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A los que aman los encuentra ridículos. Se burla de los que se reparten lo último que les queda. «Lo último que queda» es para él el pensamiento más terrible de todos. Cuando oye decir a alguien «el último trozo de pan», se pone a llorar irremediablemente. En sus sueños ve por las ventanas a gente comiendo. Conoce las casas por sus cocinas. Cuando va por la calle conoce dónde se encuentra la cocina en cada casa, y ¡ay de la casa que le engaña! A la gente le gusta invitarle, porque su manera de comer no se olvida. Quiere terminar su vida sin haber sentido nunca hambre; a esta alta meta lo subordina él todo. Si no tuviera dinero, lo que hace en la vida sería admirable, pero es casi seguro que tiene mucho dinero. Alguna vez invita a comer a un hambriento y le explica por qué no debe volver a tener hambre nunca más. Consigue explicar todos los males del mundo a partir del hambre. Se tiene por un hombre bueno y ejemplar. Las mesas no hay que vaciarlas nunca del todo. Conforme van desapareciendo las viandas hay que ir sirviendo otras; se procura que esté todo siempre en la más espléndida abundancia. A los hambrientos los necesita, pero a los que aman los odia. Les tendría respeto si emplearan su amor para asarse unos a otros. Pero ¿cuándo ha ocurrido esto?

El harto tiene una familia que te incita a comer y a deslindar las distintas partes de sus comidas. Cada uno se hace cargo de aquello que le corresponde, y en torno a la mesa, junto a las viandas destinadas a todos, hay pequeños pucheros y cacerolas, a modo de especias separadas, como si fueran objetos de asco. La servidumbre cambia según las comidas. Cuando aparecen unos criados determinados, con una librea determinada, él ya sabe lo qué hay para comer hoy y puede poco a poco, no de un modo repentino, irse regocijando. Hasta a veces va de compras, Las tiendas son sus burdeles; pasa mucho rato escogiendo; cuanto más grande es una tienda, menos compra en ella. Lo que más le gustaría sería poder comprar cada uno de los ingredientes de sus banquetes en una tienda especial, unos grandes almacenes de muchos pisos y con mucha gente. Habla mucho al escoger lo que va a comprar, pero todavía le gusta más que le hablen. Le gusta que le convenzan de determinadas maravillas; quiere que le traten con una amabilidad muy especial, con solicitud y amor, y en este asunto es fácil entrar subrepticiamente en su corazón. Los que le quieren le guardan bocados especialmente sabrosos. El harto no es ni hombre ni mujer. Según su humor y según le convenga, utiliza las propiedades de este o de aquel sexo. Los alimentos los besa de distintas maneras; los olores los inhala. «Déme esta o aquella silla», dice según la comida que en aquel momento le está apeteciendo. Hay comidas para las que se mete en cama, otras las toma paseando arriba y abajo. En algunos restaurantes se pone junto a la ventana y, mientras come, va observando a los que pasan, como si a través de sus ojos le entraran en el estómago. Entiende de los distintos estamentos y pueblos que hay en el mundo; de ellos han salido platos especiales; en este campo no se le escapa nada auténtico, pero prefiere legaciones de estas ciudades o de estos pueblos; no le gusta nada viajar. Desde su juventud tiene cierta inclinación por los monasterios, porque según él los monjes son muy voraces. En guerra se disgrega en varias personas y sabe apropiarse de sus raciones. Le gusta invitar a gente que traen algo. Pero a él también le gusta que le inviten. Quiere conocer siempre a gente distinta, por amor a sus cocinas. Los olores son su gloria celestial. Se enamora de un hombre delgado que coma tanto como él, por lo menos, y que, sin embargo, no engorde. Todo lo que no ha comido le preocupa: no quita la vista de los niños pequeños. Cuando berrean se los imagina en el asador, y odia a sus madres porque los cuidan.

