Uno que se va haciendo inmortal milímetro a milímetro.
En el miedo hay algo que quiere oír, a cualquier precio, oír de un modo desesperado. Todo lo que se oiga está bien, lo bueno, lo malo, lo evitado, lo temido. En los casos en los que el miedo es máximo, uno, sólo por oír, oiría una orden de asesinar.
En tiempo de guerra había que callar; la vergüenza y la desesperación parecían legítimas. La guerra ha terminado y hasta ahora no conoce uno las proporciones de su propia impotencia, una impotencia que antes atribuía a la violencia y al aislamiento.
Cuando uno conoce ya a muchas personas le parece casi un sacrilegio inventar algunas más todavía.
Lo tranquilizador de la Antigüedad: que ya no es ninguna amenaza para el hombre moderno. Sus amenazas hace tiempo que han sido revisadas; ya no le cortan el aliento a nadie. Somos un instrumento musical con el que la Antigüedad puede tocar siempre; nos conoce y nos tañe bien. Hemos sido pensados por ella, sin esfuerzo, uno de sus muchos azares. Nos desprecia y ya no tiene afán de dominio.
Los días del año como un juego de cartas: podemos sacar éste o aquél, guardárnoslos, jugarlos y volverlos a barajar. Ningún día es causa del siguiente; empiezan uno al lado del otro, de un modo arbitrario, cada vez de una manera distinta. Se repiten; no obstante, los conocemos en secuencias siempre distintas. ¡Cómo podríamos actuar de una manera cada vez más inteligente con nuestros días si fueran repetibles!; ¡de qué manera los entenderíamos!; ¡de qué manera nos acercaríamos a ellos de un modo válido en sus versiones cada vez distintas! Pero, en cambio, de esta forma, con nuestra costumbre de los días que van avanzando y no se repiten, no pasamos de ser sus tristes diletantes.
Kafka carece realmente de todas las vanidades propias del escritor; jamás se envanece; no puede envanecerse. Se ve pequeño y anda a pasitos. Dondequiera que ponga el pie nota la inseguridad del suelo. Este no le sostiene a uno; mientras estamos con Kafka no hay nada que nos sostenga. De este modo renuncia al engaño y a la ilusión de los escritores. El brillo de esta ilusión que Kafka conocía tan bien, ha desaparecido de sus palabras. Tenemos que seguir sus pasitos y nos volveremos modestos. No hay nada en la literatura de los últimos tiempos que nos haga tan modestos. Reduce la ampulosidad de toda la vida. Mientras lo leemos nos volvemos buenos, pero sin estar orgullosos de ello. Los sermones enorgullecen a aquellos a quienes conmueven. Kafka renuncia al sermón. No transmite los preceptos de su padre; una extraña porfía, el más grande de sus dones, le permite interrumpir el encadenamiento de preceptos que se van transmitiendo de padres a hijos. El escapa a su imperio; lo que este imperio tiene de energía externa, de bestialidad, revienta en él. Tanto más le preocupa, en cambio, el contenido de este imperio. Para él, los preceptos se convierten en preocupaciones. De todos los escritores, es el único a quien el poder no ha contaminado lo más mínimo; no hay poder alguno, sea cual fuere su forma, que él ejerza. Ha desnudado a Dios de los últimos restos de paternalismo. Lo que queda es una malla apretada e indestructible de preocupaciones que conciernen a la vida misma y no a las pretensiones de su creador. Los otros escritores imitan a Dios y adoptan aires de creador. Kafka, que nunca quiere ser Dios, tampoco es nunca un niño. Lo que algunos encuentran terrible de él y lo que a mí también me inquieta es su permanente condición de adulto. Piensa sin mandar, pero también sin jugar.
Que Dios no sea un creador: que ante todo sea una enorme resistencia; que proteja al mundo de nosotros; que poco a poco se vaya retirando; nosotros, los hombres, seríamos más poderosos hasta poder destruir el mundo, a nosotros y a El juntos.
