Después de cada invitación a recorrer con él un camino a la que el hombre no corresponde, viene otro camino que ella recorre con otro hombre, y, aunque ella se harta de estos nuevos caminos, éstos son el comienzo de una nueva vida a la que ya nadie va a ser capaz de poner coto. El sitio en el que uno se encierra a sí mismo debe ser secreto para la mujer de la que uno quiere protegerse, pues si se la deja entrar, entra con sus vacilaciones y lo destruye. Pero si no se la deja entrar, no puede imaginarse en absoluto cómo es este sitio y se busca otros. La víctima de los celos lo tiene difícil en los tiempos modernos. El hombre puede llamar por teléfono y constatar en cualquier momento la culpa de la mujer ausente de modo que no quepa lugar a dudas; ni siquiera puede abrigar la esperanza de que se equivoca. Su desdicha está siempre clara, no hay escapatoria, no hay consuelo.
¿Le sirve de algo al celoso amar a muchas mujeres?, ¿repartir su amor? No, no le sirve de nada, porque su amor, si lo es, será siempre un gran amor. Una de dos: o las personas a las que él «ama» le resultan indiferentes, es decir, para él no existen realmente – y entonces le va a ser indiferente lo que hagan -; o bien ama, es decir, acepta a las personas plenamente, las toma en sí mismo: entonces, por muchas que ellas sean, cada una es un ser humano completo, y cada una, dentro de su ámbito, puede llegar a turbar al amante hasta la muerte.
Este repartiese sólo es útil en un caso: si le quita a uno la seriedad del sentimiento. Pero para esto no vale la pena vivir. Entonces, mejor estar solo, vivir del todo para uno mismo, adorar ardientemente a un dios que jamás podrá ser aprehendido. La pluralidad de seres humanos es únicamente una pluralidad de ocasiones para los celos ¿Servirá quizá de algo amas de un modo distinto? Sin la decisión sobre la vida y la muerte, sin la responsabilidad, sin el miedo por la vida del otro, que a cada momento está amenazada. Los celos donde peores son es en el corazón del hombre responsable cuyo miedo está siempre despierto; y hombres como éstos son habitualmente los que se encierran; el miedo no les deja nunca en paz. Si no hubiera muerte, hasta los celos serían soportables. Porque sabríamos que la persona que perdemos está en alguna parte y que quizás volveríamos a encontrarla, quizá vendría corriendo hacia nosotros. Pero la muerte puede querer que las cosas ocurran de otra manera. La criatura a la que uno quiere puede acabarse inmediatamente después de haberla perdido de vista; y una vez ha muerto, ¿quién la vuelve a traer? ¿Y no habríamos podido evitar quizás esta muerte que no nos fue dado vigilar? ¿Qué amor hay que sea tan breve que no piense en la muerte?; ¿qué amor hay que sea tan breve que no se proponga vencer a la muerte?
Sin muerte podríamos pensar en una manera de curar al celoso, pero esto son reflexiones ociosas. Es necesario encontrar un camino en esta vida limitada.
El aferrarse a los hombres del pasado no consigue otra cosa que hacer a éstos más astutos, convertirlos en seres mezquinos y vulgares. Para librarse de uno, aprenden a despreciar las grandes palabras, que, en realidad, sólo son grandes porque se las emplea para todos los hombres y no para cada uno de ellos. Los hombres del pasado están tan seguros de su puesto que éste les aburre. De ahí que se marchen sin más y, en su lugar, le dejen a uno espantapájaros, monigotes que tienen justo la vida necesaria para vigilarle a uno y para tenerle en sus manos. El que realmente ama – esto lo han averiguado pronto los hombres del pasado – está pendiente de la manifestación sensible de la forma amada. A éste, el viento puede darle la ilusión de movimiento y de sonidos, y él, en vez de penetrar con la mirada los andrajos del espantapájaros, se limitará a lamentarse de ellos.
No es el rostro hermoso lo que uno ama, es el rostro que uno ha destruido.
