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Vivir de tal manera como si tuviéramos ante nosotros un tiempo ilimitado. Citas con seres humanos a cien años vista.

1947

Cualquier página de cualquier filosofía, da igual por donde abras el libro, nos tranquiliza: la espesa trama de una malla que fue tejida de un modo tan declaradamente al margen de la realidad; este apartar la vista del momento; este desprecio olímpico del mundo sentimental – un mundo que tampoco en los filósofos deja de tener sus marcas -; esta seguridad en una apariencia que adquiere su transparencia total en la apariencia contraria y que no por ello deja de existir; esta incesante imbricación con todos los pensamientos del pasado, de tal manera que uno que se mete en ello pensará: este tipo de esteras – exactamente este tipo – se están tejiendo desde hace varios milenios, y lo único que cambia es la muestra; ¿qué trabajo de artesanía hay que se haya conservado mejor?, ¿qué clase de alfarería se ha practicado nunca de un modo tan ininterrumpido, exactamente de la misma manera? Sea cual sea la filosofía con la que uno se ocupa; sea ésta porque es mejor o aquélla porque uno no la conoce en absoluto, en el fondo siempre es lo mismo: destacar unas pocas – contadas – palabras que se han empapado de las savias de todas las demás, y el curso minucioso que han seguido estas palabras.

Una orden según la cual el avaro debería pagarlo todo al doble de su precio.

A la avaricia se la ve como una enfermedad moral; a los que están afectados por ella se los declara oficialmente avaros y tienen que llevar un distintivo. En vez de distinguirlos por su origen, a los hombres se les distingue por sus cualidades sociales. La estrella de David de la avaricia hay que llevarla siempre puesta. Los avaros van por la calle con ella; a esto se acostumbran, a lo que no se acostumbran es al trato que reciben en las tiendas. Cuando entran el dueño debe conocer su avaricia de un modo inequívoco. Tienen que ver cómo, por el mismo artículo, los clientes que están a su lado pagan sólo la mitad de precio. No pueden refunfuñar; si lo hacen, por ley, deben pagar un suplemento. Estas rigurosas medidas contra la avaricia tienen los más peregrinos efectos. Muchos avaros se esfuerzan por convertirse en derrochadores y, sobre todo, por demostrarlo. Sus esfuerzos adquieren un carácter atlético. Cuando tiran su dinero parece como si levantasen grandes pesas de hierro que van a tirar a la cabeza de los demás. A otros, el aumento de los precios les provoca tal desesperación, que su avaricia parece estar cada vez más justificada y cada día compran menos. Estos acaban pronto deambulando como almas en pena; están en lugar de los pobres, pero son unos pobres a los que se desprecia con razón.

Una religión en la que el pecador tiene que fijar él mismo la penitencia, si no ésta no tiene efecto.

El ataque de ira del ladrón al que se lo regalan todo.

Para mí los mitos significan más que las palabras, y ésta es la diferencia fundamental que me distingue de Joyce. Pero además, yo tengo otro tipo de respeto por las palabras. Su integridad, para mí es casi sagrada. Me repugna cortarla en trozos; e incluso sus formas antiguas, aquellas que realmente fueron usadas, fluyen en mí de un modo tímido y medroso; no me gusta librarme a impías aventuras con ellas. Lo terrible que está contenido en las palabras, su corazón, no quiero arrancarlo como hacen los sacerdotes mejicanos al celebrar sacrificios; estas maneras sanguinarias me resultan odiosas. La palabra debe plasmarse sólo en personajes, debe relacionarse sólo con ellos, jamás con otras palabras. Las palabras solas, sin boca que las haya pronunciado tienen para mí algo de vertiginoso. Como escritor, vivo todavía en la época anterior a la escritura, en la época del grito.

En las lenguas extranjeras uno se ve a sí mismo mejor de lo que normalmente se ve; por eso es lo primero que aprendemos, y lo aprendemos muy deprisa, son sus insultos.

Cuando lleva tiempo sin leer, los agujeros del tamiz de su espíritu se hacen más grandes y todo pasa por ellos; y todo, incluso lo más grueso, parece que no exista. A él, la lectura le sirve para que la vida no se le escape, y si no lee nada, no vive.

Todas las expresiones despectivas que encuentro sobre la condición de poeta me satisfacen; por breves que sean como la de Pascal «Poéte et non honnete homme». Sé muy bien hasta qué punto este juicio es unilateral e injusto; lo es ya en Platón; pero algo en mí dice: «vaya, vaya, demonio de poeta…». Probablemente son las ansias de agradar, las ansias de gloria, la jactancia del poeta, lo que a mí me provoca este malestar; sin embargo, no rechazo en absoluto la gran cantidad de sus posibilidades de transformación. Una buena parte de los poetas que he conocido personalmente hasta ahora me han desagradado, por este o por aquel motivo; con todo, esto se podría explicar diciendo que a lo mejor a uno le gustaría ser el único. Sin embargo, lo que leo sobre poetas anteriores a mí casi nunca me disgusta; pueden ser miles de cosas distintas las que leo, pero siempre me conmueven; incluso Baudelaire, cuya forma de vida tiene poco atractivo, se ha convertido para mí en un ser querido desde que sé más de él. Incluso los tanteos e inseguridades del poeta con todo lo concreto tienen para mí algo de seductor. Pero lo que me conquista totalmente es la riqueza y abundancia de las fantasías que forjan con todo lo que les sucede. En relación con lo que les afecta, piensan casi siempre de un modo equivocado, sólo para poder pensar multitud de cosas distintas. ¿Dónde está en eso su gran belleza, su gran poder de fascinación ¿En la gran profusión de ilusiones o en lo equivocado de éstas? Me resulta difícil decidir. Pero lo que sé es que lo más penoso de los hombres «normales», de los hombres corrientes que encontramos todos los días, es el modo cómo, de una hora a otra, todo se va acoplando; a corta distancia, todo madura: suben al tranvía y llegan a su meta. Están empleados en una oficina y llegan realmente a su oficina. Las cosas tienen su precio y ellos lo conocen. Les gusta una mujer y se casan con ella. Tienen una calle determinada, pero para llegar a algún sitio; no como nosotros, que sólo amamos las calles que no nos han llevado a ninguna parte. Si los poetas sólo fueran «extraviados» no habría nada que decir contra ellos. Pero luego, el hecho de que estos extravíos tengan algo claramente admirado por la gente les quita a éstos la gravedad que con tanta propiedad les correspondería. Los poetas que mueren jóvenes no tienen todavía bastante experiencia en el arte de hacerse la rueda, de ahí que, lo que se sabe de ellos, sea digno de ser amado. Los otros, que se elevan hasta verse a sí mismos a vista de pájaro, van siendo cada año que pasa más repulsivos y detestables. A uno le gustaría arrancarles de la cabeza el producto de artesanía del que están tan ufanos, y de su vida los años superfluos.