a tener siempre pocos hombres, así nunca tendré que consolarme de su pérdida. jamás hubiera conocido realmente el poder si no lo hubiera ejercido y si yo mismo no hubiera sido víctima del ejercicio del poder. Así, mi familiaridad con el poder es triple: lo he observado, lo he ejercido, lo he sufrido.
Justo ahora – en extraños relatos y abstrusos libros los dioses de los pueblos, que permanecieron ignorados unos de otros, entran en relación unos con otros.
Tal vez en la soledad todo sería soportable. Pero hablamos desde ella y los demás nos oyen. Si no nos oyen, hablamos más alto. Si siguen sin oírnos, gritamos. De esta manera la soledad es más bien estar con uno mismo vociferando.
Los cuadros como los positivos de las ventanas por entre las que deambulamos y vivimos. Una vuelta por las calles, y quizá hemos pasado por delante de mil ventanas. En cada una de ellas había algo que esperar y apenas si en alguna hemos visto algo. En perfiles claros, recortan un fragmento de esperanza, y en nuestro camino nos lo llevamos sin haberlos llenado. Pero en las salas de exposiciones aparecen todos de repente, los contenidos de todas las ventanas, lo que se ve mirando hacia afuera y lo que se ve mirando hacia dentro; y es curioso lo auténtico, verdadero y exacto que nos parecen entonces las escenas de habitaciones que sin duda hubiéramos visto, baldosas, mesas, sillas y hombres que están allí sentados tranquilamente haciendo algo.
El harto. Se harta antes de estar hambriento. Le da miedo pasar hambre. Le han contado historias de hombres hambrientos que le han llenado de profundo pavor. Cuando pasa por delante de hombres andrajosos, macilentos, se dirige rápidamente al restaurante caro más cercano – tal es el miedo que le entra – y allí calma sus temblorosos intestinos. Tiene una gran capacidad de compartir los sentimientos de los demás y en todo ser hambriento se ve a sí mismo. Esta capacidad suya es superior a la de la mayoría de la gente, de ahí que no pueda soportar ver a un hambriento. En general evita estas estampas de miseria, pero hay épocas en las que está tan harto que pierde la brújula y entonces tiene que ir a buscar a un hambriento en algún sitio. La idea de que haya gente con el intestino vacío le da asco. No comprende cómo puede haber hambrientos. Una conversación en la cual alguien intente explicarle los motivos por los cuales hay hambrientos termina con una comilona. Pero él tiene argumentos también ¿Por qué – se pregunta – no roban los hambrientos? ¿Por qué no se venden? ¿Por qué no falsifican cheques? ¿Por qué no asesinan? El lo haría todo por no sentir hambre, y no digamos por no estar hambriento un día entero. Sus interminables banquetes los justifica diciendo que él en caso de hambre no podría responder de sí mismo.