Conferencia de un ciego.
Un pianista ciego que está casado con una cantante y a quien yo conozco desde hace tiempo dio ayer una conferencia sobre la ceguera. Insistió en lo satisfactorio que es para él su estado. Dijo que todo el mundo era más amable con él y con su mujer; que ahí estaba la razón de la seguridad, la confianza y la jovial alegría de los ciegos. Hablaba con una mesura y una modestia que me resultaban conocidas; se me ocurrió que lo que veía en él eran rasgos generales del hombre inglés. No miraba a la derecha, no miraba a la izquierda, no miraba su alrededor – si se pudiera decir esto de él -; sus objetivos concretos, sin embargo, los tenía tan claros que parecía un inglés vidente. No era curioso; no se daba importancia; luego no se dejó influir lo más mínimo por las interrupciones de su mujer. Su reconocimiento del mundo por el que tenía que regirse -el mundo de los videntes era tan práctico y tan natural como lo es el que tiene el inglés normal con su entorno. Continuamente estaba haciendo pequeñas inclinaciones de cabeza ante los demás y les pedía excusas por faltas que apenas lo eran. Insistía en lo a gusto que se encontraba con su independencia; era tan libre como cualquier otro; se ganaba honradamente la vida y era autosuficiente.
Me gustaría dar una pintura exacta y precisa de él y de su conferencia. Pero lo que quisiera anotar hoy son algunos rasgos curiosos de la vida de los ciegos que me resultaron nuevos. Decía que para él un fuerte viento era como para los otros la niebla. Que cuando hacía viento se sentía completamente perdido y desconcertado. Los ruidos violentos le llegaban de todas partes, se fundían en uno solo y ya no tenía idea de dónde estaba. Porque al andar confiaba normalmente en un sentido certero de la proximidad de los objetos. Notaba la proximidad de una pared como la de una mesa. Decía que inmediatamente antes de llegar a ellas se paraba y que no chocaba nunca. Que esta capacidad tenía que ver de algún modo con el oído, porque dejaba de funcionar cuando estaba resfriado y, a consecuencia de ello, su oído no andaba bien.
Decía también que aventajaba a los videntes en un placer. Podía oír varios diálogos a un tiempo y de ellos podía sacar lo que le gustaba. Los videntes, que dirigen la mira a las personas con las que están hablando, por esto mismo, pensaba, no están en situación de escuchar otros diálogos que tienen lugar junto a ellos o detrás de ellos.
El humor y el carácter de la gente lo conocía por la voz. En la escuela para ciegos -decía – habían hecho este juego: juzgaban a personas desconocidas por la voz y la manera de hablar, y lo que luego podían averiguar coincidía totalmente con el juicio que habían hecho de ellas.
Decía que para las mujeres ciegas la vida no era tan fácil como para los hombres. Un vidente raras veces se decidía a: casarse con una ciega; que esto acarreaba demasiadas complicaciones.
Los gestos, a los ciegos les resultaban difíciles. Para una obra de teatro en la que tuvo un papel fue necesario enseñarle de un modo artificial todos y cada uno de los movimientos. Era increíble qué torpe había estado en esta representación. Incluso en esto veía una ventaja para los ciegos. Ahorraban energía que los otros hombres malgastaban en gestos inútiles.
Decía que ser sordo es mucho peor que ser ciego. Los sordos, por así decirlo, son ciegos en todas las direcciones. Detrás, al lado, delante. En cambio, el ciego sólo es ciego en una dirección, porque, dejando aparte su ceguera, oye por todas partes.
De los colores, decía, no podía tener ninguna idea, pero le interesaba profundamente todo lo que tenía que ver con las artes plásticas y le gustaba oír hablar de este tema. Lo que veía interiormente no era ni claro ni oscuro, era una extraña cosa intermedia que difícilmente podía describir.