En la desconfianza, lo más siniestro es su justificación. En la vida real hay una justificación para la desconfianza, una justificación que es terrible y que, en el fondo, constituye las tres cuartas partes de la habitual sabiduría de la vida. Pensemos sólo en la institución del dinero. ¡Cómo confiamos en el dinero y con qué fanática desconfianza tenemos que protegerlo! ¡De qué modo tan evidente estamos convencidos de que todo el mundo nos lo va a quitar! ¡Cómo lo escondemos!, ¡cómo lo repartimos para asegurarlo mejor! El dinero sólo es una continua educación para la desconfianza, una educación imposible de extirpar. Las formas antiguas de la desconfianza llaman más la atención, y cuando hablamos de desconfianza pensamos sólo en ellas. Pero todo el mundo tiene que tener trato con el dinero; tanto si tiene mucho como si tiene poco, todo el mundo lo guarda, todo el mundo se lo distribuye en partes, todo el mundo lo oculta. No se puede comprar nada sin conocer el precio, y con qué estúpida obstinación está el hombre pendiente de precios. No habría precios si no hubiera desconfianza; los precios son justamente su medida.
Un adorado que, doquiera que vaya, lleva siempre consigo sus templetes.
A los inmortales tiene que permitírseles envejecer, de lo contrario jamás pueden ser realmente felices. Cada uno debe poder quedarse en la edad que le guste.
El destino de los humanos se simplifica con los nombres que estos reciben.
A veces, cuando ya no podemos resistir más el sentimiento de nuestra maldad, de nuestro mal talante, de la influencia negativa que ejerce nuestra persona, nos decimos que ya no hay nada que pueda justificarnos; y sin conocer a un Dios ante el cual tuviéramos que justificarnos, nos sentimos condenados; más condenados que si tuviéramos a este Dios; porque su sentencia estaría hecha de palabras; la nuestra, en cambio, no tiene forma, no es más que una leve lluvia de desesperación; jamás se acabarán sus gotas.
Los golpes ya no son nada excesivamente serio; los conocemos; no hay nada en ellos que merezca nuestro asombro; son simplemente una regla que se interrumpe muchas veces. Quizá, cuando llegan, uno se agacha, por una antigua costumbre, pero, en realidad, uno nos les teme. ¿Es la vejez y el fin del hombre el que éste ya no tome en serio el dolor?
Me gusta leer todo lo que tiene que ver con la Roma de la época imperial. Esta Roma fue como una ciudad moderna; se sabe mucho de ella; no está demasiado lejos de nosotros. La familiaridad con un nombre que hoy todavía está vigente y que, igual que antes, vuelve a tener vida, hace vivir en nosotros el sentimiento de aquellos tiempos antiguos. Sin duda, la indumentaria que llevaban los hombres de aquel tiempo me molesta; no me gusta pensar en ella; es lo único que a veces me la hace extraña. En cambio, las palabras de este pueblo, las relaciones entre sus gentes, sus actividades y sus juegos me parecen una creación literaria que está pensada para explicarnos a nosotros mismos y para llenarnos de esperanza. El mundo religioso de este pueblo tiene algo de nuestra moderna libertad; el sistema de partidos, del que nosotros podríamos avergonzarnos, es allí todavía más mecánico y por esto resulta instructivo. Las naciones que están más allá de sus fronteras, todavía no se han amontonado demasiado; allí se da algo así como un campo de juego, algo de lo que nosotros carecemos totalmente. Al ocuparnos del Imperio Romano, ni por un momento ignoramos el hecho de que terminara sucumbiendo: sin embargo Roma existe. De esta forma nos consolamos de peligros, mucho más graves, del ocaso que hoy en día nos amenaza, como si éste pudiera ser también un ocaso pasajero; como si para nosotros se tratara también de enemigos bárbaros que quieren desvalijarnos de objetos concretos y palpables; como si lo que estuviera en juego no fuera la descomposición de todos y cada uno de los pequeños corpúsculos de los que está hecho cada uno de nosotros.