Para el harto, los perfiles de los hombres son distintos. Una serpiente pitón hinchada de tanto comer le llena de envidia. Lamenta que sus tejidos no den más de sí y que no pueda tragar diez veces lo que pesa, que su forma, en líneas generales, siga siendo la misma y que engorde sólo poco a poco, a lo largo de semanas y meses, y no en una hora; que, de un modo tan rápido, suelte una buena parte de su peso en lugar de guardarla y cuidarla semanas y semanas. Le gusta estar entre gente que come. Luego sueña que les quita de la boca los mejores bocados y que, con argumentos astutos, les convence de que no hagan lo mismo con él. Tiene perros, porque le gustan sus dientes, y no se cansa de mirar como rompen los huesos y sacan todo lo que hay dentro. Quiere saber qué se come en el otro mundo y orienta su fe según este criterio. Lo que se dice sobre esta cuestión no es muy prometedor, de ahí que su interés por el más allá sea mínimo. Tampoco tiene simpatía alguna por las píldoras del futuro, y se considera feliz de vivir en esta época. Le preguntan si no le molesta el hambre que padecen tantos millones de hombres después de la segunda guerra mundial. Piensa un momento y luego dice con toda sinceridad: «No». Porque cuanta más gente haya que pasa hambre tanto más confirmado se siente en lo acertado de la orientación que ha dado a su vida. Desprecia a aquellos que, a pesar de todo lo que haya ocurrido, no han conseguido seguir comiendo.

Uno ama como autoconocimiento aquello que odia como acusación.

La brevedad de la vida nos hace malos. Ahora habría que probar si una posible vida más larga no nos haría igualmente malos. Tendríamos que encontrar el sistema de nuestras contradicciones, y al mismo tiempo tranquilizarnos. Viendo los barrotes de la reja habríamos conseguido ver el cielo que hay entre uno y otro.

Terrible insistencia, aferrarse a los hombres, cosas, recuerdos, costumbres, viejas metas; terrible carga a la que se están añadiendo continuamente cargas nuevas, sapo de la gravedad. Malignidad de la posesión, delirio de la fidelidad; un poco menos de todo esto; oh, un poco menos de todo esto y uno no pensaría, y uno sería bueno. Pero no cejamos, jamás soltamos nada; un dedo tras otro deberían quitarle a uno; una muela tras otra de lo absurdo que quisiéramos amar para siempre.

Todo el mundo tendría que llegar a su ascesis fundamentaclass="underline" la mía sería la del silencio.

La curación del celoso.

De todas las empresas difíciles de este mundo, ninguna tan difícil como la curación del celoso. Sin haber meditado antes con detenimiento sobre lo que son los celos, es difícil que podamos curarlos. Son un encogimiento de los pensamientos y del aire, como si tuviéramos que vivir en una habitación pequeña de la que no hay salida posible. De vez en cuando se abre una ventana; ella, el objeto de los celos, mira rápidamente hacia dentro, desaparece y la vuelve a cerrar. Mientras ella está deambulando libremente y a su antojo, nosotros estamos encerrados y no podemos ir a ninguna parte. Los celos surgen porque uno no puede ir a ninguna parte. Los caminos que tendríamos que recorrer con ella no han sido recorridos. De ahí que haya tantos caminos sin protección alguna; no estuvimos en ellos; son libres; allí cualquiera puede permitírselo todo. El que ha sucumbido a tantos caminos parece como hecho ex profeso para la pasión de los celos. ¿Cómo es posible estar en todas partes junto a todos los humores, junto a todos los pasos?; habría que ser un satélite, un perro verdaderamente; los perros son los que mejor lo hacen; lo único que quieren es andar siempre por los caminos de su amo. Pero a un hombre no le resulta fácil ser el perro de una mujer. Si consiente en serlo, sólo un poco, entonces ya no es él mismo; y con pequeños remedios no se le ayuda. Ahora bien, hay infelices a quienes les gusta estar en casa, entre libros y partituras; para éstos, cuya existencia se devana de un modo tranquilo, una mujer no resulta adecuada en absoluto. Porque si la tienen a su lado, una vida en silencio no es nada; si la tienen lejos, pronto acaban no sabiendo lo que hace. Los hombres que se encierran a sí mismos se ven obligados a encerrar todavía más a sus mujeres. La mujer que está encerrada lejos tiene un largo camino, y siempre llega el momento en que este camino adquiere vida. El aire tiene sus tentaciones y toma la forma de palabras de hombre.